XVI

Antes de decidirse a pasar el río, nuestro general mandó una pequeña fuerza en reconocimiento de la situación de las tropas de Coupigny. Algunos jinetes de Farnesio tomaron parte en esta expedición, y Marijuán que fue en ella, nos contó a su regreso en la tarde del 15, que habían encontrado la división del marqués hacia Villanueva de la Reina, donde le entregaron los pliegos de Reding. Desde el campamento de Coupigny se había visto una gran polvareda en la orilla derecha, y parecía que la división de Vedel marchaba desde Bailén a Andújar, para reforzar a Dupont, que ya había trabado la lucha con Castaños. La gente venida de Arjonilla aseguraba haber oído fuerte cañoneo hacia la parte de los Visos.

-A estas horas -decía Marijuán-, o ellos o los de Castaños han de estar derrotados.

-¿Y qué esperaba el marqués en Villanueva de la Reina? -preguntó Santorcaz con aquella suficiencia estratégica que le hiciera tan digno de admiración a los ojos del joven D. Diego.

-Allí se estaba tan quieto -repuso Marijuán-. Parece que está de acuerdo con nuestro general para operar en combinación y atacar juntos a Bailén.

-¿Pero qué estrategia es esa, ni a qué conduce atacar a Bailén? -dijo Santorcaz, atrayendo en su alrededor un círculo de soldados-. ¿No dices que la división Vedel salió de Bailén y está ya sobre Andújar?

-Sí: así lo decían en Villanueva.

-Pues si no hay enemigos en Bailén, ¿qué es eso de atacar a Bailén? Se tratará de ocuparlo para luego avanzar por el arrecife y embestir a Dupont y a Vedel por la espalda, mientras Castaños, Jones y Peña lo atacan de frente.

-Eso, eso será -dijimos todos-. De ese modo les cogeremos entre dos fuegos y no escapará ni una patena de las que han robado en Córdoba.

-Pero si ese es el plan, ya debía estar puesto en ejecución. Si se están batiendo en Andújar, a estas horas deberíamos estar nosotros cayendo sobre la retaguardia francesa; mientras que si nos ponemos en marcha esta noche y llegamos mañana, sabe Dios...

Al anochecer se nos puso en movimientos río arriba, lo cual no comprendimos ni poco ni mucho hasta que algunos compañeros que eran del país y conocían el terreno nos dijeron que íbamos buscando el vado del Rincón para pasar al otro lado. Por la noche algunas fuerzas de infantería y dos piezas pasaron porjunto a la barca, mientras el grueso del ejército con la caballería nos disponíamos a hacerlo media legua más arriba. Antes de amanecer sentimos algunos tiros del otro lado, y diósenos orden de hacer el menor ruido posible, y de no encender lumbre. La noche era calurosa: habíamos comido poco y mal el día anterior, y con esto y el no dormir no estábamos del mejor humor; pero la guerra tiene mil contrariedades, y ojalá fueran todas como aquella. Entramos al fin en el río, cuya frescura era agradable a nuestros cuerpos, secos e irritados por el calor y el polvo, y algún tiempo después, cuando comenzaban a iluminar el horizonte los primeros vislumbres de la aurora, ya éramos dueños de la orilla derecha. El mayor general Abadía, que había dirigido el paso, nos mandó replegarnos a un sitio bajo, donde casi toda la fuerza podía permanecer oculta, y allí aguardamos más de media hora. No se veían los enemigos por ningún lado; pero allá lejos hacia la barca continuaba cada vez más vivo el tiroteo de fusil.

El terreno es por allí bastante quebrado, abundando los matorrales y chaparros; y entre estos designaron un camino de trocha por donde avanzó la infantería, mientras a los de a caballo se nos mandó caminar por terreno más alto. Habíamos tomado tan al pie de la letra la orden de no hacer ruido, que avanzamos despacio y silenciosamente con el alma en suspenso y los ojos atentamente fijos en el último términodel terreno hacia la izquierda, punto donde se había trabado la acción. Vimos al fin a los franceses tiroteándose con nuestros compañeros, con aquellos que habían pasado la barca durante la noche, y luchaban en un campo bajo salpicado de espesos matorrales.

En una pequeña loma, y como a dos tiros de fusil de aquel sitio, brillaba inmóvil e imponente una cosa que desde el primer momento atrajo nuestras miradas, infundiéndonos cierto recelo. Era un escuadrón de coraceros, la mejor caballería del ejército de Dupont. Todos los jinetes contemplamos el resplandor de las bruñidas corazas, en cuyos petos el sol naciente producía plateados reflejos; y después de mirar aquello sin decir nada, nos miramos unos a otros, como si nos contáramos. Ni una voz se oía en nuestras filas: a todos se nos había cambiado el color, y temblábamos aunque cada cual hiciera esfuerzos por disimularlo. El único rumor que turbaba el profundo silencio de nuestro regimiento, donde hasta los caballos parecían contener el aliento y explorar el campo con atónitos ojos, era un ligero y casi imperceptible son metálico producido por las estrellas de las espuelas. Aquel temblor de piernas es un accidente que la caballería observa siempre en el comienzo de todas las batallas.

