Atalaya de la vida humana/Libro III/V

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Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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Deja Guzmán de Alfarache los estudios, vase a vivir a Madrid, lleva su mujer y salen de allí desterrados


Pues de bachiller en teología salté a maestro de amor profano, ya se supone que soy licenciado, y como tal podré con su buena licencia decir lo que conozco dél, y como tan buen praticante suyo. Si lo quisiésemos difinir, habiendo tantos dicho tanto, sería volver a repetir lo millares de veces dicho. Es el amor tan todo en todo, tan contrario en sus efectos, que, aunque más dél se diga, quedará menos entendido; empero diremos dél algo con los muchos. Es amor una prisión de locura, nacida de ocio, criada con voluntad y dineros y curada con torpeza. Es un exceso de codicia bestial, sutilísima y penetrante, que corre por los ojos hasta el corazón, como la yerba del ballestero, que hasta llegar a él, como a su centro, no para. Huésped que con gusto convidamos y, una vez recebido en casa, con mucho trabajo aun es dificultoso echarlo della. Es niño antojadizo y desvaría, es viejo y caduco, es hijo que a sus padres no perdona y padre que a sus hijos maltrata. Es dios que no tiene misericordia, enemigo encubierto, amigo fingido, ciego certero, débil para el trabajo y como la muerte fuerte. No tiene ley ni guarda razón. Es impaciente, sospechoso, vengativo y dulce tirano. Píntanlo ciego, porque no tiene medio ni modo, distinción o elección, orden, consejo, firmeza ni vergüenza, y siempre yerra. Tiene alas por su ligereza en aprehender lo que se ama y con que nos lleva en desdichado fin. De manera que sólo aquello que a ciegas aprueba, con ligereza lo solicita y alcanza. Y siendo sus efectos tales, para la ejecución dellos quiere que falte paciencia en esperar, miedo en acometer, policía en hablar, vergüenza en pedir, juicio en seguir, freno en considerar y consideración en los peligros.
Amé con mirar y tanta fue su fuerza contra mí, que me rindió en un punto. No fue necesario transcurso de tiempo, como algunos afirman y yerran. Porque como después de la caída de nuestros primeros padres, con aquella levadura se acedó toda la masa corrompida de los vicios, vino en tal ruina la fábrica deste reloj humano, que no le quedó rueda con rueda ni muelle fijo que las moviese. Quedó tan desbarat[ad]o, sin algún orden o concierto, como si fuera otro contrario en ser muy diferente del primero en que Dios lo crió, lo cual nació de la inobediencia sola. De allí le sobrevino ceguera en el entendimiento, en la memoria olvido, en la voluntad culpa, en el apetito desorden, maldad en las obras, engaño en los sentidos, flaqueza en las fuerzas y en los gustos penalidades. Cruel escuadrón de salteadores enemigos, que luego cuando un alma la infunde Dios en un cuerpo, le salen al encuentro pegándosele, y tanto, que con su halago, promesas y falsas apariencias de torpes gustos la estragan y corrompen, volviéndola de su misma naturaleza. De manera que podría decirse del alma estar compuesta de dos contrarias partes: una racional y divina y la otra de natural corrupción. Y como la carne adonde se aposenta sea flaca, frágil y de tanta imperfeción, habiéndolo dejado el pecado inficionado todo, vino a causar que casi sea natural a nuestro ser la imperfeción y desorden. Tanto y con tal extremo, que podríamos estimar por el mayor vencimiento el que hace un hombre a sus pasiones. Mucha es la fortaleza del que puede resistirlas y vencerlas, por la guerra infernal que se hacen siempre la razón y el apetito. Que, como él nos persuade con aquello que más conforma con la naturaleza nuestra, con lo que más apetecemos, y esto sea de tal calidad que nos pone gusto el tratarlo y deseo en el conseguirlo; y por el contrario, la razón es como el maestro, que, para bien corregirnos, anda siempre con el azote de la reprehensión en la mano, acusándonos lo mal que obramos: hacemos como los niños, huimos de la escuela con temor del castigo y nos vamos a las casas de las tías o de los abuelos, donde se nos hace regalo.

