Aurora roja/Parte III/VIII

VII
Aurora roja
de Pío Baroja
VIII
IX

VIII

La coronación - Las que encarecen los garbanzos - El final del señor Canuto


No se varió nada en la casa con el matrimonio, que se celebró sin ceremonias de ninguna clase. Manuel estaba resplandeciente. El estado de Juan era lo que turbaba su felicidad; le veía siempre inquieto, febril. De noche, soñando, hablaba a gritos, y tosía continuamente hasta romperse el pecho. Ya no tomaba las medicinas ni hacía caso de las prescripciones del médico; salía a todas las horas, bebía aguardiente para excitarse algo y se reunía con los amigos en la taberna de Chaparro. Mientras tanto, Silvio Fernández Trascanejo maniobraba a sus anchas. Se había ganado la confianza de todos los socios de La Aurora, y les había hecho creer que había una conjuración revolucionaria terrible para el día de la Coronación.

-Con que uno dé la señal -decía Fernández-, yo me echo al centro con la gente de los barrios bajos.

El más convencido de todos era Juan.

-La cosa está hecha-le dijo el Madrileño a Manuel una vez. Ahora se va a batir el cobre bien. Hay, además, setenta y dos compañeros que han venido a Madrid. Están perseguidos de cerca por la policía española y extranjera; pero no saben dónde se encuentran. Hemos recibido instrucciones de Londres; nos pondremos a lo largo de la carrera a esperar. Si podemos coger al rey vivo, mejor.

Juan estaba febril, deseando que llegara el momento; sus nervios, en constante tensión, no le dejaban reposar un instante. Estaba dispuesto a sacrificarse por la causa. Además, y esto le perdía, veía el acontecimiento en artista. Veía la brillante comitiva de reyes, de príncipes, de embajadores, de grandes damas, pasando por en medio de las bayonetas, y se veía a él avanzando, deteniendo la comitiva con el grito estridente de ¡Viva la Anarquía!

La noche antes del día de la fiesta, Juan no apareció por la casa.

Manuel fue a La Aurora, por ver si le encontraba.

Estaban allá el Inglés, Prats, el Madrileño y Silvio, que peroraba. No le habían visto a Juan. En esto entró el Libertario, se acercó a Silvio, le agarró de la solapa, y le dijo:

-Usted es un soplón y un polizonte. ¡Hala! Fuera de aquí.

Quedaron todos extrañados. Silvio, que estaba sentado, se levantó dignamente, recibió, también dignamente un puntapié certero que la arreó el Inglés, el del juego de bolos. Al llegar a la puerta de la taberna, el hombre de los tres conejos en campo de azur se sintió hidalgo, recordó su apellido, se volvió, hizo un corte de mangas a todos, y echó a correr por el paseo de Areneros como un huracán, llevándose una mano atrás y otra al sombrero, sin duda para que no se lo llevara el aire.

-Era un polizonte? -dijeron Prats y el Madrileño asombrados.

-Sí.

-¿Y todo lo que nos ha contado es mentira?

-Y tan mentira.

Al día siguiente no había venido Juan, y Manuel salió de casa. La Salvadora quedó cosiendo, desazonada.

Era un día de mayo esplendoroso; un cielo azul; una tarde de oro. La luz intensa, cegadora, vibraba llanamente en las colgaduras amarillas y rojas, en las banderas, en los gallardetes, en los farolillos de las iluminaciones.

Hormigueaba la gente por las calles. En los balcones y en las ventanas, en las cornisas y en los tejados, en las tiendas y en los portales, se amontonaban los curiosos. El sol reía en los trajes claros de las mujeres, en los sombreros vistosos, en las sombrillas rojas y blancas, en los abanicos que aleteaban como mariposas, y bajo el cielo azul de Prusia todo palpitaba y refulgía y temblaba a la luz del sol con una vibración de llama.

Manuel fue husmeando por entre la multitud; a veces, el gentío lo llevaba a un lado, y tenía que estarse en la esquina de una calle, quieto, durante algún tiempo.

Un temblor le iba y otro le venía, pensando que a cada momento podía oír una explosión. Por fin, se hizo la masa menos compacta, y Manuel pudo avanzar; la gente iba hacia la carrera de San Jerónimo.

