Nota: Se respeta la ortografía original de la época

IX

JAIME DURANGO

Una mañana de diciembre, Juan acababa de hacerme entrar en la cuadra y me estaba echando encima una manta, mientras Jaime me traía el pienso, cuando vimos que el amo se acercaba á las caballerizas; parecía estar serio, y traía un papel en la mano. Juan cerró por fuera mi cuadra, se quitó la gorra, y esperó órdenes.

—Buenos días, Juan —dijo el amo;— necesito saber si tienes alguna queja de Jaime.

—¿Queja, señor? Ninguna absolutamente.

—¿Es trabajador, y respetuoso contigo?

—Sí, señor, siempre.

—¿No has notado que descuide su trabajo cuando vuelves la espalda?

—Nunca, señor.

—Está bien; pero necesito saber otra cosa. ¿Tienes motivos para sospechar que cuando sale con los caballos para pasearlos, ó para algún mandado, se detiene á hablar con sus compañeros, ó entra en casas donde no tenga nada que hacer, dejando al animal á la parte de afuera.

-Ciertamente que no, señor; y si alguien dice lo contrario, no lo creeré, mientras no se mepruebe claramente; no puedo explicarme quién sea el que trate de desacreditar á Jaime, y puedo asegurar á usted que nunca ha habido en estas caballerizas un muchacho más formal, trabajador, honrado y listo que él. No titubeo en garantizarlo en todos conceptos; es bondadoso é inteligente para los caballos, que, por mi parte, confiaría mucho mejor á él, que á la mitad de los mozalbetes que conozco con mucho sombrero galoneado y mucha librea.

El amo escuchó todo aquel discurso con la mayor atención y seriedad; pero, cuando Juan concluyó, se sonrió bondadosamente y miró á Jaime, que durante todo el tiempo había permanecido cuadrado á la puerta, diciéndole :

-Está bien, Jaime, acércate; mucho celebro que la opinión de Juan respecto á ti, coincida exactamente con la mía, y vamos al negocio. He recibido una carta de mi cuñado, el señor de Benavides, que desea le proporcione un mozo de cuadra, de veinte á veintiún años de edad, que sepa bien sus obligaciones. Su viejc cochero, que le ha servido durante treinta años, se va debili-tando, y necesita un ayudante de confianza á quien poder instruir en el oficio, y que, cuando aquél sea jubilado, pueda ocupar su puesto en la casa. Ganará por el pronto dieciocho duros al mes, traje de cuadra y para el coche, una cama en la cochera, y tendrá un muchacho que le ayude en el trabajo. El señor Benavides es un buen amo, y si consigues esa plaza será un buen principio para ti. Siento que te separes de nosotros, y comprendo que será también una pérdida para Juan, que tanta confianza tiene en ti.

-Así es, señor-dijo Juan ;-pero por nada del mundo sería yo un obstáculo á su futuro bienestar.

-¿Qué edad tienes, Jaime?-dijo el amo.

-Diecinueve años, señor.

-Un poco joven eres; ¿qué opinas, Juan?

-Señor, es verdad que es joven; pero es tan formal como cualquier hombre, fuerte y robusto, y si bien no tiene aún experiencia en el pescante, tiene una mano firme y suave, y una mirada lista, siendo á la par muy cuidadoso, hasta el punto de que estoy seguro que ningún caballo puesto á su cargo carecerá de las atenciones que todo animal necesita.

-Mi cuñado quedará complacido en un todo -dijo el amo,-pues en la postdata de su carta me dice que si pudiera yo proporcionarle un hombre educado por mi Juan, lo preferiría á cualquiera otro; de modo que puedes pensarlo, Jaime; habla con tu madre, y dime lo que resolváis.

A los pocos días quedó convenido que Jaime iría á servir á casa del señor de Benavides al cabo de un mes ó seis semanas, durante cuyo tiempo recibiría toda la práctica de guiar desde el pescante que pudiera dársele.

Desde entonces casi no hubo día en que no se pusiese el carruaje, y si la señora no salía, el amo solo ó con las señoritas, salían, enganchándonos á Jengibre y á mí, y llevando siempre á Jaime de cochero. Al principio le acompañaba Juan en el peseante, enseñándole lo que había de hacer, pero, por último, Jaime nos guiaba solo.

Era de ver el sin número de lugares diferentes adonde el amo nos hacía ir. Por supuesto, con gran frecuencia íbamos á la estación del ferrocarril á las horas de la llegada de los trenes, cuando los coches de todas clases, carros y ómnibus se aglomeraban para cruzar el puente, y cuando era necesario que caballos y cocheros tuvieran los ojos muy abiertos para no tropezar unos con otros en aquella confusión y estrecheces.