Desta manera siempre o las más veces queda, que no debiera, la razón avasallada de nuestro apetito. El cual, como tiene ya sobre nosotros adquirida tanta posesión y señorío, siendo el del torpe amor tan vehemente, tan poderoso, tan proprio de nuestro ser, tan uno y ordinario nuestro, tan pegado y conforme a nuestra naturaleza, que no es más propria la respiración o el vivir, síguese de necesidad ser lo más dificultoso de reprimir y el enemigo más terrible y el que con mayor poder y fuerzas nos acomete, asalta y rinde. Y aunque sea notoria verdad que teniendo la razón, como tiene, su antiguo y preeminente lugar, suele algunas veces impedir con su mucha sagacidad y valor que una repentina vista -aunque traiga pujanza de causas poderosas que la favorezcan a el mal- pueda con facilidad robar de improviso la voluntad, sacando a un hombre de sí; empero, por lo que tengo dicho, como el apetito y voluntad sean tan certeros, tan señores y enseñados a nunca obedecer ni reconocer superior, es facilísimo que, teniéndolos amor de su parte, haga cualesquier efectos, de la manera y según que mejor le pareciere. Y también porque siendo, como lo es, todo bien apetecible de su misma naturaleza y todo lo que se obra es en razón del bien que se nos representa o hallamos en ello, siempre deseamos conseguirlo, llegándolo a nosotros. Y si nos fuese posible, querríamos con el mismo deseo convertirlo en sustancia nuestra.

Resulta desto no ser forzoso ni necesario para que uno ame que pase distancia de tiempo, que siga discurso ni haga elección; sino que con aquella primera y sola vista concurran juntamente cierta correspondencia o consonancia, lo que acá solemos vulgarmente decir una confrontación de sangre, a que por particular influjo suelen mover las estrellas. Porque, como salen por los ojos los rayos del corazón, se inficionan de aquello que hallan por delante semejante suyo, y volviendo luego al mismo lugar de donde salieron, retratan en él aquello que vieron y codiciaron. Y por parecerle a el apetito prenda noble, digna de ser comprada por cualquier precio, estimándola por de infinito valor, luego trata de quererse quedar con ella, ofreciendo de su voluntad el tesoro que tiene, que es la libertad, quedando el corazón cativo de aquel señor que dentro de sí recibió. Y en el mismo instante que aqueste bien o aquesta cosa que se ama, se considera luego que aplica el hombre su entendimiento a tenerlo por sumo bien, deseándolo convertir en sí, se convierte en él mismo.
Síguese desto que aquellos mismos efetos que puede causar por largos tiempos, ganándose por continuación o trato, también se puedan causar en el instante que se causa esta complacencia del bien que nos figuramos. Porque como no sabemos o, por hablar lenguaje más verdadero, no queremos irnos a la mano y, por la corrupción de nuestra naturaleza, flaqueza de la razón, cativerio de la libertad y débiles fuerzas, deslumbrados desta luz, vamos desalados, perdidos y encandilados a meternos en ella, pareciéndonos decente y proprio rendirnos luego, como a cosa natural, y tanto, como lo es la luz del sol, el frío de la nieve, quemar el fuego, bajar lo grave o subir a su esfera el aire, sin dar lugar a el entendimiento ni consentir a el libre albedrío que, gozando de sus previlegios, usen su oficio, por haberse sujetado a la voluntad, que ya no era libre, y en cambio de contrastarla, le dan armas contra sí. Esto mismo le sucede a la razón y entendimiento con la misma voluntad. Que, cuando en la primera edad, en el estado de inocencia, eran señores absolutos los que gobernaban con sujeción y tenían en paz toda la fábrica, quedaron esclavos obedientes después del primer pecado y por ministros de aquella tiranía; luego son favorecidos del ciego y depravado entendimiento y, sedientos de su antojo, se abalanzaron de pechos por el suelo a beber las aguas de sus gustos; corren como halcones con capirotes ya por lo más levantado de los aires, ya por lo espeso de los bosques, no conociendo el venidero peligro ni temiendo el daño cierto. Así nunca reparan en distancia de tiempo que se les ponga delante, por la cual causa es el amor impaciente y hizo tales efectos en mí.

