Azabache/XVIII
PARTE TERCERA
XVIII
UNA FERIA DE CABALLOS
Indudablemente, una feria de caballos es un lugar de gran diversión para todos aquellos que no tienen que perder en ella; y siempre hay mucho que ver allí.
Largas hileras de caballos jóvenes, recién sacados de los potreros; manadas de pequeños caballitos peludos, traídos del país de Gales, no más grandes que Alegría; centenares de caballos de tiro, de todas clases, algunos con sus largas colas trenzadas, y sujetas con cintas rojas; muchos como yo, hermosos y de sangre, pero venidos á menos por algún accidente ó tacha, defecto en la respiración, ú otro padecimiento. Había también allí algunos animales magníficos, en todo su apogeo, y á propósito para toda clase de usos, que lucían sus movimientos del más perfecto estilo, cuando los hacían trotar, llevados de la rienda por un sirviente del dueño, que corría á la par de ellos. En otro lado del campo estaban los desgraciados, arruinados por exceso de trabajo duro, con sus rodillas llenas de nudos, y balanceándoseles las patas al andar, como si no tuvieran ya dominio sobre ellas; otros, viejos y de aspecto abatido, con el labio inferior colgando y las orejas caídas, como si para ellos se hubiera acabado ya todo lo que significa algún placer en la vida, y toda esperanza; algunos estaban tan flacos que podían contarse todas sus costillas, y otros tenían enormes cicatrices en el lomo. Estos ofrecían un espectáculo triste para un caballo, que comprende puede llegar á verse en el mismo estado.
Los contratos se sucedían sin interrupción, y si un caballo puede expresar sus pensamientos con arreglo á lo que entiende, diré que se dijeron más mentiras, y se hicieron más trampas en aquella feria, que las que el hombre más listo pueda imaginar. A mí me pusieron con otros dos ó tres caballos, fuertes, y al parecer en buen estado de servicio todavía, y muchos compradores se aproximaron para vernos. Los caballeros me volvían la espalda tan luego como veían el estado de mis rodillas, aunque el hombre que me condujo juraba que había sido sólo un resbalón dado en la cuadra.
Lo primero que hacían, los que querían comprarme, era abrirme la boca, luego me miraban los ojos, después me reconocían las patas y me tentaban todo el cuerpo, pasando por último á probar mi paso en todos los aires. Era admirable la diferencia con que todas estas operaciones eran llevadas á cabo. Unos lo hacían de una manera desagradable y brusca, como si uno fuese un pedazo de madera ; mientras que otros pasaban la mano suavemente, con una caricia de cuando en cuando, como diciendo: «con permiso de usted. No hay para qué decir que yo juzgaba del comprador por los modales que usaba conmigo.
Entre ellos se presentó uno que me hizo pensar que si me comprara, me consideraría feliz.
No era un caballero, ni de escs que se entonan para parecerlo. Era algo pequeño de estatura,pero bien formado, y vivo en todos sus movimientos. Comprendí al instante, en el modo como me manejó, que estaba acostumbrado á tratar caballos; me habló con dulzura, y en sus ojos grises brillaba una bondadosa y alegre mirada. Parecerá extraño, pero es la verdad, que el fresco olor de limpieza que despedía me cautivó desde luego; no olía, como otros, & vino y á tabaco, cosa que yo detestaba, sino á algo como si saliera de la habitación donde se guarda el heno. Ofreció ciento quince duros por mí; pero la oferta fué rehusada, y se retiró. Yo lo seguí con la vista por un rato, y otro hombre de mirada dura, y voz más dura todavía, se aproximó. Temblé, pensando que me pudiera comprar, pero siguió de largo después de mirarme.
Dos ó tres más se acercaron, que no parecían muy dispuestos á hacer negocio. Volvió el de la cara dura, y ofreció ciento quince duros también. El asunto se iba apurando, pues mi vendedor empezaba á pensar que no podía obtener lo que pretendía, y que tendría que rebajar, cuando se presentó de nuevo el de los ojos grises.
Sin poderlo remediar aproximé á él mi cabeza, que acarició, diciéndome :
-Bueno, muchacho; parece que tú y yo nos entendemos. Ciento veinte duros doy por él.
-Sean ciento veinticinco, y es de usted.
-Ciento veintidós y medio-dijo mi amigo, con un tono decidido, y ni un céntimo más; ¿sí, ó no?
-Hecho-dijo el vendedor, y vaya usted seguro de que es una monstruosidad la condición de ese caballo, y si lo necesita usted para un coche de alquiler, es una verdadera ganga.
El dinero fué pagado en el acto, y mi nuevo amo, cogiendo el ronzal de mi cabezada, me condujo á una posada, donde me puso una silla y un freno que tenía preparados. Antes me dió un buen pienso, y estuvo á mi lado mientras lo comía, hablándome y hablando consigo mismo.
Media hora después caminábamos para Londres, cruzando un hermoso camino á un paso tranquilo, hasta que, al anochecer, llegamos á la gran ciudad. Las luces de gas estaban ya encendidas, y tras calles á la derecha y calles á la izquierda, por millas y millas, que creí no se acababan nunca, pasamos por delante de un puesto de coches de alquiler, y mi jinete gritó alegremente:
-¡Buenas noches, «Gobernador» !
-¡Hola!-le contestó una voz.-Ha logrado usted algo bueno?
-Me parece que sí-contestó mi dueño.
-Le deseo buena suerte con él.
-Gracias, «Gobernador»-y seguimos adelante. Volvimos á la derecha, al llegar á una de las calles laterales, y como á la mitad de ella torcimos, entrando en un callejón estrecho, con casas de pobre apariencia á un lado, y lo que parecía ser establos y cocheras al otro.
Mi amo se aproximó á una de las casas y dió un silbido. Se abrió al momento la puerta, y apareció en ella una mujer, seguida de una muchacha y un muchacho. Todos lo saludaron con alegría, y desmontó.
-Ahora, Enrique, hijo mío, abre el portón, y tu madre nos traerá una luz.
Entré en un pequeño patio, y todos me rodearon, -¿Es manso, padre?
-Sí, Dora, tan manso como tu gatito; vén y acarícialo.
Una pequeñita mano me acarició el pecho, sin miedo alguno. Aquello me llenó de placer.
-Déjame traerle un poco de afrecho, mientras tú le limpias el sudor-dijo la madre.
- Tráelo, Paulina; es precisamente lo que necesita; y no dudo que también tendrás preparado un buen pienso para tu marido.
-Longanizas fritas y manzanas asadas-gritó el muchacho, haciendo á todos reir. Me pusieron en una cuadra muy limpia, con una mullida cama de seca paja, y después de una excelente cena, me acosté, pensando que iba á ser feliz en aquella casa.