Aurora roja/Parte I/II
II
Manuel había llegado a encarrilarse, a reglamentar su trabajo y su vida. El primer año, la amistad de Jesús le arrastró en algunas ocasiones. Luego dejaron de vivir juntos. La Fea se casó con el Aristón, y la Ignacia, la hermana de Manuel se quedó viuda. La Ignaciano tenía medios de ganarse la vida; lo único que sabía era lamentarse, y con sus lamentaciones convenció a su hermano de que viviera con ella.
La Salvadora se fue con la Fea, a la que consideraba como su hermana; pero, a los pocos días, salió de la casa porque Jesús no la dejaba a sol y a sombra, empeñado en convencerla de que tenía que amontonarse con él. Entonces, la Salvadora fue a vivir con Manuel y con la Ignacia. Pactaron que ella daría una parte a la Ignacia, para la comida de su hermano y la suya. Buscaron casa y la encontraron en la calle de Magallanes que, además de ser barata, estaba cerca del taller donde trabajaba Manuel.
Al poco tiempo, ya no se hicieron cuentas aparte. La Salvadora fue la depositaria del dinero, y la Ignacia, la que llevaba el peso de la casa y hacía la comida, mientras lanzaba quejas contra el destino adverso.
Con el objeto de librarse de la explotación de los camiseros, la Salvadora y la Fea habían puesto, entre las dos, una tienda de confecciones de ropas para niños en la calle del Pez. La Salvadora iba todas las mañanas a la tiendecilla, y por la tarde trabajaba en casa. Luego se le ocurrió que podría aprovechar estas horas dando lecciones de bordado, y no se descuidó; puso su muestra en el balcón, y, al cabo de cuatro o cinco meses, iban, por la tarde, cerca de veinte chiquillas con sus bastidores a aprender a bordar.
Este trabajo, de día en el taller, por la tarde en la escuela y de noche en casa, y la falta de sueño, tenían a la muchacha flaca y con grandes ojeras. No recordaba lo que había sido de niña; su carácter se había dulcificado de tal manera, que estaba desconocida; lo único que persistía en ella era su amor al trabajo. A los veinte años, la Salvadora era una muchacha alta, esbelta, con la cintura que hubiera podido rodear una liga, y la cabeza pequeña.
Tenía la nariz corta, los ojos oscuros, grandes, el perfil recto y la barbilla algo saliente, lo que le daba un aspecto de dominio y de tesón.
Se peinaba dejándose un bucle que le llegaba hasta las cejas y le ocultaba la frente, y esto contribuía a darle un aire más imperioso.
Por la calle llevaba siempre un ceño de mal humor, pero cuando hablaba y sonreía variaba por encanto.
Su expresión era una mezcla de bondad, de amargura y de timidez que despertaba una profunda simpatía; su risa le iluminaba el rostro; pero, a veces, sus labios se contraían de una manera tan sarcástica, tan punzante, que su sonrisa entonces parecía penetrar como la hoja de un cuchillo.
Aquella cara tan expresiva, en donde se transparentaba unas veces la ironía y la gracia; otras, como un sufrimiento lánguido, contenido, producía a la larga un deseo vehemente de saber qué pasaba dentro de aquella cabeza voluntariosa. La Salvadora, como casi todas las mujeres enérgicas y algo románticas, era entusiasta de los animales; con ella la casa, al cabo de algún tiempo, parecía un arca de Noé. Había gallinas, palomas, unos cuantos conejos en el corral, dos canarios, un verderón y un gatito rojo, que se llamaba Roch.
Algunas veces Manuel, cuando salía pronto de la imprenta, bajaba por la calle Ancha y esperaba a la Salvadora. Pasaban las modistas en grupos, hablando, bromeando, casi todas muy peripuestas y bien peinadas; la mayoría, finas, delgaditas, la cara indicando la anemia, los ojos maliciosos, oscuros, verdes, grises; unas con mantilla, otras de mantón, y sin nada a la cabeza. En medio de algún grupo de éstos solía aparecer la Salvadora: en invierno, de mantón; en verano, con su traje claro, la mantilla recogida y las tijeras que le colgaban del cuello. Se destacaba del grupo de sus amigas y se acercaba a Manuel, y los dos juntos marchaban calle arriba, hablando de cosas indiferentes, algunas veces sin cambiar una palabra.
A Manuel le halagaba que supusieran que la Salvadora era su novia, y constituía para él un motivo de orgullo verla acercarse y ponerse a su lado y notar las miradas maliciosas de las amigas.
A los dos años de estar Manuel instalado en la calle de Magallanes, los Rebolledos alquilaron el piso bajo de la casa. El jorobado fue quien arregló la barbería y el taller de su hijo. Se encontraban, los dos en auge; el barbero se había transformado en peluquero, y su Barbería Antiséptica de la tapia del Rastro se llamaba en la calle de Magallanes La Antiséptica, peluquería artística. Perico Rebolledo estaba hecho un hombre. Después de pasar tres años con un ingeniero electricista, había aprendido tal número de cosas, que Rebolledo padre no se atrevía ya a discutir con él para no demostrar su ignorancia.