Cierto día, los amos decidieron ir á hacer una visita á unos amigos que vivían á más de sesenta millas de distancia, y Jaime había de ser el conductor. La primera jornada fué de treinta y dos millas. Tuvimos que subir algunas cuestas pesadas, pero Jaime nos guiaba con tanto cuidado y tan buen juicio, que no sentíamos el cansancio. Nunca olvidaba apretar la retranca en las cuestas abajo, ni aflojarla á su debido tiempo. Nos conducía por donde el camino estaba mejor conservado, y si teníamos que subir una pendiente muy larga, de cuando en cuando cruzaba el carruaje para que no se fuera hacia atrás, y nos daba un pequeño respiro. Todos estos ligeros detalles sirven de gran alivio al caballo, sobre todo si van acompañados de palabras cariñosas.

Nos detuvimos una ó dos veces en el camino, y justamente al ponerse el sol llegamos al pueblo donde habíamos de pasar la noche. Paramos en la posada principal, que era muy grande, en la Plaza del Mercado, cruzando un arco para entrar en un extenso patio, & cuyo extremo estaban las caballerizas y cocheras. Dos mozos vinieron á desengancharnos; el que hacía de jefe era un hombre algo viejo ya, pequeñito, de fisonomía viva y agradable, y con una pierna torcida; vestía una chaqueta rayada de amarillo.

En mi vida he visto un mozo más listo para desatalajar un caballo; me acarició y me dijo algunas palabras, conduciéndome á una gran caballeriza donde había seis ú ocho pesebres y dos ó tres caballos. El otro mozo trajo á Jengibre, y Jaime permaneció sin separarse de nosotros mientras nos frotaban y limpiaban.

El viejo me limpió en un momento y con la mayor destreza, y cuando terminó, Jaime se me acercó y me pasó la mano, como sospechando que no estuviera bien limpio, pero me encontró en el más perfecto estado.

-Me tenía por listo para limpiar un caballo -dijo, y consideraba á Juan más listo aún ; pero ya veo que usted nos gana, y confieso que nunca he visto ni mayor ligereza, ni mayor perfección.

-La práctica lo hace todo-contestó el viejo, -y sería una vergüenza que después de cuarenta años de ejercicio no supiera hacer eso bien.

En cuanto á lo de ligereza, es cuestión de hábito; si usted se acostumbra á hacer las cosas ligero, llega á hacérsele tan fácil como hacerlas despacio, ó más, me atrevo á decir. No se amolda á mi temperamento ni á mi salud, emplear más tiempo en hacer una cosa, que el que sea absolutamente preciso. He vivido entre caballos desde que tenía dove años de edad, en establos de carrera, y en establos de caza; y como soy tan pequeño como usted ve, fuí jockey durante varios años, hasta que en el hipódromo de los Campos Elíseos, un día que el piso estaba muy resbaladizo, mi pobre Golondrina cayó, cogiéndome una pierna debajo y rompiéndomela por la rodilla, lo que me inutilizó para aquella clase de trabajo. Pero yo no podía vivir lejos de los caballos, como no podría ahora tampoco, y en consecuencia me dediqué á mozo de cuadra. Puedo asegurar á usted que mi mayor placer está en cuidar un caballo como éste, tan bien educado y tan bien tratado, y que no necesito más que veinte minutos para conocer qué clase de mozo ha estado al cuidado de él. Este, por ejemplo, lo ve usted humilde, tranquilo, volverse en cuantas direcciones se desee, levanta sus patas para dejárselas limpiar, y hacer, en una palabra, todo lo que se le manda; mientras que encontrará usted otros, inquietos, de mal genio, desobedientes, que suelen huir, ó sacudir la cabeza agachando las orejas al aproximarse usted, como si le tuvieran miedo; y hasta en ciertos casos enseñarle á uno las herraduras para defenderse.

¡Pobrecillos! Yo comprendo en seguida cuál es el trato que han recibido. Si son tímidos, se vuelven espantadizos ó desconfiados; y si son de pura sangre, se hacen falsos y peligrosos. Su carácter depende, la mayor parte de las veces, de la educación que reciben cuando son jóvenes.

Son como los niños: edúquelos usted en el buen camino y con arreglo á lo que las buenas máximas prescriben, y verá que llegan á la vejez sin apartarse nunca de él, siempre que nuevas circunstancias no les hagan variar.

-Mucho me gusta oir á usted hablar de ese modo dijo Jaime ;-eso es lo que se practica en casa de nuestro amo.

