Azabache/XI
XI
LA PARTIDA
Había vivido feliz por espacio de tres años en aquella casa, pero tristes cambios iban á sobrevenir para todos nosotros. Desde tiempo hacía, oíamos decir que nuestra ama estaba delicada de salud. El doctor la visitaba con mucha frecuencia, y el amo se mostraba grave y como lleno de ansiedad. Por último, oímos que iban á levantar la casa y á trasladarse por dos ó tres años á un país más templado. La nueva corrió por la servidumbre, como el toque de una campana de agonía. Todos se mostraban taciturnos y el amo empezó á hacer los preparativos para la venta de muebles, carruajes y caballos, y salir de Inglaterra. Con frecuencia oíamos hablar de ello en las caballerizas, pues era la conversación general.
Juan hacía su trabajo, triste y silencioso, y José no silbaba ni cantaba ya apenas. El movimiento era general, y Jengibre y yo teníamos muy poco descanso.
Los que primero partieron fueron las señoritas Flora y Josefina con sus ayas. Vinieron á decirnos adiós, y abrazaron al pobre Alegría como á un antiguo amigo que indudablemente era. Después supimos lo que el amo había dispuesto respecto á todos. A Jengibre y á mí nos había vendido á su buen amigo el conde del Pino, por considerar que en su poder estaríamos como en Buenavista. Alegría fué regalado al señor de Campoflorido, que necesitaba un caballo de confianza para su señora, con la condición de que no había de ser nunca vendido, y que, cuando se mutilizase para el trabajo, sería muerto de un tiro y enterrado. José lo había de acompañar para cuidarlo y ayudar á otros trabajos de la casa, de modo que consideré que el buen Alegría no lo pasaría mal. A Juan se le ofrecieron varias colocaciones buenas, pero dijo que pensaba esperar algún tiempo, antes de decidirse á aceptar ninguna.
La noche antes de la marcha, el amo vino á las caballerizas á dictar algunas disposiciones y á hacer la última caricia á sus caballos. Conocí en su voz que estaba muy conmovido. Yo creo que los caballos comprendemos las inflexiones de la voz mejor que muchos hombres.
—¿Has resuelto ya lo que piensas hacer, Juan? Veo que no has aceptado ninguno de los ofrecimientos que te han hecho— dijo.
—No, señor —contestó Juan;— he pensado que si pudiera encontrar colocación con algún buen domador de potros ó instructor de caballos, sería lo que más ine gustaría. Muchos animales jóvenes se ven àrruinados prematuramente, ó adquieren malos vicios, por falta de una buena mano que los dirija en su educación. Yo siempre he sido aficionado á los caballos, y si pudiera encaminar bien á algunos, creería como que había hecho una obra buena. ¿Qué piensa usted de eso, señor?
—Nadie más á propósito que tú para ello —contestó el amo;— pues entiendes á los caballos, y, hasta cierto punto, ellos te entienden. Procuraré ayudarte en cuanto me sea posible, y al efecto hablaré con mi agente en Londres, dán dole todos los buenos informes que puedo darle acerca de tus circunstancias.
El amo encargó á Juan que le escribiera, y le expresó su agradecimiento por sus largos y fie. les servicios, lo cual fué demasiado para aquél, que contestó todo conmovido:
—Señor, usted y la señora han hecho por mi lo que nunca podré pagar; pero jamás lo olvidaré, y quiera el Cielo que algún día volvamos á verlos por aquí.
El amo le tendió la mano, sin que ninguno de los dos pronunciase una palabra más, y ambos salieron de la caballeriza.
Llegó por fin el triste último día; un criado había salido anticipadamente con el equipaje, y sólo quedaron el señor con la señora y una doncella de ésta. Jengibre y yo condujimos el carruaje á la puerta de la casa, por última vez. Los criados trajeron almohadones, alfombras y otros bultos pequeños, y cuando todo estuvo arreglado, el amo descendió las escaleras, dando el brazo á la señora. Yo estaba enganchado en la parte del lado de la casa y pude verlo todo. La colocó cuidadosamente en el carruaje, mientras los criados los rodeaban llorando.
—Adiós, otra vez —dijo;— no olvidaremos á ninguno de ustedes,— y entró en el carruaje:
José saltó al pescante y salimos trotando despacio á través del parque y del pueblo, donde la gente parada á las puertas de las casas los saludaban al pasar, con muestras del mayor afecto.
Cuando llegamos á la estación del ferrocarril, y la señora, encaminándose al salón de descanso, dijo á Juan, con su dulce voz: «Adiós, Juan; que seas feliz», sentí un movimiento convulsivo en las riendas; pero Juan no contestó, porque, sin duda, no podía hablar. Tan pronto como José terminó de sacar del coche todos los objetos, Juan lo llamó y le hizo ponerse á la cabeza de nosotros, mientras él se acercaba á la plataforma. El pobre José se acercó cuanto pudo á nuestras cabezas para ocultar sus lágrimas. Pronto entró en la estación el tren, resoplando, y á los dos ó tres minutos las puertas se cerraron con violencia, el guarda dió un silbido y aquél partió, deslizándose suavemente, dejando por detrás nubes de blanco humo y algunos corazones muy oprimidos.
Cuando se perdió de vista, Juan se nos acercó, diciendo:
—Nunca más la volveremos á ver... ¡nunca!
Subió al pescante, tomó las riendas y, con José á su lado, nos condujo á la que había dejado ya de ser nuestra antigua y querida casa.