Volvíme a casar segunda vez muy con mi gusto y tanto, que tuve por cierto que nunca por mí se comenzara el tocino del paraíso y que fuera el hombre más bienaventurado de la tierra. Nunca me pasó por la imaginación considerar entonces que aquel sacramento lo debiera procurar para sólo el servicio y gloria de Dios, perpetuando mi especie, mediante la sucesión; sólo procuré la delectación. Menos di lugar a el entendimiento que me aconsejase de lo que él bien sabía, ni le quise oír; cerré los ojos a todos, despedí a la razón, maltraté a la verdad, porque me dijo que casando con hermosa era de necesidad haber de ofrecérseme cuidados, por haber de ser común. Últimamente, de mal aconsejado, conseguí con mi gusto un mal bien deseado: cegáronme dotes naturales, diéronme hechizos, gracia y belleza, tan proprio de mi esposa y sin algún artificio. Yerra el que piensa que pueda parecer algo bien con ajena compostura, pues lo ajeno se lo da y luego se lo vuelve, vuelve lo feo a quedarse con su fealdad.

Tuve días muy alegres: que los que no gozan de suegra, no gozan de cosa buena. Tratábame como a verdadero hijo, buscando por cuantas vías podía mi regalo. No trujo huésped bocado bueno a casa, que no me alcanzase parte, ni ella lo pudo haber, que no me lo comprase. Y como mi esposa trujo poca dote, tenía para hablar poca licencia y menos causa de pedirme demasías. Era moza, y tanto, que pude hacerla de mi voluntad. Tomé parientes que se honraban de mí por las ventajas que me reconocían. Que a quien los toma mejores, nunca le falta señores a quien servir, jueces a quien temer y dueños a quien ser forzosos tributarios. Mi suegra lo era mía y mi cuñada mi esclava, mi esposa me adoraba y toda la casa me servía. Nunca jamás, como aquel breve tiempo, me vi libre de cuidados. No eran otros los míos que comer, beber, dormir, holgar, y sin ser ni de solo un maravedí pechero, me bailaban delante todos, las bocas llenas de risa. Era danza de ciegos y yo lo estaba más, que los guiaba.

Dicen de Circes, una ramera, que con sus malas artes volvía en bestia los hombres con quien trataba; cuáles convertía en leones, otros en lobos, jabalíes, osos o sierpes y en otras formas de fieras, pero juntamente con aquello quedábales vivo y sano su entendimiento de hombres, porque a él no les tocaba. Muy al revés lo hace agora estotra ramera, nuestra ciega voluntad, que, dejándonos las formas de hombres, quedamos con entendimiento de bestias. Y como ya otra vez dije, nunca se vio mudanza de fortuna que no se acompañase de daños nunca presumidos ni pensados y siempre se nos finge a los principios blandísima y suave, para mejor despeñarnos con mayor pena. Pues la que se siente más es, en la falta de los bienes, acordarse de los muchos poseídos.

Dio la vuelta comigo, con mi mujer y toda su familia. Mi suegro, que haya buen siglo, aunque mesonero, era un buen hombre. Que no todos hacen sobajar las maletas ni alforjas de los huéspedes. Muchos hay que no mandan a los mozos quitar a las bestias la cebada ni a los amos les moderan la comida, que son cosas ésas que tocan más a mujeres, por ser curiosas. Y si algo desto hay, no tienen ellos la culpa ni se debe presumir esto de mi gente, por ser, como eran todos, de los buenos de la Montaña, hidalgos como el Cid, salvo que por desgracias y pobreza vinieron en aquel trato. Lo cual se prueba bien con lo siguiente. Porque, como él fuese tan honrado, tan amigo de amigos, inclinado a hacer bien, fió a un su compañero en cierta renta de diezmos. Algunos quisieron decir que la cebada y trigo la gastó en su casa, pero no lo creo, pues tan mal salió dello; salvo si no se perdió por pasar adelante con su honra, que, según decían después mi suegra, mujer y cuñada, fue hombre muy amigo de bien comer y que su mesa siempre tuviese abundancia, sus cubas generosos vinos y su persona bien tratada. Fue usufrutuario de su vida, que hay hombres cuyo Dios está en su vientre.