El jorobado experimentaba una mezcla de orgullo y de envidia; sólo discutiendo con su hijo sentía más la envidia que otra cosa; pero, en presencia de extraños, los elogios que se hacían de Perico le llenaban de orgullo y de júbilo.
Siempre que podía, el jorobado dejaba su barbería en manos de un mancebo, chato como un rodaballo, con menos frente que un chimpancé, con los pelos pegados y llenos de cosméticos; y entraba en el taller.
-¡Si uno no tuviera que estar rapando barbas! -murmuraba melancólicamente.
Cuando cerraba la barbería era cuando el hombre se encontraba a sus anchas. Miraba y remiraba lo que hacía Perico, y encontraba defectos en todo. Como no había llegado a comprender, por falta de nociones de matemáticas, la manera de resolver problemas en el papel, se refugiaba para demostrar su superioridad en los detalles, en las cosas que exigían habilidad y paciencia.
-Pero, chico, esto no está bien limado. Trae esa lima, hombre; no sabéis hacer nada.
Perico le dejaba hacer.
El jorobado había encontrado la manera de que el contador de la luz eléctrica marcara al revés, o no marcara, y hacía un gasto de fluido tremendo.
Muchas veces, la Ignacia, la Salvadora y Manuel, después de acostar al chico, bajaban al taller. Manuel hablaba de la imprenta y de las luchas de los obreros; la Salvadora de su taller y de las chicas de su escuela; Perico explicaba sus proyectos, y el jorobado jugaba al tute con la Ignacia o dejaba volar su imaginación.
En el invierno crudo, unos días el jorobado y otros la Ignacia, llenaban un brasero de cisco y alrededor solían pasar la velada. Algunas noches se oía en la ventana un golpecito suave; salía la Ignacia a abrir, se oían pasos en el portal, y entraba el señor Canuto, envuelto en su parda capa, con la gorra de pelo hasta las orejas y una pipa corta entre los dientes.
-¡Fresco, fresco! -decía, frotándose las manos-. Buenas noches a todos.
-¡Hola, señor Canuto! -contestaban los demás.
-Siéntese usted -le indicaba el jorobado.
Se sentaba el hombre, y terciaba en el juego.
Luego había una pregunta que todas las noches se la hacían maliciosamente.
-¿Y de historias, qué hay, señor Canuto?
-Nada; murmuraciones, nada -replicaba él-. Cuchichí, chuchachá..., cuchichear.
Sonreían los circunstantes, y a veces la Salvadora no podía contener la carcajada.
El señor Canuto, el veterinario, era un tipo raro, un tanto misántropo, que vivía en una casilla del cementerio de la Patriarcal.
Había sido anarquista militante y murguista, pero hacía ya mucho tiempo que no practicaba ni una cosa ni otra. Este hombre no leía libros, ni periódicos, ni nada, y, a pesar de esto, sabía muchas cosas; había llegado a formar en su cabeza una verdadera enciclopedia de conocimientos caseros, y como tenía un ingenio recatado y sagaz, todo lo que oía lo guardaba en su memoria; después discurría acerca de las cosas oídas, las estudiaba desde todos sus puntos de vista y sacaba sus consecuencias; así es que encontraba en sus paseos solitarios soluciones para todos los problemas humanos, aun los más trascendentales y abstrusos. Su individualismo era tan feroz, que hasta el lenguaje lo había transformado para su uso particular.
Cuando murmuraba por lo bajo:
-¡Teorías, alegorías, chapucerías! -era que lo que le contaban le parecía una cosa desdichada y absurda.
En cambio, cuando aseguraba:
-Eso reúne..., pero que reúne mucho -era que estaba satisfecho.
Ahora, cuando llegaba a decir:
-Na, que ese gachó ha echado el sello y que va coayugando -era que para él no se podía hacer mejor una cosa.
Además de transformar la significación y el sentido de las palabras, para hacerlas más incomprensibles, las cortaba. Así, el depen, era el dependiente; el coci, el cocido; la galli, la gallina, y no se contentaba con esto, sino que muchas veces daba a las palabras una terminación cualquiera, y decía: el depen... dista, la galli... menta, el coci... mento y el burg... ante, en vez de burgués.
El señor Canuto era amigo íntimo de Rebolledo. El uno decía del otro:
-Es de los pocos hombres de inteligencia que hay en España.
En general, estas tertulias se suspendían en el verano para tomar el fresco.
Algunas noches de julio y de agosto iban al bulevar de la calle de Carranza, y allí refrescaban con horchata o limón helado, y para las once u once y media estaban en casa.
Verano e invierno, la vida de las dos familias transcurría tranquilamente, sin disputas, sin grandes satisfacciones; pero también sin grandes dolores.