El combate, principiado en guerrillas, arreciaba desde que empezó la infantería a desplegar un frentecompacto de consideración. Pero casi toda la tropa española se mantenía en reserva, esperando a saber fijamente si los franceses ocultaban una gran fuerza en la carretera de Bailén. Mientras el frente español aumentaba sus tiros, resistiendo a las innumerables guerrillas francesas, que al abrigo de sus posiciones medio atrincheradas hacían fuego mortífero, la artillería continuaba a retaguardia, y la caballería, asimismo fuera de acción, recibió orden de ocupar un cerro a mano derecha. Fijos allí, no quitábamos los ojos de la tremenda fila de corazas que resplandecían en la loma de enfrente, quietas y confiadas en su valor y pesadumbre. Aquella fuerza era muy superior a la nuestra por su organización y la marcialidad de cada uno de sus soldados; pero nosotros teníamos sobre ella, además de la ventaja numérica, que no era de gran valor, dada nuestra impericia, la siguiente ventaja moral: puestos ellos en la vertiente anterior de una loma, todo su poder y su número se presentaban a nuestra vista: no había más coraceros que aquéllos, y podíamos contarlos uno por uno. Nosotros, en cambio, estábamos sabiamente colocados por el mayor general en otra altura parecida; pero sólo una quinta parte del regimiento ocupaba la parte culminante de la loma, mientras que todo lo demás se extendía en la vertiente posterior, permaneciendo completamente oculto a la vista del enemigo; de modo que si nosotros les contábamos perfectamente a ellos, los franceses,engañados por la apariencia, se reirían de los treinta o cuarenta jinetes sin uniforme, enseñoreados del cerro con aire de perdona vidas.

Nosotros teníamos sobre ellos la ventaja de lo desconocido, que es el genio tutelar de las batallas, de eso que no se ve y que en el momento apurado y crítico sale inopinadamente de lo hondo de un camino, del respaldo de una loma, de la espesura de un bosque; combatiente de última hora que la tierra echa de su seno, y se presenta fresco, sin heridas ni cansancio a decidir la victoria.

Nuestras filas habían desalojado a los franceses de sus posiciones. Les vimos replegarse en desorden y entonces cesó la inmovilidad de los coraceros. Los resplandecientes petos despedían múltiples reflejos, y ordenadamente descendieron de su colina en perfecta fila. Relincharon sus caballos, y los nuestros relincharon también, aceptando el reto. Pero entonces ocurrió uno de esos cambios de escena tan frecuentes en la guerra, y cuyo artificio, si cae en buenas manos, basta a decidir la victoria. Arrojadas nuestras filas sobre las guerrillas enemigas, clareado el terreno y puestas en juego algunas piezas de artillería, viose que los franceses vacilaban, agrupándose y retrocediendo como si buscaran nuevas posiciones. Se nos dio orden de avanzar bajando, y una vez en llano, convertimos sobre nuestro flanco, para formar un largo frente de batalla. La infantería francesa estaba delante de nosotros, resguardada por sus coraceros: pero estos observando nuestro movimiento y reconociendo al instante su indudable inferioridad, invadieron precipitadamente la carretera. La retirada era cierta. Se nos formó en columnas, dándonos orden de cargar, y el regimiento se puso rápidamente al galope. Parecía que la misma tierra, sacudiéndose bajo las herraduras de nuestros caballos, nos echaba hacia adelante. Aquellos primeros pasos tras un ideal de gloria, acompañaron voces de guerra mezcladas con piadosas invocaciones.

-¡Madre nuestra, Santa Virgen de Araceli, ven con nosotros!

-¡Viva España, Fernando VII, y la Virgen de la Fuensanta!

Ya nadie pensaba en tener miedo: muy lejos de esto, todos los de mi fila rabiábamos por no estar en las de vanguardia, en aquellas filas dichosas que acometían a sablazos a los franceses de a pie, ya pronunciados en completa dispersión. Tal era nuestro furor bélico en aquella fácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, no encontrando a derecha e izquierda francés alguno, hacíamos grande estrago con nuestros sables en los arbustos del camino, diciendo: «Perros, canallas, ya sabréis cómo las gastamos los españoles».