Yo conocí en Sevilla un hombre casi su semejante, aunque de poca honra, el cual trataba de sólo trasladar sermones y le pagaban a medio real por pliego. El cual, como lo hubiese menester para que me trasladase cierto proceso dentro de mi casa y se tardase mucho en volver a trabajar después de mediodía, diciéndole yo que cómo se había detenido tanto, me respondió que había ido muy lejos a comer. Pues, como yo le viese un hombre hecho pedazos, con más rabos que un pulpo, sin zapatos, calzas, capa ni sayo y tan pobre, pareciéndome que podría o debía comer en la taberna, le dije: «¿Pues no hay bodegones por aquí cerca, sin ir tan lejos?» Y respondióme: «Señor, sí hay; empero ninguno dellos tiene lo que yo como, ni lo dan en otro que adonde voy.» Quise por curiosidad saber qué comía y díjome: «Yo soy pobre hombre, como lo que gano y gano lo que puedo, para vivir mejor. En el bodegón adonde voy, saben ya que me tienen de dar una libreta de carnero merino castrado y para con él una salsa de oruga hecha con azúcar. Con esto paso el invierno; que el verano con una poca de ternera me basta.»

Digo de mi cuento que, como el compañero de mi suegro, faltase y [él] a cabo de pocos días falleciese, cuando se cumplió el plazo de la paga, vinieron a ejecutar a mi suegra por ella. Llevaron cuanto en toda la casa hallaron, que no faltó sino llevarnos a vueltas dello a mí y a mi mujer; empero ¡tanto monta!, pues dieron con las personas de patitas en la calle. Vímonos desbaratados, como quien escapa robado de cosarios. Recogímonos como pudimos a casa de un vecino. Y, como habían de dar los acreedores el mesón a quien mejor se lo pagase, no faltaron para él opositores. Que quien es de tu oficio, ése es tu enemigo. Nunca en los tales falta invidia: siempre les pesa del acrecentamiento del otro. Aquel mesón estaba de antes bien acreditado. Fueron echando pujas, queriéndolo cada cual para sí, sobre las de mi suegra, que también lo pretendía por su arrendamiento, como mujer que allí se había criado, y a sus hijas, y por su buena gracia estaba en él aparroquiada. Quedamos con él a pesar de ruines; mas tan subido de precio y por sus cabales, que apenas alcanzábamos un pan y sardinas, que toda la ganancia se la chupaba la renta, como una espongia, y tanto, que perecíamos con el oficio de hambre.

Cuando me vi tan apurado quise revolver sobre mí, valiéndome de mi filosofía, comenzando a cursar en Medicina como hijo de sastre; pero no pude ni fue posible, aunque continué algunos días y se me daba muy bien, por los famosísimos principios que tenía de la metafísica. Que así se suele decir que comienza el médico de donde acaba el físico y el clérigo de donde el médico. Todo mi deseo era si pudiera sustentarme hasta graduarme; mas era en vano. Aunque, para poderlo hacer, permití en mi casa juego, conversaciones y otras impertinencias, que todas me dañaron. Huí del perejil y nacióme en la frente. Mas parecióme que nada de aquello pudiera tocar a fuego y que bastaba la sola golosina y fuera como los cominos, que, colgados en un taleguillo en el palomar, a sólo el olor vinieran las palomas; empero sucedióme lo que a el confitero, que al sabor de lo dulce acudían las moxcas y se lo comían. A los principios disimulélo un poco, y poco basta consentir a una mujer para que se alargue mucho. Todo andaba de harapo. Comíamos, aunque limitadamente; mas ya las libertades entraban muy a lo hondo, perdían pie. Desmandábanseme ya, faltando el miedo y respeto. Mi reputación se anegaba, nuestra honra se abrasaba, la casa se ardía y todo por el comer se sufría. Callaba mi suegra, solicitaba mi cuñada, y, tres al mohíno, jugaban al más certero. Yo no podía hablar, porque di puerta y fui ocasión y sin esto pereciéramos de hambre. Corrí con ello, dándome siempre por desentendido, hasta que más no pude.

