Aurora roja/Parte III/II

I
Aurora roja
de Pío Baroja
II
III

II

Paseo de noche - Los devotos de santa Dinamita - El cerro del Pimiento


Había dicho el médico que Juan se encontraba enfermo de gravedad; le recomendó que estuviese el mayor tiempo posible al aire libre; casi todos los días que hacía bueno salía a pasear.

Juan tosía mucho; tenía grandes fiebres y sudaba hasta derretirse.

Mientras estuvo así, la Salvadora y la Ignacia no le dejaron salir de casa.

La Ignacia dijo que si sus amigos, los anarquistas, iban a visitarle, ella los despacharía a escobazos.

La Salvadora y la Ignacia cuidaban a Juan, le instaban para que descansara; no le dejaban trabajar.

A Manuel, entonces, se le ocurrió si la Salvadora estaría enamorada de su hermano. En este caso, él era capaz de marcharse de casa, decir que se iba a América y pegarse un tiro.

Tenía Manuel con esta idea una gran preocupación moral y se sentía inquieto. Si su hermano quería también a la Salvadora, ¿qué debía desear él? ¿Que viviese o no? Estas dudas y casos de conciencia le perturbaban.

Le obsesionaba la enfermedad de Juan, y cuando se libertaba de esta idea, le asaltaba la- otra, el temor por la marcha de la imprenta, o un miedo pueril por un peligro lejano.

Juan, a pesar de las recomendaciones del médico, no reposaba. Se había agenciado veinte o treinta libros anarquistas, y continuamente estaba leyendo o escribiendo. Se veía que ya no vivía mas que por su idea.

Sin decir a nadie nada, había vendido Los Rebeldes y el busto de la Salvadora, y el dinero lo había dado para la propaganda.

Manuel, muchas veces, en la calle, se encontraba con algunos obreros desconocidos, que se le acercaban tímidamente:

-¿Cómo está su hermano? -le preguntaban.

-Está mejor.

-Bueno, eso quería saber. ¡Salud! -y se marchaban.

-Mira -le dijo un día Juan a Manuel-, vete al Círculo del Centro y diles que mañana por la tarde iré a La Aurora, y que hablaremos.

Manuel fue a un Círculo que estaba próximo a la calle del Arenal. Una porción de gente, a quien no conocía, le preguntó por Juan; al parecer, tenían por él un gran entusiasmo. Vio al Libertario, al Madrileño y a Prats.

-¿Cómo está Juan? -le dijeron.

-Ya va mejor. Mañana os espera en la taberna.

-Bueno; ¿qué, te vas?

-Sí.

-Espera un momento -le dijo el Libertario.

Estaban discutiendo una huelga de canteros. Manuel se cansó de una discusión que para él no tenía interés y dijo que se marchaba.

-Nos iremos nosotros también.

Salieron con Manuel, Prats, el Libertario y el Madrileño.

Estos dos últimos tenían que andar siempre juntos mortificándose.

El anarquismo del catalán era, sobre todo, catalán, y Barcelona el modelo ideal de anarquismo, de industria, de cultura; en cambio, al Madrileño, bastaba que una cosa fuera catalana para que le pareciera mala.

-Allá no hay mas que pacotilla -decía el Madrileño-; desde los géneros de punto, hasta el anarquismo, todo es ful.

-Y aquí, ¿qué hay en este pueblo indecente? -replicó Prats-. Si esto debían convertirlo en cenizas.

-¿Aquí? Aquí hay la mar de sal

-Aquí... chistes es lo que saben hacer. ¡Cochina rasa!

-Dejad eso... -gritó el Libertario-. ¡Vaya unos anarquistas! Se pasan la vida discutiendo si valen más los castellanos o los catalanes. Y luego quieren que desaparezcan las fronteras.

Manuel se echó a reír.

Siguieron los cuatro por la calle del Arenal, atravesaron la Puerta del Sol y subieron por la calle de Preciados.