-Quién es su amo?, si la pregunta no es indiscreta. Desde luego aseguro que es bueno, por lo que he visto.

-El caballero Gordon, del parque de Buenavista, al otro lado de las cuestas del Faro-dijo Jaime.

-Ya! He oído hablar de él, y celebrarlo como muy inteligente en caballos, y como el primer jinete del país.

-Así es-replicó Jaime ;-pero ahora monta muy poco, desde la muerte de su hijo.

-¡Ah! ¡ pobre muchacho!; leí la ocurrencia en los periódicos de aquellos días; y por cierto que murió también un hermoso caballo; ¿no fué así?

-Sí, señor; un magnífico animal, hermano de este que usted ve, y exactamente igual á él.

-¡Qué desgracia !-dijo el viejo ;-el sitio era muy peligroso para saltar, por lo que que recuerdo que leí, y no puede culparse al caballo. Yo estoy por la equitación intrépida, tanto como el que más; pero no dejo de reconocer que hay saltos que sólo un muy inteligente y experimentado cazador puede acometer; la vida de un hombre y la de un caballo, valen mucho más que el rabo de una zorra; al menos yo así lo creo.

Durante este tiempo, el otro mozo había terminado con Jengibre, y nos había traído el pienso. Jaime y el viejo salieron juntos de la caballeriza. Tarde en la noche, el segundo mozo dé cuadra entró, trayendo el caballo de un viajero, y mientras lo estaba limpiando, vino á darle conversación un joven con una pipa en la boca.

-Oye, Antonio-le dijo el mozo,-sube en un momento al sobrado y echa un poco de heno en la reja de este caballo; pero deja aquí la pipa.

-Allá voy-dijo el otro, y se encaramó por la escalera de mano.-Al poco rato oí sus pasos arriba, y echar el heno. Jaime entró para vernos, antes de irse á descansar, y todos salieron, cerrando la puerta de la cuadra.

No puedo decir el tiempo que habría dormido ni qué hora sería, cuando me desperté molesto, sin saber por qué. Me levanté y me pareció que el aire era espeso y sofocante. Oí á Jengibre toser, y uno de los otros caballos parecía muy intranquilo; como estábamos completamente á obscuras, no pude ver nada, pero la cuadra parecía tan llena de humo que yo apenas podía respirar.

- Habían dejado abierta la puerta del sobrado, y sospeché que por allí venía el humo. Escuché y oí un suave ruido, como de algo que crujía.

No pude comprender lo que era, pero en aquel ruido noté algo extraño que me hizo estremecer de pies á cabeza. Todos los demás caballos se habían despertado, y algunos pugnaban por soltarse, mientras otros pateaban desesperadamente.

Por último, oí que alguien se acercaba, y á los pocos momentos vi entrar precipitadamente en la cuadra, con una linterna, al mozo que había traído el caballo del viajero, y que empezó á soltarnos á todos y á tratar de sacarnos de allí; pero parecía tan atolondrado y tan asustado, que me asustó más. El primer caballo se negó á salir; probó con el segundo y con el tercero, y sucedió lo mismo. Se aproximó á mí y trató de arrastrarme á la fuerza, pero no había que pensar en semejante cosa. Después que probó con todos, sin éxito alguno, salió de la cuadra.

Sin duda fué una tontería por parte de nosotros, pero no había allí nadie á quien conociésemos, ni en quien pudiéramos confiar, y todo era para nosotros extraño é incierto. El aire fresco que entró por la puerta nos hizo más fácil el respirar, pero el ruido que yo había oído se aumentó, y cuando miré hacia arriba por el cañón por donde bajaba el heno á mi reja, vi rojas llamas reflejarse en las paredes. Entonces oí en la parte de afuera un grito de «fuego», y el mozo de cuadra que me había cuidado entró tranquilamente, se dirigió al caballo que estaba más próximo á la puerta y lo sacó; volvió á buscar otro, y ya las llamas se habían apoderado de la puerta del sobrado, y el ruido sobre nuestras cabezas era espantoso.

Lo que inmediatamente of fué la voz de Jaime, tranquila y alegre como siempre, que decía, entrando en la cuadra:

-Vamos, muchachos, que aquí hace mucho calor, vamos para afuera.

Yo me hallaba más cerca de la puerta que Jengibre, y así, se dirigió á mí primero, acariciándome al acercarse.

-Vamos, Azabache, hijo mío, vamos fuera de esta humareda..

