Bailén (Pérez Galdós)/VIII
VIII
Al pasar la sierra, me reconocí completamente sano de mi anterior enfermedad. La influencia sin duda de aquel hermoso país, el vivo sol, el viaje, el ejercicio equilibraron al punto las fuerzas de mi cuerpo, y respiraba con desahogo, andaba con energía, sin sentir malestar alguno en mis heridas. Todo rastro de dolor o debilidad desapareció, y me encontré más fuerte que nunca. Nada de particular hallamos durante nuestro tránsito por las nuevas poblaciones, a no ser la alarma, la inquietud y los preparativos de defensa. En la Carolina y en Santa Elena escaseaban mucho los hombres, porque la mayor parte habían ido a incorporarse a la legión formada por D. Pedro Agustín de Echévarri, legión cuya base fueron los valerosos contrabandistas del país. Quedaba, no obstante, en los desfiladeros de Despeñaperros bastante gente para detener todos o la mayor parte de los correos, y en varios puntos, apostadas las mujeres o los chiquillos en lo escabroso de aquellas angosturas, avisaban la proximidad del convoy para que luego cayeransobre él los hombres. También advertimos gran abandono en los primeros campos de pan que se ofrecieron a nuestra vista; y en algunos sitios las mujeres se ocupaban en segar a toda prisa los trigos todavía lejos de sazón. Cerca de Guarromán vimos grandes sementeras quemadas, señal de que había comenzado allí su oficio la horrible tea invasora.
Hasta entonces no había ocurrido ninguna colisión sangrienta entre los imperiales y los andaluces. Estos, al ver que de improviso por entre los romeros y lentiscos de la sierra a aquellos soldados de la fábula, tan hermosos y al mismo tiempo tan justamente engreídos de su valor, no volvieron de su asombro sino cuando los vieron desaparecer camino de Córdoba, y sólo entonces, sintiendo requemadas sus mejillas por generosa vergüenza, cayeron en la cuenta de que el suelo patrio no debía ser hollado por extranjeras botas. Los franceses encontraron el país tranquilo, y creyeron llegar felizmente a Cádiz; pero bajo las herraduras de sus caballos iba naciendo la yerba de la insurrección. Aquellos caballos no eran como el de Atila, que imprimía sello de muerte a la tierra, sino que por el contrario, sus pisadas, como un toque de rebato, iban despertando a los hombres y convocándolos detrás de sí.
Llegamos por último a Bailén, y explicaré por qué nos detuvimos en esta villa algunos días. Allí residía el ama de Marijuán, quien al presentarse a ella nosrogó que le acompañásemos, y esta apreciable señora que era doña María Castro de Oro, de Afán de Ribera, condesa de Rumblar, nos recibió con tanto agasajo, nos ponderó de tal modo la ruindad de las posadas y ventas de la villa, que no tuvimos por conveniente hacernos de rogar, y aceptamos la hospitalidad que se nos ofrecía. La casa era grandísima y no faltaba hueco para nosotros, ni tampoco excelente comida y bebida de lo más selecto de Montilla y Aguilar.
-A estas horas -nos dijo la condesa- los franceses deben de haber empeñado una acción con el ejército de paisanos que dicen salió de Córdoba para defender el paso del puente de Alcolea. Si ganan los españoles, los franceses retrocederán hacia Andújar, y como han de estar muy rabiosos, cometerán mil atrocidades en el camino. No conviene que salgan ustedes de aquí, a no ser que tengan intención, como mi hijo, de incorporarse al ejército que se está formando en Utrera.
No eran necesarias tantas razones para convencernos. Nos quedamos, pues, en la ilustre casa; y ahora, señores míos, con todo reposo voy a contaros puntualmente lo que recuerdo de aquella mansión y de sus esclarecidos habitantes, destinados a figurar bastante en la historia que voy refiriendo.
El palacio de Rumblar era un caserón del siglo pasado, de feísimo aspecto en su exterior, pero contodas las comodidades interiores que alcanzaban los tiempos. Las altas paredes de ladrillo, las rejas enmohecidas y rematadas en pequeñas cruces, los dos escudos de piedra oscura que ocupaban las enjutas de la puerta, cuyo marco apainelado y con vuelta de cordel, parecía remontarse a fecha más antigua que el resto de la casa; las dos ventanas angreladas junto a un mirador moderno; el farol sostenido por pesada armadura de hierro dulce, en cuyo centro se retorcían algunas letras iniciales y una corona dibujadas con las vueltas del lingote; las guarniciones jalbegadas alrededor de los huecos; sus pequeños vidrios, sus celosías, y la diversidad y variedad de aberturas practicadas en el muro, según las exigencias del interior, le asemejaban a todas las antiguas mansiones de nuestros grandes, bastante desprendidos siempre para gastar en la fábrica de los conventos el gusto y el dinero que exigían las fachadas de sus palacios. Por dentro resplandecía el blanco aseo de las casas de Andalucía. Tenía gran sala baja, capilla, patio con flores, habitaciones con zócalo de azulejos amarillos y verdes, puertas de pino lustradas y chapeadas, gran número de arcones, muchas obras de estalle, cuadros viejos y nuevos, algunas jaulas de pájaros, finísimas esteras, y sobre todo, una tranquilidad, un reposo y plácido silencio que convidaban a residir allí por mucho tiempo.