-Es que a mí me da asco lo que pasa aquí -dijo Prats-. Esto está muerto... En aquella época, en Barcelona, allá había alma... aunque éste no lo crea -y señaló al Madrileño; después siguió, dirigiéndose a Manuel:

-Había agitación, que es lo que se necesitaba; solíamos dar conferencias bíblicas, y teníamos reuniones en donde cada noche se explicaba un punto de las ideas libertarias. Nosotros les convencíamos a los estudiantes y a los hijos de los burgueses y les atraíamos a nuestro campo. Recuerdo en una reunión de éstas a Teresa Claramunt, embarazada, que gritaba furiosa: ¡Los hombres son unos cobardes! ¡Mueran los hombres! ¡Las mujeres haremos la revolución!

-Sí, fue una época de fiebre de todo el pueblo entero -dijo el Libertario.

-¡Sí fue! En todas partes se daban mítines de propaganda, se hacían bautizos anarquistas, matrimonios anarquistas, se mandaban proclamas a los soldados para que se indisciplinaran y no fueran a Cuba, y gritábamos en los teatros: ¡Muera España! ¡Viva Cuba libre!... Luego, ya hubo día en que las calles de Barcelona estuvieron dominadas por los anarquistas.

-¡Bah! -exclamó el Madrileño.

-Que lo diga éste.

-Sí, es verdad -contestó el Libertario-;hubo días en que los polizontes no se atrevieron a dar la cara a los anarquistas; en el Centro de Carreteros, en el Club de la Piqueta Demoledora y en algunos otros sitios, había bombas cargadas y botellas explosivas puestas en los armarios, a la vista de todos los socios y al servicio del que las pidiera.

-¡Qué barbaridad! -dijo Manuel.

-Y eran bonitas las bombas -añadió el Libertario-; había unas en forma de naranja, otras de pera, otras eran de cristal, redondas, con balas también de cristal, que pesaban muy poco.

-A todas les llamábamos corre-cames -repuso Prats-, lo que llaman aquí los chicos carretillas... ¿Te acuerdas -preguntó al Libertario- cuando pasábamos en grupos y nos saludábamos, gritando: ¡Salut y bombes d’Orsini!...? Un día nos comprometimos más de doscientos a entrar en la Rambla, un domingo por la tarde, echando bombas a un lado y a otro. -Y no hicisteis nada -dijo el Madrileño-. Pa mí que los catalanes son muy blancos para eso.

-¡Quiá, no! -replicó el Libertario-. Es gente templada.

-Sí, lo será -replicó el Madrileño-; pero yo te digo a ti que estuve en Barcelona trabajando cuando la bomba de Cambios Nuevos, y pude ver el valor tan decantado de los anarquistas catalanes. Empezaron a encerrar gente en Montjuich, y había que ver la jinda. Todos aquellos señoritos que se las echaban de terribles y que no les importaba la vida tres pepinos, empezaron a correr como liebres. Unos se metieron en Francia, otros se escondieron en el campo... y los que cayeron, todos o casi todos, renegaron de la idea: el uno era federal; el otro, librepensador; el otro, regionalista; pero anarquista, ninguno..., un hatajo de sinvergüenzas.

-No tienes razón -dijo el Libertario.

No, casi nada.

Siguieron bajando por la calle Ancha y se cruzaron con Caruty, que iba oliendo a éter, encogido, envuelto en un gabán desgarrado.

Caruty les saludó estrechándoles la mano con toda su fuerza. -Vengo de dejara Avellaneda -dijo-. Está un hombre admirable. Él se ha comprado un pequeño perro y unos dientes postizos. Hoy ya no tenía demasiado dinero y me ha dicho: «Vamos a cenar a la Bombilla». Hemos cenado, efectivamente; yo he recitado los versos de papá Verlaine, y él ha principiado los suyos; pero los dientes que venía de comprar le molestaban mucho, y al comenzar su poesía Los Desesperados, me ha dicho: «Espera un momento»; él se ha metido los dedos en la boca y ha agarrado la dentadura y la ha arrojado por la ventana, y ha seguido recitando sus versos. ¡pero, con un fuego, con una verva! ¡Y una dignitá en el ademán! Tiene una pose amplia ese hombre. Sí. Está un poeta admirable -dijo Caruty convencido.

Siguieron los cinco por la calle Ancha. Se detuvieron cerca de la casa de Manuel, delante de una fábrica. Por los ventanales se veía el local ancho, iluminado fuertemente, y los grandes volantes negros que giraban zumbando; los reguladores de Wat, de acero, unos con las bolas .muy separadas, otros con las bolas juntas, volteaban con rapidez.