Los estudiantes podían poco, que nunca sus porciones tienen fuerzas para sufrir ancas y no había en todos ellos alguno que, rigiendo la oración, se hiciera nominativo, a quien se guardara respeto y acudiera con lo necesario. Pues mal comer, poco y tarde y por tan poco interés dar tanto, que siempre había de verme puesto en acusativo, como la persona que padece, no quise. Hice mi cuenta: «Ya no puede ser el cuervo más negro que sus alas. El daño está hecho y el mayor trago pasado; empeñada la honra, menos mal es que se venda. El provecho aquí es breve, la infamia larga, los estudiantes engañosos, la comida difícil. No sólo conviene mudar los bolos, empero hacerlo con mucha brevedad. Malo de una manera y peor de la otra. Vamos a lo que nos fuere más de provecho, donde, ya que algo se pierda, no seamos el alfayate de la esquina, que ponía hasta el hilo de su casa. No ha de arronjarse todo con la maldición: quédenos algo que algo valga, siquiera lo necesario a la vida, comer y vestido. Salgamos de aqueste valle de lágrimas antes que vengan las vacaciones, donde todo calme. Dejemos esta gente non santa, de quien lo que más en grueso se puede sacar es un pastel de a real o dos pellas de manjar blanco y, cuando dan para ello, no se van de casa hasta comerse la mitad. Si sus madres les envían un barril de aceitunas cordobesas, cumplen con darnos un platillo y nos quiebran los ojos con dos chorizos ahumados de la montaña. No, no, eso no, que nos tiene más de costa.»
Yo sabía ya lo que pasaba en la corte. Había visto en ella muchos hombres que no tenían otro trato ni comían de otro juro que de una hermosa cara y aun la tomaban en dote; porque para ellos era una mina, buscando y solicitando casarse con hembras acreditadas, diestras en el arte, que supiesen ya lo que les importaba y dónde les apretaba el zapatillo. Vía también las buenas trazas que tenían para no quedar obligados a lo que debieran, que, cuando estaba tomada la posada, o dejaban caer la celogía o ponían en la ventana un jarro, un chapín o cualquier otra cosa, en que supiesen los maridos que habían de pasarse de largo y no entrasen a embarazar. A mediodía ya sabían que habían de tener el campo franco. Entraban en sus casas, hallaban las mesas puestas, la comida buena y bien prevenida y que no habían de calentar mucho la silla, porque quien la enviaba quería venirse a entretener un rato. Y a las noches, en dando las Avemarías, volvían otra vez, dábanles de cenar, íbanse a dormir solos, hasta que se les hiciese horas a sus mujeres de irse con ellos a la cama. Y acontecía detenerse hasta el día, porque iban a visitar a sus vecinas. En resolución, ellos y ellas vivían con tal artificio que, sin darse por entendidos de palabra, sabían ya lo que había cada uno de poner por la obra. Y estos tales eran respetados de sus mujeres y de las visitas, a diferencia de otros, que sin máscara ni rodeo pasaban por ello y aun lo solicitaban, llamando y trayendo consigo a los convidados, comiendo en una mesa y durmiendo en una cama juntos.