-¿Ha pasado algo? -dijo Manuel a un municipal.

-No.

-¿Por qué va la gente hacia allá?

-Para ver otra vez al rey.

-¿Tiene que volver a pasar por aquí?

-Sí.

Manuel avanzó hasta ponerse en primera fila, cerca de los soldados, en la calle Mayor. Miró a todas partes por si veía a Juan o a alguno de los compañeros. No vio a nadie.

No tardó mucho en estar la comitiva de vuelta: A la entrada de la carrera de San Jerónimo se veía avanzar la tropa de jinetes que abría el paso.

La muchedumbre, mal contenida por los guardias civiles, avanzaba en oleadas; pasaban por entre los caballos, hombres y mujeres congestionados, rojos, sudando. Los soldados que formaban la carrera hacían retroceder a la gente con la culata de sus fusiles.

Comenzó a pasar la comitiva por entre las filas de soldados y los cuchillos del mauser, que refulgían al sol; aparecieron los palafreneros a caballo, abriendo la marcha, con sus trajes vistosos, de casaca, media blanca y sombrero de tres candiles; luego, siguieron varios coches, de concha y de laca pintados y dorados, con sus postillones a la grupa y sus lacayos tiesos, empelucados, llenos de galones, y los caballos hermosos, de movimientos petulantes, con penachos blancos y amarillos. Después de estos coches de respeto, pasaron otros también dorados, ocupados por señoras ajadas, adornadas con diademas, con el traje cubierto por montones de perlas, acompañados por hombres de aire insignificante, enfundados en uniformes vistosos, con el pecho llego de cruces y de placas...

-¿Quiénes son? -preguntó Manuel.

-Serán diputados o senadores.

-No -repuso otro-; éstas son mayordomos de Palacio. Criados elegantes.

Dos viejas gordas, sudorosas, vociferando, peleándose con la gente, llegaron hasta ponerse en primera fila.

-Ahora veremos bien -dijo una de ellas.

-¿Ve usted esas que pasan por ahí? -dijo un aprendiz con sorna, señalando a las damas con el dedo-. Pues esas son las que hacen subir los garbanzos.

-Y que el pueblo no pueda vivir -añadió un hombre de malas trazas.

-¡Qué feas son! -murmuró una de las viejas gordas a su compañera.

-No, que serán guapas -replicó el aprendiz-. Con esa señora se podría poner una carnicería -añadió, señalando con el dedo una anciana y melancólica ballena que iba en un coche suspendido por muelles.

-Y lo llevan al aire -siguió diciendo la vieja a su compañera, sin hacer caso de las observaciones del muchacho.

-Pa que no las entre la polilla -replicó el aprendiz.

-Y tien las tetas arrugás.

-No, que las tendrán duras.

-¿Y esas señoras son las ricas? -preguntó la lugareña a Manuel, muy preocupado.

-Sí.

-Parece que tienen cara de no haberse desayunado nunca. ¿Verdad, usted? -preguntó el aprendiz en serio.

-Ya vienen, ya vienen.

Se estrechó más la gente. Manuel tembló. Pasaron las infantas en sus coches, con los caballerizos a los lados; luego, los príncipes de Asturias.

-¡Ahí va Caserta! -se oyó decir.

Luego del coche de los príncipes vino otro vacío, después unos cuantos soldados de la Escolta Real y el rey, la reina y una infanta.

El rey saludaba militarmente, hundido en el coche, con el aire fatigado e inexpresivo.

La regente, rígida, miraba a la multitud con indiferencia, y sólo en los ojos de la infanta, de tez morena, había un relámpago de vida y alegría.

-Qué delgado está.

-Parece enfermo -se oía decir a un lado y a otro.

Pasó todo el cortejo; la masa de gente se hizo más permeable. Manuel pudo acercarse a la esquina de la calle Mayor, y en ella se encontró con el señor Canuto. Por el brillo de las mejillas le pareció que debía estar borracho.

-¿Qué hay? -le dijo Manuel-. ¿De dónde viene usted?

-De Barcelona.

-¿Ha visto usted a Juan?

-Ahí está, en la calle Mayor.

-¿No ha pasado nada?