La gloria de cargar sobre la infantería francesa perteneció tan sólo a las primeras filas, aunque no les duró mucho el regocijo, porque los enemigos, convencidosya de que no tenían fuerza bastante para hacernos frente, tomaban a toda prisa el camino de Bailén. Una vez posesionados del camino, seguimos adelante; pero los caballos enemigos corrían a todo escape, y la infantería se puso en salvo por las veredas, dispersándose a un lado y otro de la carretera. Sobre las diez nos detuvimos, y puestas en orden las columnas, avanzamos despacio, porque recelábamos de ser atacados por una división entera. Entretanto nuestras pérdidas habían sido nulas en la caballería, y escasas, aunque sensibles, en la infantería, que perdió un capitán del regimiento de la Reina y bastantes soldados.

Después de haber perdido de vista a los enemigos, continuamos la marcha hacia Bailén, si bien con mucha cautela, pues había la presunción de que los franceses, reforzados con gran número de tropas y caballos y artillería, se nos presentarían de nuevo en mitad del camino, sorprendiéndonos en nuestra triunfal carrera. Así fue en efecto. A eso del medio día nuestras columnas avanzadas recibieron el fuego de los imperiales, que rehechos con un destacamento que había llegado de Linares, trataban de ganar lo perdido.

Furiosos por el reciente desastre, acometieron briosamente a nuestra vanguardia. Tomamos posiciones, y las tropas ligeras, ayudadas de un enjambre de paisanos, se diseminaron por las escabrosidades colindantes, desde cuyos matorrales mortificaban a losfranceses con fuego menudo. La caballería entretanto continuaba muy lejos de la acción, y aunque nuestro deseo hubiera sido que se nos enviara a lo más recio para desahogar la furia de nuestro enardecido pecho, Dios quiso por fortuna que no llegase esta ocasión, pues la escaramuza terminó de improviso; cesaron los tiros, y vimos con sorpresa que los franceses, como poseídos de súbito pavor, retrocedían a la desbandada hacia Bailén, recogiendo precipitadamente sus heridos.

¿Qué ocurría? Según después supimos, los franceses había tenido una pérdida funesta, la de su general Gobert, el cual cayó mortalmente herido por una de esas balas de invisible guerrero, que salían de entre las malezas para taladrar el corazón del Imperio. Aquel valiente militar murió pocas horas después en Guarromán. Dueños nosotros del campo, y sin enemigos a la vista, parecía natural que fuéramos sobre Bailén; pero el ejército volvió hacia Mengíbar para repasar el río, movimiento que no fue por nosotros comprendido. Todos estábamos muy orgullosos, y especialmente los paisanos inexpertos no cabíamos en el pellejo.

-¡Hoy es día del Carmen! -exclamó D. Diego-. ¡Viva la Virgen del Carmen, y mueran los franceses!

Ruidosas exclamaciones alegraron y conmovieron nuestras filas. Era el 16 de Julio: en este día la Iglesia celebra, además de la advocación del Carmen, elTriunfo de la Santa Cruz, fiesta conmemorativa de la gran batalla de las Navas de Tolosa, ganada contra los infieles por castellanos, aragoneses y navarros, en aquellos mismos sitios donde nosotros perseguíamos a los franceses, y en el mismo 16 del mes de Julio. Habían pasado quinientos noventa y seis años. La coincidencia del lugar y la fecha nos inflamaba más, y añadido a nuestro patriotismo una profunda fe religiosa, nos creímos héroes, aunque hasta entonces no habíamos tenido ocasión de probarlo.

Antes de cruzar el río, descansamos para llevar algo a la boca. ¡Oh, qué desengaño! Estábamos muertos de hambre y cansancio, y se nos dijo que no había más que un tercio de ración. Pero nosotros éramos buenos chicos y nos conformamos, supliendo los dos tercios restantes con la sustancia moral del entusiasmo.

-Pero Sr. de Santorcaz -pregunté a mi compañero, cuando con el agua al estribo vadeábamos el Guadalquivir-, ¿nos quiere Vd. decir por qué no se nos ha llevado adelante? ¿Por qué después de esta victoria desandamos lo andado?

-¡Zopenco! -me contestó-. Esto no ha sido más que una fiestecilla de pólvora, y todavía no ha empezado lo bueno. ¿Crees que no hay más franceses que esos cuatro gatos de Ligier-Belair? ¿Qué sabes tú si a estas horas, Vedel, que fue a Andújar en auxilio de Dupont, habrá regresado a Bailén? Ahora, o yo meengaño mucho, o vamos en busca del marqués de Coupigny para reunirnos y emprender juntos un nuevo ataque. ¿Estás al tanto de lo que digo? ¿Ves cómo no en vano ha mordido uno el cebo en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena?

Efectivamente, la intención de nuestro general era reunirse con Coupigny; pero esto no se verificó hasta la noche del 17 al 18.