Yo conocí uno que, porque un galán de su mujer se amancebó con otra, se fue a él y diciéndole que por qué faltas que le hubiese hallado había dejádola, le dio de puñaladas, aunque no murió dellas. Estos tales van al bodegón por la comida, por el vino a la taberna y a la plaza con la espuerta. Pero los más honrados basta que dejen la casa franca y se vayan a la comedia o al juego de los trucos, cuando acaso les faltan las comisiones. No hiciera yo por ningún caso lo que algunos, que cuando en presencia de sus mujeres alababan otros algunas buenas prendas de damas cortesanas, les hacían ellos que descubriesen allí las suyas, loándoselas por mejores. Mas en cuanto una tácita permisión sin género de sumisión, ésa ya yo estaba dispuesto a ella.

Cogí mi hatillo, que todo era el del caracol, que cupo en una caja vieja bien pequeña y, metida en un carro, sentados encima della nos venimos a Madrid, cantando «Tres ánades, madre». Venía yo a mis solas haciendo la cuenta: «Comigo llevo pieza de rey, fruta nueva, fresca y no sobajada: pondréle precio como quisiere. No me puede faltar quien, por suceder en mi lugar, me traiga muy bien ocupado. Un trabajo secreto puédese disimular a título de amistad, ahorrando la costa de casa. Y ganando yo por otra parte, presto seré rico, tendré para poner una casa honrada donde reciba seis o siete huéspedes que me den lo necesario bastantemente, con que pasaremos. Yo tengo todas aquellas partes que importan para cualquier negocio que de mí quieran fiar. Para fuera soy solícito y para en casa sufrido. Iré cobrando crédito y, en teniendo colmada la medida de mi deseo, alzaréme a mayores, pondré mi trato, sin que sea necesario tener otros achaques.» Venía mi esposa con el mejor vestido de los que tenía y un galán sombrerillo con sus plumas y, fuera dellas, ¡maldito el caudal!, ni aun cañones, que [no] teníamos otros, ecepto la guitarra.
Cuando a la corte llegamos, luego a el instante, antes de bajar los pies en el suelo, corrió la fama de la bienvenida. Hizo reseña con su hermosura. Llegósele la gente, y el que más por entonces mostró desearnos acomodar fue un ropero rico de la calle Mayor, que, preguntándonos de dónde veníamos y adónde caminábamos, cuando le dije que allí no más y que no teníamos posada cierta, profesando querernos hacer amistad, nos llevó a la de una su conocida, donde nos hicieron todo buen acogimiento: no por el asno, sino por la diosa. El buen ropero dijo que vendríamos muy cansados de la mala noche y del camino y, pues no teníamos quien luego nos trujese lo necesario, descuidásemos dello, que con su criado lo enviaría. Hízonos aquel día traer de comer gallardamente de casa de un figón que allí lo tenía siempre bien prevenido, y veislo aquí donde viene a la tarde, donde ya, después de cumplimientos y comedimientos, le pregunté que cuánto había gastado. Respondióme ser todo una miseria, que deseaba servirme cuando se ofreciese ocasión en cosas de más calidad y que de aquélla no había que hacer caso. Hízose como del corrido en que se le tratase dello, empero yo porfiaba en que había de recebir el costo; que fuese lo que es amistad, amistad, y el dinero, dinero. Así me vino a decir que todo había costado solos ocho reales. Díselos. Mas, porque no saliesen de casa, comencé a usar de mi oficio, que, tomando la capa, dije que me importaba ir a visitar a cierto amigo. Dejélos en buena conversación en el aposento de la huéspeda y fuime a pasear hasta la noche. Cuando volví, ya estaba la mesa puesta, la cena guisada y todo tan bien prevenido, como si para ello le hubiera quedado a mi mujer mucho dinero. No le hablé palabra ni pregunté de dónde había venido ni quién lo había enviado, tanto porque no me convenía, cuanto porque la huéspeda dijo que habíamos de ser aquella noche sus convidados. Fuelo también el señor de la ropería y desde aquella cena quedamos muy grandísimos amigos.