-¿Te vas ya? -le dijo a Manuel el Libertario-. Hace una hermosa noche.

-¡Hombre! Entraré en casa a decir que se acuesten.

Subió rápidamente, sin hacer ruido, y pasó al comedor.

Voy a dar una vuelta -le dijo a la Salvadora.

-Bueno.

-¿Y Juan?

-Acostado.

-A cuéstate tú también.

Salió. Los cinco entraron por la calle de Magallanes, entre las dos tapias. Era una de esas noches negras, en las que no se ve dos pasos más allá. Hacía una temperatura suave, tibia. Al principio de la calle estrecha, la luz de un farol oscilaba con el viento y alumbraba el suelo lleno de piedras; luego, en la oscuridad, se divisaban vagamente las tapias y por encima las copas negras de los cipreses. Los alambres del telégrafo zumbaban misteriosamente.

-Una noche también muy negra -dijo el Libertario- fuimos en Barcelona al Tibidabo unos amigos, entre ellos Angiolillo. Los catalanes cantaban trozos de ópera de Wagner. Angiolillo empezó a cantar canciones napolitanas y sicilianas y le hicieron callar. Decían los catalanes que la música italiana era una porquería. Angiolillo calló; se apartó del grupo y cantó a media voz las canciones de su tierra. Yo me reuní con él. Íbamos por el monte, cuando de pronto, a lo lejos, oímos la marcha de Tanhauser, que entonaban los otros a coro. Había salido la luna llena. Angiolillo enmudeció, y en voz baja murmuró varias veces:

¡Oh, come é bello!

Llegaron los cuatro al cementerio de San Martín y se arrimaron a la verja; en la oscuridad, los altos cipreses se erguían majestuosos. Caruty habló de sus paseos con el papá Verlaine, borracho, por las calles de París; de las frases rotundas y brillantes de Laurent-Tailhade, y de sus conversaciones con Emilio Henry.

Aquél estaba un joven hombre terrible -exclamó Caruty-; solía ir a Londres por bombas y las llevaba a París, sin que lo notara nadie.

-Pero eso de poner bombas así es una barbaridad -dijo Manuel.

-Al terrorismo de Estado no hay más remedio que contestar con el terrorismo anarquista -exclamó el Libertario.

-Pero hay que confesar que los provocadores son siempre los anarquistas -replicó Manuel.

-No; no es cierto. El primer provocador ha sido el Gobierno.

-¿En España también?

-Sí; en España también.

-Pero yo creo que antes de los atentados no iban a comenzar la represión.

-Pues se comenzó -repuso el Libertario-. Cuando Lafargue, el yerno de Karl Marx, vino a España a pactar con Pi y Margall la formación del partido socialista obrero, Pi le contestó que la mayoría de los españoles que habían seguido la marcha de la Internacional estaban del lado de Baleunin. Y era verdad. Vino la Restauración y se trató de arrancar violentamente esta semilla revolucionaria. Ya con la Mano Negra, que no era mas que un comienzo de asociación obrera, el Gobierno cometió un sinfín de atropellos y quiso ver en ella una cuestión de bandolerismo...

Pasados bastantes años, vienen los sucesos de Jerez, se demuestra que Busiqui y el Lebrijano, que eran dos bárbaros que no se habían distinguido como anarquistas, ni como nada, habían asesinado a dos personas en una noche de alboroto, y se les agarrota; pero, al mismo tiempo que a ellos, se agarrota a Lamela y a Zarzuela, que eran anarquistas, pero que no tenían participación alguna en los asesinatos.

