Aurora roja/Parte II/VII

VI
Aurora roja
de Pío Baroja
VII
VIII

VII

Un paraíso en un Camposanto - Todo es uno y lo mismo


Bastante tiempo después de la partida de Jesús, una noche, desde casa de Manuel, se oyeron tiros.

-¿Qué habrá pasado? -se preguntaron todos.

-Quizá sean matuteros -dijo la Ignacia.

-También se ha dicho que andaban unos ladrones robando alambre del telégrafo -advirtió Manuel.

Pasados unos días, se supo que los guardias habían sorprendido a unos cuantos ladrones en el cementerio de la Patriarcal. Al huir, les echaron el alto, y viendo que no se paraban, dispararon. A los disparos, los merodeadores se detuvieron asustados, y los guardias prendieron al Corbata y al Rubio, y como no declaraban, les arrimaron a cada uno de ellos una paliza monumental, hasta que cantaron de plano.

Por la noche, al volver Manuel a casa, se encontró en la puerta con un hombre, cuya presencia le sobrecogió. Era Ortiz, el polizonte, vestido de paisano.

-¡Hola, Manuel! ¿Qué tal estás? -le dijo.

-Bien -contestó Manuel secamente.

-Ya sé que trabajas, que vas marchando. ¿Y la Salvadora?

-Está buena.

-¿Y Jesús?

-Ya hace unos días que no le hemos visto.

-¿Sabes que han robado en ese cementerio?

-No; no sabía nada.

-¿No habéis notado algo desde vuestra casa?

-No.

-Pues ya llevan mucho tiempo robando. Es raro que...

-No, no es raro; porque yo no me ocupo de lo que hacen los demás.

¡Adiós!

Y Manuel se metió en el portal.

-Si preguntan por aquí algo -le dijo Manuel a la Salvadora y a la Ignacia-, no digáis ni una palabra.

Todo el barrio se conmovió con la noticia. Se volvió a hablar de muertos robados, y se supieron detalles cómicos y macabros. Un larguero de mármol de una sepultura había ido a parar a una tienda de quesos; las letras de bronce de los nichos estaban en algunos escaparates de tiendas lujosas. Se dijo que Jesús y el señor Canuto eran los directores de la banda.

Por la noche, el jorobado le dijo a Manuel: -He tenido carta del señor Canuto. -¿Sí?, ¿dónde está?

-En Tánger, con Jesús; de buena se han escapado los dos.

-Pero robaban, ¿eh?

-Sí, hombre. Todo lo que podían. El señor Canuto vivía ahí hecho un príncipe. Ahora, yo, a los de la policía, les he dicho que no sabía nada.

Que averigüen ellos si pueden. El señor Canuto había convertido el cementerio en un paraíso.

-Sí, ¿eh?

-¡Ya lo creo! Tenía su cosecha de plantas medicinales que vendía a los herbolarias, y con las malvas su mujer hacía emplastos y bizmas. En una época, el señor Canuto y Jesús hicieron el suministro de caracoles para los ventorrillos, hasta que acabaron con todos los del cementerio. ¡Las cosas que no han pensado! ¡Qué puntos! En un charco tenían galápagos, y sanguijuelas en otro. Luego se les ocurrió poner conejos para criarlos y cogerlos a lazo, pero se les escapaban por los agujeros de los nichos.

¡Si llevaban una vida pistonuda! ¿Que no tenían dinero? Pues, ¡hale!, desenterraban un ataúd, y vendían todo lo que encontraban. Dos días después, un domingo por la tarde, fue el juzgado al cementerio, y Ortiz llamó a Manuel y a Rebolledo para que les acompañara.

No se notaba la devastación llevada a cabo por el señor Canuto y Jesús; el cementerio, de por sí, se encontraba ya bastante arruinado. En algunos puntos, la tierra estaba removida; cerca de un pozo se advertían aún los cuadros de hortalizas labrados por el señor Canuto, y en ellos la hierba era más verde y jugosa.

El juez hizo algunas preguntas a Rebolledo, que le contestó con su gran habilidad. Juntos recorrieron el cementerio. Estaba todo talado, las sepulturas rotas, las lápidas de los nichos arrancadas. Reinaba en los patios un gran silencio.