Todavía me resistía á salir. Entonces sacó de su bolsillo un pañuelo, lo ató fuertemente sobre mis ojos, y siempre acariciándome y hablándome, me sacó fuera de la cuadra. Una vez en el patio, desató el pañuelo y gritó: ¡ Uno aquí! Sujeten este caballo mientras voy á buscar el otro.

Se aproximó un hombre alto, que tomó el ronzal de mi cabezada, y Jaime se lanzó otra vez á la caballeriza. Yo, al verlo desaparecer, di un agudo relincho. Jengibre me dijo después, que aquel relincho fué lo mejor que pude hacer en su obsequio, pues si ella no hubiese oído que yo estaba á la parte de afuera, nunca hubiera tenido valor para salir.

En el patio reinaba la mayor confusión; allí estaban otros varios caballos sacados de las caballerizas, y diferentes coches y tílburis arrastrados de las cocheras, por si llegaban allí las llamas. Yo tenía la vista fija en la puerta de nuestra cuadra, por donde salían bocanadas de humo, más espesas cada vez, é innumerables chispas, cuando, entre todo aquel ruido y alboroto, oí la voz de mi amo, que gritaba:

- Jaime! ¡ Jaime! ¿Dónde está Jaime?

Nadie le contestó; pero yo di á los pocos momentos un relincho de gozo, porque después de oir un fuerte ruido, como de algo que se desplomaba en la caballeriza, vi á Jaime cruzar por entre el torbellino de humo y chispas, conduciendo del diestro á Jengibre, que tosía violentamente cuando se acercaron á nosotros.

-¡Mi bravo muchacho !-dijo el amo, apo.

1 yando su mano en el hombro de Jaime.- Estás herido?

Jaime movió la cabeza haciendo una seña negativa, pues no podía hablar.

-Es, indudablemente, un bravo muchachodijo el hombre que me estaba sujetando.

-Ahora-añadió el amo,-así que te refresques un poco, Jaime, salgamos de este sitio tan pronto como podamos.

Al dirigirnos á la puerta de entrada oí en la plaza un gran ruido de herraduras de caballos y ruedas de carruajes.

-¡La bomba de incendios!-gritaron dos ó tres voces, ¡apártense !-y, como dos exhalaciones, entraron en el patio dos caballos, arrastrando una pesada máquina de vapor. Los bomberos saltaron al suelo, y no tuvieron necesidad de preguntar dónde era el fuego, pues las llamas envolvían ya toda la parte alta de la caballeriza.

Salimos á la plaza, tan ligeros como pudimos; brillaban las estrellas, y, á excepción del ruido que dejamos á nuestra espalda, todo era allí silencio y tranquilidad. El amo nos encaminó á otra posada que había al extremo opuesto de la plaza, y tan luego como se presentó el mozo, dijo aquél á Jaime :

-Yo me voy á tranquilizar á la señora; dejo á tu cuidado los caballos, y dispón todo lo que 94 creas que necesitan; y se retiró, tan ligero como no lo había visto andar nunca.

Antes de entrar en nuestra cuadra, oímos los tristes lamentos de los pobres caballos que no habían sido sacados de la caballeriza, y que se achicharraban allí... fué una cosa horrible, que tanto á Jengibre como á mí nos conmovió profundamente.

Pasamos el resto de la noche en la nueva posada muy bien cuidados, y por la mañana vino el amo á vernos, y á hablar con Jaime. Yo no pude oirlo bien, porque el mozo me estaba limpiando, pero vi que la cara de Jaime rebosaba felicidad, y comprendí que el amo se mostraba muy satisfecho de él. La señora se había asustado tanto la noche anterior, que hubo que posponer la continuación de nuestro viaje hasta por la tarde, y Jaime, teniendo toda la mañana por suya, fué en primer lugar á revisar nuestros atalajes y el coche, y á adquirir noticias acerca del fuego. Al principio nadie pudo imaginar cuál fué la causa de él, pero luego dijo un hombre, que había visto á Antonio Torres entrar en las caballerizas con una pipa en la boca y salir sin ella, habiendo ido después á la taberna á buscar otra. El segundo mozo de cuadra dijo entonces, que había encargado al dicho Torres subiese al sobrado y echase un poco de heno en la reja de 1 uno de los caballos, recomendándole que no llevase la pipa consigo. Torres negó haberla llevado, pero nadie lo creyó. Recordé la invariable regla de Juan Carrasco, de no permitir á nadie entrar en las caballerizas con la pipa encendida, y comprendí que aquella regla debería ser observada por todo el mundo.

Jaime vió que los techos y toda la parte alta de las caballerizas habían venido al suelo, quedando sólo las paredes ahumadas; dos pobres caballos que no pudieron ser sacados, murieron quemados entre los escombros.