Nota: Se respeta la ortografía original de la época

PARTE PRIMERA


I

MI PRIMER HOGAR

El primer sitio que puedo recordar distintamente, era una extensa y deliciosa pradera en la que había una pequeña laguna de aguas cristalinas, rodeada de árboles frondosos, y á cuya orilla crecían esbeltos juncos y azulados lirios. A un extremo de la pradera, y detrás de la cerca, se veía el campo labrado, y al otro, el portillo que conducía á la casa de nuestro amo, la cual daba frente á un camino inmediato. No lejos de la laguna había una arboleda de pinos, por cuyo centro cruzaba un arroyo entre pendientes y escarpadas orillas.

Durante mi tierna infancia, y mientras no podía aún comer hierba, mi madre no tenía otra obligación que amamantarme. Corría yo á su lado durante el día, y por la noche me acurrucaba tan cerca de ella como podía, para dormir.

En los días calurosos nuestro sitio eran las inmediaciones del agua, á la sombra de los árboles, y si hacía frío ó llovía nos guarecíamos bajo un cobertizo que había cerca de la arboleda de pinos.

Tan luego como fuí capaz de comer hierba, mi madre iba á trabajar durante el día y regresaba por la noche.

Había en la pradera otros seis potros, todos mayores que yo, y algunos casi tan grandes como caballos. Yo corría con ellos, lo cual constituía mi mayor delicia; galopábamos todos juntos por la llanura, sucediendo á veces que el juego solía traspasar los límites de lo razonable, pues mis compañeros, con frecuencia mordían y daban coces á la par que galopaban.

Cierto día que nos hallábamos en uno de estos ejercicios, y que las coces menudeaban más que de costumbre, mi madre me llamó á su lado con un relincho, y me dijo:

—Quiero que prestes atención á lo que te voy á decir: esos potros con quienes te reunes son unos buenos potros, pero, como destinados al tiro de carros, carecen de buenos modales. Tu nacimiento y educación son diferentes; el nombre de tu padre es conocido en todas partes; tu abuelo ganó la copa de oro dos años en las carreras de los Campos Elíseos; tu abuela tenía el carácter más dulce que caballo alguno puede tener; y en cuanto á mí, creo que nunca me has visto morder ni tirar coces. Espero de ti que harás honor á tu raza, siendo manso y bueno y no aprendiendo feas maneras; cumple siempre tus obligaciones con buena voluntad, levanta bien los pies cuando trotes, y no muerdas ni cocees, ni aun jugando.

Nunca he olvidado el consejo de mi madre, que yo sabía era muy buena é inteligente, y que gozaba por lo mismo de gran cariño por parte de nuestro amo. Su nombre era Duquesa, pero aquél solía casi siempre llamarle Chiquita.

Nuestro amo era un excelente y bondadoso hombre. Nos daba buen alimento, buen alojamiento, y nos hablaba con el mismo cariño que á sus pequeños hijos. Todos lo queríamos por lo tanto, y mi madre particularmente. Cuando ella lo veía cruzar la puerta del cercado, relinchaba de placer y corría á su encuentro; él la acariciaba y le decía: «Bueno, Chiquita, ¿cómo está tu pequeño Negrito?» Mi pelo era negro, y por eso él me llamaba así. Solía darme entonces un pedazo de pan, que me gustaba mucho, y á mi madre una zanahoria. Todos los caballos se le acercaban, pero yo creo que nosotros éramos sus predilectos. Mi madre era la que lo conducía al pueblo en un ligero tílburi todos los días de mercado.

En la granja había un muchacho trabajador, llamado Guillermo, que algunas veces venía á nuestra pradera á coger zarzamoras en las cercas, y que, cuando se hartaba de comer cuantas tenía por conveniente, solía proceder á lo que él llamaba tener un rato de gusto con los potros, arrojándonos piedras y palos para hacernos galopar. No nos importaba mucho aquello, puesto que podíamos correr hasta ponernos lejos de él; pero era el caso que á veces nos alcanzaba alguna de las piedras y no nos hacía ningún provecho.

Un día que Guillermo se hallaba entregado á aquella diversión, muy ajeno de sospechar que el amo lo estaba observando desde el otro lado de la cerca, sucedió que éste la brincó rápidamente, y acercándosele sin ser visto, le administró tan solemne bofetón entre una oreja y el pescuezo, que le hizo dar un grito de dolor y de sorpresa. Nosotros nos aproximamos para ver en qué paraba aquello.

—No te da vergüenza, pícaro —le dijo,— entretenerte en mortificar á estos animales? No es la primera, ni la segunda vez, pero te prometo que será la última; toma tu cuenta y lárgate, pues no quiero verte más en la granja. Y en efecto, nunca más volvimos á ver á Guillermo.

El viejo Daniel, que era el mozo que tenía á su cargo el cuidado de los caballos, era tan bondadoso, como el amo, de modo que no teníamos nada que pedir.