De los techos de las galerías colgaban trozos de cascote, sostenidos por cañas y tomizas podridas. En las paredes, debajo de las arcadas, aparecían los nichos abandonados y rotos, cubiertos de polvo. Pendían de un clavo coronas de siemprevivas, de las que no quedaba mas que su armazón; aquí se veían cintajos y lazos deshechos; allá, una fotografía descolorida cubierta con un cristal convexo, un ramo arrugado y seco, o el juguete de algún niño.

Por un corredor oscuro, una verdadera catacumba, repleta a un lado y a otro de nichos, salieron al segundo patio.

Era éste tan ancho como una plaza; una pradera salvaje, limitada por ruinosos tapiales.

El hombre había convertido un trozo del yermo madrileño en un jardín frondoso; de un erial desnudo había hecho un parque dedicado a la silenciosa muerte; la naturaleza conquistó el parque y lo transformó, fecundándolo, con su lluvia de gérmenes en un mundo vivo; con una selva espesa, poblada de matorrales, de zarzas, de plantas parásitas, de espinas, de flores silvestres, de pájaros y de mariposas.

Ya no quedaban allí avenidas, ni paseos, ni plazoletas; los hierbajos borraron lentamente toda huella humana.

Ya no quedaban arbustos, ni mirtos recortados: las ramas crecían con libertad; ya no quedaba silencio: los pájaros piaban en los árboles. junto a las tapias, entre el follaje tupido y verde, brillaban las campanillas purpúreas de las digitales, y las rosas menudas de algún rosal silvestre.

Rodeadas de malezas y de zarzas, medio ocultas por los jaramagos y las ortigas, se veían las lápidas de mármol, blancas, rotas, y las de piedra, carcomidas y verdeantes por los musgos. En algunas partes, el follaje era tan espeso, que las tumbas desaparecían, envueltas en plantas trepadoras, entre grandes cardos espinosos y yezgos de negras umbelas.

Del fondo de algunos nichos brotaban florecillas tristes, rojas y azules, y junto a sus tallos y a sus hojuelas verdes se veían pedazos de ataúdes, restos de la estameña de los hábitos y del traje blanco de los niños.

En las paredes, en los huecos de las piedras de la vieja tapia derruida, corrían, al sol, las lagartijas y las salamandras.

Algunos arbolillos enclenques, debilitados por las hierbas parásitas, nacían en medio de aquella selva, y de sus brazos desgajados, por entre su ramaje podrido, salían pájaros de colores que volaban como flechas por el aire de invierno, ligero y sutil...

De este patio pasaron a otro que daba hacia una explanada frontera al Tercer Depósito. Llegaba hasta allá el rumor de los organillos de los merenderos próximos; zumbaban los alambres del telégrafo al ser movidos por el viento, y, a veces, se oía el cacareo de algún gallo o el silbido de un tren.

Unas vacas rojas pastaban en aquellos campos.

-¿Y esas vacas? -preguntó el juez.

-Son de una vaquería de la calle de Magallanes -dijo el conserje.

-Este terreno, ¿no pertenece al cementerio?

-Sí; pero lo tiene arrendado el cura. Ya hace mucho tiempo que no se entierra aquí.

-El cura también es un punto -dijo Rebolledo a Manuel-; se ha llevado las puertas de hierro de la capilla a una posesión suya. Volvieron el juez y el actuario a reconocerlo todo de nuevo, y al caer la tarde se retiraron.

Manuel, Ortiz y Rebolledo salieron los últimos.

Iba anocheciendo; un aire de tristeza y de ruina llenaba el cementerio; a lo lejos de las hierbas húmedas, de color de esmeralda, brotaban ligeras neblinas.

Ortiz se acercó a Manuel.

-¿Sabes? -le dijo-, ya le cogimos al Bizco.

-¿Sí? ¿Cuándo?

-Hará unos meses. No te puedes figurar quién me ayudó a cogerlo.

-No.

-Un amigo tuyo.

-¿Quién?

-El Titiritero... aquel viejo.

-¿Don Alonso?

-Sí. Había entrado en la policía.

-¿Y sigue ahí?

-No; creo que murió.

-¡Pobre! ¿Y el Bizco?

-El Bizco tiene para rato. Probablemente le condenarán a muerte.

-¿No le han juzgado todavía?

-No. Si quieres verle...

-¡Yo! ¿Para qué?

-Al fin y al cabo ha sido amigo tuyo.

-Es verdad. ¿Y cuándo le juzgarán?

-Dentro de unos días. En los periódicos lo podrás ver.

-Quizá vaya. ¡Adiós!

-¡Adiós! Si vas, avísame.