Se les mató porque eran propagandistas de la idea. El uno era corresponsal de El Productor, y el otro, de La Anarquía; los dos incapaces de matar a nadie, los dos inteligentes; por eso, más peligrosos para el Gobierno, cuyo fin era exterminar a los anarquistas. Pasan años y Pallás comete, para vengar a los de Jerez, el atentado de la Gran Vía. Fusilan a Pallás, y Salvador echa la bomba desde el quinto piso del Liceo. Se prende a una porción de anarquistas, y cuando iban a condenara Archs, Codina, Cerezuela, Sabat y Sogas, como culpables, encuentran a Salvador, el autor del atentado. Entonces, viendo que esos cinco anarquistas se les escapaban de entre las manos, ¿qué hace el Gobierno? Manda abrir nuevamente el proceso de Pallás, y, como cómplices, fusila a los cinco. Agarrotan a Salvador, y luego viene una cosa estupenda: la bomba de la calle de Cambios Nuevos, que cae desde una ventana, al final de una procesión. No la echan cuando pasan los curas ni el obispo, ni cuando pasa la tropa, ni cuando pasa la burguesía: la echan entre la gente del pueblo. ¿Quién la arrojó? No se sabe; pero seguramente no fueron los anarquistas; si alguien tenía interés entonces en extremar la violencia, era el Gobierno, eran los reaccionarios, y yo pondría las manos en el fuego apostando a que el que cometió aquel crimen tenía relación con la policía. Se consideró el atentado como un ataque a la fuerza armada; se proclamó el estado de sitio en Barcelona y se hizo un copo de todos los elementos radicales, que fueron a parar a Montjuich. Se fusiló a Molas, Alsina, Ascheri, Nogués y Más. De éstos, todos, menos Ascheri, eran inocentes. Después viene Miguel Angiolillo -concluyó diciendo el Libertario-, que había leído en los periódicos franceses lo que estaba pasando en Montjuich; oye a Enrique Rochefort y al doctor Betances, que achacaban la culpa de todo lo ocurrido a Cánovas, de quien decían horrores; llega a Madrid, aquí habla con algunos compañeros, le confirman lo dicho por los periódicos franceses; va a Santa Agueda, y mata a Cánovas... Esta ha sido la obra del Gobierno y la réplica de los anarquistas.

Manuel no podía comprobar si esta versión era cierta o no; tenía bastante confianza en el Libertario; pero podía estar engañado por sus entusiasmos de fanático.

-Yo lo que no puedo creer -dijo Manuel-, es que la policía haya llegado a producir un atentado sólo para extremar la represión.

-¡Pues si eso se ha visto aquí en pequeño! -exclamó el Madrileño-. Cuando el complot de la calle de la Cabeza... en lo de los Cuatro Caminos. Se puede decir que cuando en un Círculo de obreros anarquistas aparecen cartuchos de dinamita, proceden de la policía.

-¿Sí?

-Sí, hombre, sí -dijo el Libertario-. Ascheri, uno de los que fusilaron en Montjuich, había sido de la policía. Cuando un anarquista trabaja por su cuenta, nadie lo suele saber, ni aun sus compañeros muchas veces.

-Es verdad -dijo Prats-. Yo me acuerdo de Molás, uno de los que fusilaron en Montjuich, cuando hacía sus primeras pruebas con la dinamita. Molás era ladrón y solía vivir temporadas robando. Algunas veces pasaba mucho tiempo sin que se le viera. Yo una vez le dije: « ¿Qué haces?» «¿A ti qué te importa? ¡Yo trabajo por la causa!» -me contestó-. Una noche me dijo: «Anda, ven, si quieres, a ver lo que hago». Echamos a andar, y, ya por la mañana, llegamos a un sitio desierto, donde no había más que un tejar. Sacó de un agujero del suelo un tubo de hierro de una cañería. Por lo que me dijo, estaba cargado de dinamita. Arrimó el tubo al tejar, le puso una mecha, la encendió y echamos a correr.

Hubo una explosión formidable. Al volver no se veía mas que un agujero en el suelo; del tejar no quedaba ni rastro.

-¿Es que no sabían en Barcelona hacer bombas que estallaran al choque? -preguntó Manuel.

-No.

-Y luego, ¿cómo aprendieron?

-Un relojero suizo hizo las primeras, que pasaron de mano en mano como curiosidad -contestó Prats-; luego aprendieron a hacerlas los cerrajeros, y como los trabajadores de Barcelona son tan hábiles...

-¿Y la dinamita?

-Para eso todo el mundo tenía la receta. Luego no sé quién trajo un Indicador Anarquista con una porción de fórmulas.

-Un amigo mío -dijo el Madrileño-, que era mecánico, había escrito un catecismo para su hijo, y le examinaba al chiquillo delante de nosotros.