Veníanos a visitar, llevábanos a holguras, a cenar al río, a comer en quintas y jardines, las tardes a comedias, dándonos aposento y muy buena colación en él, con que fuemos pasando un poco de tiempo. Y aunque verdaderamente hacía el hombre cuanto podía y nada nos faltaba, ya se me hacía poco, porque había quien lo quería sacar de la puja. Yo sabía que las mujeres de buen parecer son como harina de trigo: de la flor, de lo más apurado y sutil della se saca el pan blanco regalado que comen los príncipes, los poderosos y gente de calidad; el no tal, que sale del moyuelo, del corazón y algo más moreno, come la gente de casa, los criados, los trabajadores y personas de menos cuenta; y del salvado se hace pan para perros o lo dan a los puercos. La hermosa y de buena cara, luego que llega en alguna parte donde no es conocida, lo primero se llevan los mejores del pueblo, los principales ricos dél y los que son señores o más valen. Luego entran, cuando ya éstos están hartos, los plebeyos, los hijos de vecinos y gente que con un cantarillo de arrope por vendimias, una carga de leña por Navidad, una cestilla de higos por el tiempo, pagan salario para todo el año, como al médico y barbero. Mas, en pasando destos, anda ladrada de los perros, no hay zapatero de viejo que no les acometa ni queda cedacero que no las haga bailar al son de la sonaja.

Ya le había dado un vestido de azabachado negro, guarnecido de terciopelo, con un manteo de grana, guarnecido con oro. Teníamos cama, bufete y sillas. Y, no supe de dónde, se habían comprado cuatro buenos guadamecíes. La casa estaba que, con pocos trastos más, pudiéramos matar por nosotros. La huéspeda nos desollaba, pareciéndole que también había de meter sopa y mojar en la miel por sólo la permisión que ponía de su parte. Y aquesto no era lo que yo buscaba ni me venía bien a cuento. Tampoco el señor; porque solicitaba la cátedra otro mejor opositor de más provecho. Y, aunque conozco que procedía en su trato como ropavejero de bien, es caso muy distinto del mío, que hoy daré por tres lo que mañana no por diez. El tiempo es el que lo vende y no es a propósito que sea hombre de bien uno, si yo lo he menester para otro. Porque importa poco que sea buen músico el sastre para hacer un vestido, ni el médico que trata de mi salud, que sea famoso jugador de ajedrez. Dinero y más dinero era el que yo entonces buscaba, que no bondades ni linajes.

Lo que no era de mucho provecho me causaba mucho enfado. No solamente me contentaba con el sustento y vestido necesario, sino con el regalo extraordinario. Que comprasen a peso de oro la silla que se les daba, la conversación que se les tenía, el buen rostro que se les hacía, el dejarlos entrar en casa y sobre todo la libertad que les quedaba en saliendo yo della. Y esto no podía hacer nuestro buen hombre. Queríanos llevar por el canto llano, que comenzó cuando al principio nos conoció, como si fuera imposición de censo perpetuo, que había siempre de pasar de una misma forma. Ya yo sabía quién con exceso de ventajas era más benemérito y más a mi cuento; empero poníaseme sólo por delante la diferencia que hace tienes a quieres, haberle yo de ir a dar a entender que gustaría de su amistad. Bien sabía y me constaba que la deseaba; mas era estranjero y no se atrevía. Pues acometerle yo fuera estimarnos en poco; dejar a el otro también fuera locura. Porque mejor es pan duro, que ninguno. Ni osaba tomar ni dejar. Desta manera fui algunos días pasando diestramente, hasta ver el mío. Acudía de ordinario a las casas de juego, ya jugando, ya siendo tomajón, pidiendo a mis amigos y conocidos del tiempo pasado, y lo que me daban o juntaba esperaba ocasión y, cuando el ropero estaba en casa, dábaselo a mi mujer para el gasto, por no darle a entender mi flaqueza y que consentía sus visitas por el sustento y, en apartándose de allí, luego a mi mujer le pedía dineros para jugar y volvíamelos a dar y aun otros muchos. De manera que siempre fui para con él señor de mi voluntad, sin darle alguna entrada por donde pudiera perdérseme respeto.