Hablemos ahora de la familia de Afán de Ribera,o Perafán de Ribera, que en esto no están acordes los cronistas. Ocupará el primer lugar en esta reverente enumeración la señora condesa viuda doña María Castro de Oro de Afán, etc., aragonesa de nacimiento, la cual era de lo más severo, venerando y solemne que ha existido en el mundo. Parecía haber pasado de los cincuenta años, y era alta, gruesa, arrogante, varonil: usaba para leer sus libros devotos o las cuentas de la casa, unos grandes espejuelos engastados en gruesa armazón de plata, y vestía constantemente de negro, con traje que a las mil maravillas convenía a su cara y figura. Aquella y esta eran de las que tienen el privilegio de no ser nunca olvidadas, pues su curva nariz, sus cabellos entrecanos, su barba echada hacia afuera y la despejada y correcta superficie de su hermosa frente, hacían de ella un tipo cual no he visto otro. Era la imagen del respeto antiguo, conservada para educar a las presentes generaciones.
Tendrá el segundo lugar su hijo, joven de veinte años, niño aún por sus hábitos, su lenguaje, sus juegos y su escasa ciencia. Era el único varón, y por tanto el mayorazgo de aquella noble casa, cuyo origen, como el del majestuoso Guadalquivir, se remontaba a las fragosidades de la Sierra de Cazorla, donde los primeros Afán de Ribera hicieron no sé qué hazañas durante la conquista de Jaén. El joven D. Diego Hipólito Félix de Cantalicio había sido educado conforme a sus altos destinos en el mundo, bajo la direcciónde un ayo, de que después hablaremos, y aunque era voluntarioso y propenso a sacudir el cascarón de la niñez, así como a arrastrar por el polvo de la travesura juvenil el purpúreo manto de la primogenitura, su madre lo tenía metido en un puño, como suele decirse, y ejercía sobre él todos los rigores de su carácter. Verdad es que el muchacho, con su instinto y buen ingenio, había descubierto un medio habilísimo para atacar la severidad materna, y era que cuando su ayo o la condesa no le hacían el gusto en alguna cosa, poníase los puños en los ojos, comenzaba a regar con pueriles lágrimas los veinte años de su cuerpo y exclamaba: «Señora madre, yo me quiero meter fraile». Estas palabras, esta resolución del muchachuelo, que de ser llevada adelante, troncharía implacablemente el frondoso árbol mayorazguil, difundía el pánico por todos los ámbitos de la casa. Procuraban todos aplacarle, y la madre decía: «No seas loco, hijo mío. Vaya, puedes montarte a caballo en la viga del patio, y te permito que le pongas al gato las cáscaras de nuez en sus cuatro patitas».
A estos dos personajes seguirán forzosamente las dos hijas de la marquesa; dos pimpollos, dos flores de Andalucía, lindas, modestas, pequeñas, frescas, sonrosadas, alegres, sin pretensiones a pesar de su nobleza, rezadoras de noche y cantadoras por la mañana; dos avecillas que encantaban la vista con el aleteo de su inocente frivolidad y de cierta ingenuacoquetería, de ellas mismas ignorada. Eran pequeñas como el reseda; pero como el reseda tenían la seducción de un perfume que se anuncia desde lejos, pues al sentirles los pasos se alegraba uno, y su proximidad era aspirada con delicia. Asunción y Presentación eran dos angelitos con quienes se deseaba jugar para verles reír y para reírse uno mismo del grave gesto con que enmascaraban sus lindas facciones cuando su madre les mandaba estar serias. La de menor edad era destinada al claustro, y mientras halagaba a doña María la grandiosa idea de ponerla en las Huelgas de Burgos, se acordó que tomara las lecciones necesarias para ser doctora, por lo cual el ayo de su hermano le había empezado a enseñar la primera declinación latina, que aprendió en un periquete, encontrando aquello muy bonito. La primera, esto es, Asunción, no tenía necesidad de aprender nada, porque era destinada al matrimonio.
Y por último, no quiero dejar en la oscuridad al ayo del joven D. Diego. Llamábanle comúnmente don Paco y era un varón de gran sencillez y moderación en sus costumbres, aunque algo pedante. Estaba él convencido de que sabía latín, y citaba a veces los autores más célebres, aplicándoles lo que estos desgraciados no pensaron nunca en decir. ¡A tales imputaciones calumniosas está expuesta la celebridad! También se preciaba D. Paco de enseñar acertadamente la historia antigua y moderna a sus discípulos, aunquenosotros sabemos por documentos de autenticidad incontestable que en sus explicaciones nunca pasó más acá del arca de Noé. Era, sí, muy fuerte en la vida de Alejandro el Grande, y podemos asegurar que poseía en altísimo grado un arte, que no a todos los mortales es dado cultivar con regular acierto. Don Paco era un gran pendolista, que pudiera competir con esos colosos de la caligrafía, Torío el sublime y Palomares el divino, y hasta con el moderno Iturzaeta; habilidad que en parte había transmitido a su discípulo, pues las planas del heredero de Rumblar llenaban de admiración al señor obispo de Guadix, cuando iba a pasar unos días en la casa. Además, D. Paco era un hombre excelente, y temblaba de miedo delante de la condesa, cuando esta le achacaba las faltas del niño. Vestía de negro y siempre en traje ceremonioso, aunque no nuevo, usando asimismo peluca blanca, rematada en descomunal bolsa. A los forasteros huéspedes nos trataba con mucha dulzura porque la hospitalidad -decía- fue don particular de los pueblos antiguos, y debe ser practicada por los presentes para enseñanza de los venideros.