Aurora roja/Parte I/VI
VI
En los días anteriores a la apertura de la Exposición, Juan no apareció por casa de Manuel. Pintores y escultores se pasaban la vida de café en café, discutiendo y, sobre todo, intrigando. Juan estaba asqueado al verse en aquel ambiente de miserias, de ruindades, de bajas maquinaciones.
Su grupo, Los Rebeldes, mal colocado en el salón adrede, apenas se veía. El retrato de la Salvadora estaba en mejor sitio y había causado efecto; los periódicos hablaban de Juan; uno del jurado le había dicho que él le votaría para una segunda medalla; pero como todas estaban comprometidas, no le podrían dar mas que una tercera. Juan le contestó que hiciesen en conciencia lo que les pareciese; pero el del jurado le advirtió que le dijera si iba o no a aceptar la tercera medalla, porque, en el caso de no aceptarla, se la darían a otro.
Juan sintió deseos de rechazarla; pero esto pensó que indicaría que estaba mortificado, y la aceptó.
-¿Cuánto te dan por eso? -le preguntó Manuel.
-Mil pesetas.
-Entonces, haces bien en aceptar. Los periódicos dicen que tus estatuas son de lo mejor de la Exposición; para la gente has obtenido un triunfo. Ahora te dan ese dinero. Tómalo.
-¡Psch!
-Si no lo quieres, dámelo a mí; esas pesetas me podrían hacer el gran avío.
-¿A ti? ¿Para qué?
-Hombre, tengo ya desde hace tiempo la idea de tomar una imprenta en traspaso.
-¿Pero vives mal así?
-No.
-Tantas ganas tienes de ser propietario?
-Todo el mundo quiere ser propietario.
-Yo, no.
-Pues yo, sí; me gustaría tener un solar, aunque no sirviera para nada, sólo para ir allá y decir: esto es mío.
-No digas eso -replicó Juan-; para mí ese instinto de propiedad es lo más repugnante del mundo. Todo debía ser de todos.
-Que empiecen los demás dando lo que tienen -dijo la Ignacio terciando en la conversación.
-Nosotros no tenemos que arreglar nuestra conducta con la de los demás, sino con nuestra propia conciencia.
-¿Pero es que la conciencia le impide a uno ser propietario? -preguntó Manuel.
-Sí.
-Será la tuya, chico; la mía no me lo impide. Yo, entre explotado o explotador, prefiero ser explotador; porque eso de que se pase uno la vida trabajando y que se imposibilite uno y se muera de hambre...
-No tiene uno derecho al porvenir. La vida viene como viene, y sujetarla es una vileza.
-Pero, bueno, ¿qué me quieres decir con esto, que no me darás el dinero?
-No, el dinero te lo llevas, si es que me dan la medalla; lo que te digo es que no me gusta esa tendencia tuya de hacerte burgués. Vives bien...
-Pero puedo vivir mejor.
-Bueno; haz lo que quieras.
La Salvadora y la Ignacia no compartían las ideas de Juan; al revés, sentían de una manera enérgica el instinto de propiedad.
A consecuencia de esta conversación, se despertaron nuevamente los planes ambiciosos de Manuel. La Salvadora y la Ignacia le instaron para que estuviese a la mira por si salía alguna imprenta en traspaso, y pocos días después le indicaron una anunciada en un periódico.
Manuel fue a verla; pero el amo le dijo que ya no la quería traspasar. En cambio, supo que un periódico ilustrado vendía una máquina nueva y tipos nuevos por quince mil pesetas.
Era una locura pensar en esto; pero la Salvadora y la Ignacia le dijeron a Manuel que fuera a verla y que propusiera al amo comprarla a plazos. Hizo esto Manuel; la máquina era buena; tenía un motor eléctrico moderno, y los tipos eran nuevos; pero el amo no se avenía a cobrar en plazos.
-No, no -le dijo-; soy capaz de rebajar algo el precio; pero el dinero lo necesito al contado.
Entre la Salvadora y la Ignacia tenían tres mil pesetas, podían contar con las mil de la medalla de Juan; pero esto no era nada.
-Qué le vamos a hacer -dijo Manuel-; no se puede..., paciencia.
-Pero la máquina, ¿es buena? -preguntó la Salvadora.
-Sí; muy hermosa.
-Pues yo no dejaría eso así -dijo la Salvadora.
-Ni yo tampoco -repuso la Ignacia.
-¿Y qué voy a hacer?
-¿No tienes ese amigo inglés que vive en el Hotel de París?...
-Sí; pero...
-¿No te atreves? -preguntó la Ignacia.
-Pero ¿cómo me va a dar quince mil pesetas?
-Que te las preste. Con probar nada se pierde. El «no», lo llevas contigo.
A Manuel no le hizo ninguna gracia la cosa; dijo que sí, que iría a ver a Roberto, pensando que se les olvidaría la idea; pero al día siguiente las dos volvieron a la carga.