Recuerdo las primeras preguntas, que decían así: «¿Qué es la dinamita, niño?» «La dinamita es una mezcla de arena y de nitroglicerina, que se hace detonar por medio de la cápsula de un fulminante.» «¿Cómo se prepara la dinamita, niño?» «Se prepara primero la nitroglicerina, tratando la glicerina con una mezcla en frío, de ácido nítrico y de ácido sulfúrico, y luego se mezcla con una substancia inerte.» El chico sabía cómo se hacían todas las bombas y todos los explosivos. Cuando al padre lo llevaron a Montjuich, nos solía decir: «Yo no sé si me matarán; pero tengo un consuelo, que mi hijo sabe hacer dinamita.»

Se levantaron todos del banco, porque sentían frío. Comenzaba a amanecer. La luz fina y velada de la mañana iba filtrándose entre las nubes de un gris de estaño. Desde el repecho de la colina vieron la cavidad inmensa del Tercer Depósito, que estaban construyendo.

Siguieron después el Canalillo, con sus filas de chopos, sin hojas, al lado de la cinta de agua que brillaba y se curvaba en mil vueltas.

-Yeso de las órdenes del Comité Central de Londres, ¿es verdad? -preguntó Manuel.

-¡Quiá, hombre! Son leyendas -replicó el Libertario-. No ha habido nunca tales órdenes .

... Ya la claridad de la mañana se esparcía por la tierra, sembrada de hierba. El cielo se llenaba de nubes pequeñas y blancas, como vellones de lana, y en el fondo, cortando el horizonte, iba apareciendo el Guadarrama, orlado por la claridad del día.

Un labrador sembraba, marchando detrás del arado; sacaba el grano de una espuerta que le colgaba del cuello y echaba un puñado de semilla al aire, que brillaba un momento como una polvareda y caía en los surcos de la tierra oscura.

Caruty cantó una canción en argot campesino, en la que se llamaba ladrones y canallas a los propietarios. Después entonó la Carmañola Anarquista:

Ça ira, ça ira, ça ira, tous les bourgeois á la lanterne; ça ira, ça ira, ça ira, tous les bourgeois on les prendra;

y saltaba el hombre, exagerando los movimientos de una manera grotesca...

Había aclarado ya el campo; algún tinte de rosa brotaba del cielo; el Guadarrama iba apareciendo velado por nieblas alargadas y blancas; cerca surgía una como ciudad amurallada, con una tapia de ladrillos y casitas pequeñas de tejados rojos, con su iglesia en medio. Un sendero violáceo a la claridad de la mañana iba ondulando por el campo, hasta llegar a aquella aldea roja. Se acercaron a ella. Desde un altozano se veía el interior. En una de las casetas ponía: «Desinfección».

-Este es el hospital del Cerro del Pimiento -dijo el Libertario.

Siguieron adelante.

Salió el sol por encima de Madrid. La luz se derramó de un modo mágico por la tierra; las piedras, los árboles, los tejados del pueblo, las torres, todo enrojeció y fue dorándose poco a poco.

El cielo azul se limpió de nubes; el Guadarrama se despejó de nieblas; un pálido rubor tiñó sus cimas blancas, nevadas, de un color de rosa ideal. En los desmontes, algún rayo de sol vivo y fuerte, al caer sobre la arena, parecía derretirla e incendiarla.

Se metieron los anarquistas por una zanja y salieron al paseo de Areneros y siguieron adelante, hasta desembocar en la calle de Rosales.

El paisaje desde ella era espléndido. Sobre las orillas del río se extendía una niebla larga y blanca; los árboles de la Casa de Campo, enrojecidos por el otoño, formaban masas espesas de ocre y de azafrán; algunos chopos altos y amarillos, de color de cobre, heridos por el sol, se destacaban con sus copas puntiagudas entre el follaje verde oscuro de los pinos; las sierras lejanas se iban orlando con la claridad del día, y el cielo azul, con algunas nubes blancas, clareaba rápidamente... Se despidieron al llegar a la calle de Ferraz.

-Hay algo de loco en todos ellos -se dijo Manuel-. Habrá que separarse de esta gente.