-¿Te parece poco? Se ha acabado el reinado de María Cristina -dijo el señor Canuto en voz alta-. Esta buena señora tendrá muchas virtudes; pero lo que es suerte, no nos ha dado muy buena a los españoles. ¡Vaya un reinado! Miles de hombres muertos en Cuba, miles de hombres muertos en Filipinas, hombres atormentados en Montjuich, inocentes como Rizal fusilados, el pueblo muriéndose de hambre. Por todas partes sangre... miseria... ¡Vaya un reinado!...

Manuel abandonó al señor Canuto en su peroración y se dirigió a la esquina de la calle Mayor.

Juan estaba pálido y sin fuerzas, formando un grupo con Prats, Caruty y el Madrileño.

Estos dos últimos, borrachos, gritaban y escandalizaban.

-Vamos, tú -le dijo Manuel a Juan-. Esto se ha terminado.

Volvieron todos por la Puerta del Sol y se encontraron con el Libertario y con el señor Canuto.

-¿No decía yo que no pasaría nada? -dijo el Libertario sarcásticamente-. Yo no sé qué ilusiones os habíais hecho vosotros. Nada. Los terribles revolucionarios que iban a pedir cuenta al gobierno de los miles de hombres sacrificados en Cuba y Filipinas para sostener la monarquía, modelos de corrección y de sensatez, se han marchado de Madrid a derrochar su oratoria fanfarrona por los rincones de provincias.

Nada. Esto es la sociedad española, este desfile de cosas muertas ante la indiferencia de un pueblo de eunucos.

El Libertario tenía una exaltación fría.

-Aquí no hay nada -siguió diciendo burlonamente-;esto es una raza podrida; esto no es un pueblo; aquí no hay vicios ni virtudes, ni pasiones; aquí todo es m... -y repitió la palabra dos o tres veces-. Política, religión, arte, anarquismo, m... Puede ese niño abatido y triste recorrer su ciudad.

Lo puede hacer y puede andar, si quiere, a latigazos con esta morralla.

Ese rebaño de imbéciles no se incomodará.

-¡Tienes razón! -exclamó el señor Canuto.

En esto cruzó la Puerta del Sol, entre la gente, un batallón. Sonaban estrepitosamente los tambores, brillaban las bayonetas y los sables. Al llegar frente a la calle del Arenal la banda comenzó a tocar un pasodoble.

Se pararon.

-Aquí está la mili, como siempre, haciendo la pascua -dijo el señor Canuto.

Al pasar la bandera los soldados se cuadraban; el teniente decía:

¡Firmes!, y saludaba con el sable.

-El trapo glorioso -exclamó alto el señor Canuto-; el símbolo del despotismo y de la tiranía.

Un teniente oyó la observación y se quedó mirando al viejo amenazadoramente.

Caruty y el Madrileño intentaron cruzar por en medio de los soldados.

-No se puede pasar -dijo un sargento.

-Estos sorchis, porque visten con galones -dijo el Madrileño-, ya se figuran que son superiores a nosotros.

Pasó una bandera y dio la coincidencia de que se parara delante de ellos.

El teniente se acercó al señor Canuto:

-Quítese usted el sombrero -le dijo.

-¿Yo?

-Sí.

-No me da la gana.

-Quítese usted el sombrero.

-He dicho que no me da la gana.

El teniente levantó el sable.

-¡Eh, guardias! -gritó-. ¡Prendedle!

Un hombre bajito, de la policía secreta, se echó sobre el señor Canuto.

-¡Muera el ejército! ¡Viva la Revolución social! ¡Viva la Anarquía! -gritó el viejo, temblando de emoción y levantando el brazo en el aire.

Luego ya no se le vio; desapareció entre la multitud; unos polizontes se arrojaron sobre él; los guardias civiles metieron sus caballos entre la gente... Juan intentó ir en socorro del viejo; pero le faltaron las fuerzas, y se hubiera caído si no le hubiera agarrado Manuel. Éste fue sosteniéndole hasta sacarle de en medio del gentío. Pasaron entre los caballos y los coches amontonados en la Puerta del Sol. Juan iba poniéndose muy pálido.

-Ten fuerza un momento, ya vamos a salir -le decía Manuel.

Llegaron a la acera y tomaron un coche. Cuando pararon delante de su casa, en la calle de Magallanes, Juan estaba desmayado y tenía las ropas llenas de sangre.