Manuel pensó hacer como que iba al hotel y decirles a ellas que no estaba Roberto en Madrid; pero la Ignacia se le adelantó y se enteró de que no se había marchado.
Manuel fue a ver a su amigo de muy mala gana, deseando encontrar algún pretexto para aplazar indefinitivamente la visita o que le dijeran que no le podía recibir; pero al entrar en la puerta del hotel se encontró con Roberto.
Estaba dando órdenes a un criado. Parecía más fuerte, más hombre, con un gran aplomo en los movimientos.
-¡Hola, ilustre golfo! -le dijo al verle-. ¿Cómo estás?
-Bien, ¿y usted?
-Yo, admirablemente... ya me he casado.
-¿Sí?
-Estoy en camino de ser padre.
-¿Y el proceso?
-Terminó.
-¿A favor de usted?
-Sí; ya no falta más que la resolución de unos expedientes.
-Y la señorita Kate, ¿está aquí?
-No; en Amberes. ¿Venías a buscarme? ¿Qué me querías?
-Nada; verle.
-No; tú venías a algo.
-Sí; pero, la verdad, vale más que no se lo diga a usted, porque es una tontería.
-No, hombre; dilo.
-Son cosas de mujeres. Ya sabe usted que soy cajista, y mi hermana y otra muchacha que vive conmigo están empeñadas en que me debo establecer... Y ahora se puede comprar una máquina nueva y tipos también nuevos...; y no tengo dinero bastante para eso...; y ellas me han empujado para que le pida a usted el dinero.
-¿Y cuánto se necesita para eso?
-Piden quince mil pesetas; pero pagándole al contado al dueño, rebajaría mil o quizás dos mil.
-¿De manera que necesitas unas trece o catorce mil pesetas? -Eso es; yo ya me figuro que usted no podrá dar ese dinero... Ahora, perder no se puede perder gran cosa. Porque usted podría ser el socio capitalista, y se ensayaba...; que a los dos años, por ejemplo, no daba resultado, pues se vendía la máquina y las cajas con mil o dos mil pesetas de pérdida, y la pérdida la pagaba yo.
-Pero, además, hay que abonar los gastos de instalación en la nueva imprenta, de traslado, ¿verdad?
-No; de eso me encargaría yo.
-¿Tienes dinero, eh?
-Unas cuatro mil pesetas.
-De manera que me propones ser tu socio capitalista, ¿no es eso?
-Sí.
-¿Qué ganaré yo? ¿La mitad de los ingresos?
-Eso es.
-¿Después de descontados vuestros jornales?
-Le va a quedar a usted muy poco.
-No importa; acepto.
-¿Acepta usted? -dijo Manuel en el colmo del asombro.
-Sí, seré tu socio. Dentro de unos años pondremos una gran casa editorial, para ir descristianizando España. Vamos a ver al dueño de la máquina.
Tomaron un coche y se hizo la compra. Se especificó el número de letras y de casilleros; Roberto cogió el recibo, pagó y le dijo a Manuel:
-Ya me dirás dónde nos trasladamos. ¡Adiós! Tengo mucho que hacer.
Manuel se despidió de la imprenta donde trabajaba y se fue a su casa.
Ya era un burgués, todo un señor burgués.
Tuvo grandes dificultades la instalación de la imprenta. El dueño de la máquina dijo que él ya no necesitaba el local, y Manuel tuvo que pagarlo mientras buscaba otro. Después de andar mucho, llegó a encontrar una tienda a propósito para imprenta en la calle de Sandoval. Tenía prisa de instalarse cuanto antes y se arregló con los albañiles para que hicieran las obras necesarias en un mes. Pero los albañiles tardaron más de lo convenido y tuvo que pagar los alquileres de las dos casas. Por más que Manuel vigilaba y atendía a los menores detalles, no podía evitar el robo; las obras le costaron un dineral; entre la portada, la muestra y los arreglos del interior, se fueron las tres mil pesetas. Lo único barato fue la instalación eléctrica, que la hizo Perico Rebolledo.
Luego había que hacer una porción de diligencias, había que pedir permiso en el Ayuntamiento para las cosas más fútiles, y Manuel andaba hecho un zarandillo de un lado a otro.
Tras de muchas dilaciones y contratiempos, pudo trasladar la máquina y las cajas, y notó que le habían robado casi la mitad de la letra.
El motor eléctrico hubo que componerlo. Por fin, se arregló todo; pero no había trabajo. La Ignacia se lamentaba de que su hermano hubiese perdido su buen jornal; la Salvadora, siempre animosa, confiaba que vendría trabajo, y Manuel se pasaba las horas en la imprenta, flaco, triste, irritado.
Hizo anuncios, que repartió por todas partes, pero los encargos no venían.