Andaba el estranjero por su parte bebiendo vientos, haciendo grandísimas diligencias por ganarnos la voluntad, y nosotros cada uno entre sí por tener la suya, conociendo las ventajas que se habían de seguir; mas, como yo por mi parte recataba mi casa de algún desastre, temí no la hollasen dos a la par. Que ni sufrió dos cabezas un gobierno ni se anidaron bien dos pájaros juntos en un agujero. Y tampoco mi mujer se atrevía, por no juntar cuadrillas ni ser común de tres, hasta que ya, viendo lo bien que a cuento nos venía y que cuanto el ropero aflojaba la cuerda, el extranjero apretaba más en su negocio, que andaban los presentes, joyas, dineros y banquetes en buen punto, alcéme a mayores, diciendo que no me hallaba en disposición de pagar posada pudiendo sustentar casa.
Con esto apartamos el rancho y puse mi tienda. El estranjero me hacía mil zalemas y yo a el ropero la cara de perro. Tanto cuanto el uno me llevaba tras de sí, procuraba ir sacudiendo a el otro de mí, hasta que ya cansado dél, vine a decirle que, si me había pasado a casa sola, era por sólo ser el señor della y andar a mi gusto, si vestido o si desnudo. Que me hiciese merced en visitarme a tiempos que le pudiese bien recebir, y no cuando tuviese forzosa ocupación en mis negocios. Porque yo ni mi mujer podíamos estar siempre dispuestos ni emballestado[s], esperando visitas. El hombre lo sintió de manera que nunca más volvió a cruzarme los umbrales, ecepto por tercerías de su amiga, huéspeda que había sido nuestra, y allá se vían en achaque de visita, de mil a mil años, cuando podía escaparse. Acá nuestro estranjero, como anduvo tan manirroto y liberal, fueme forzoso mostrarme de buen semblante, porque iba de portante y, según llevaba el paso, presto saliéramos de muda. Y así fue. Porque, como mi mujer le fuese haciendo buen rostro, viéndose sola, estimaba él en tanto cualquier pequeño favor, que la pagaba con peso de oro. Dímonos por amigos, convidóme a su casa y, pidiéndome licencia, envió a la mía muchos y muy buenos platos, de los manjares que sirvieron a n[u]estra mesa. Y con secreta orden a los criados que los llevaban, que no los volviesen y que allá los dejasen, aunque todos eran de plata. No me pesaba dello; empero pesábame que tan al descubierto se hiciese, pues no hay hombre tan leño que no entienda que, cuando aquesto se hace, no es a humo de pajas ni por sus ojos bellidos.

Galana cosa es que un poderoso regale a mi mujer y que no haya yo de conocer el fin que lleva. Holgábame yo: todos hacen lo mismo. No dice verdad quien dice que le pesa, que, si le pesara, no lo consintiera. Si me holgaba dello y consentía que mi mujer lo recibiera; si la dejé salir fuera y gusté que, cuando volviese, viniese cargada de la joya, del vestido nuevo, de las colaciones, y mi desvergüenza era tanta, que las comía y con todo lo más disimulaba: lo mismo hacen ellos. No quieran o piensen cargarme las cabras y salirse afuera, que les prometo que los entiendo y los entienden. Y aun es lo peor que cuando me vían ir por la calle muy galán con el cintillo en el sombrero de piezas y piedras finísimas, me decían a las espaldas y aun tan recio que pude bien oírlo: «¡Bellos pitones lleva Guzmán, bien se le lucen!» Y algunos de los que me lo decían quizás me lo envidiaban y otros no se los vían; pero víanselos a ellos.

Nuestro estranjero compró nuestra libertad y tenía tanta, que ya en mi posada no se hacía otra sino la suya. Pero yo siempre sustenté mis trece, llevándolo en amistad, haciéndome del honrado. Como la espuma crecían los bienes en mi casa, colgaduras de invierno y verano, tapices de Bruselas, brocateles adamascados, camas de damasco, pabellones, colchas, alfombras, almohadas del estrado y otros muebles dignos de un señor. Pues la mesa que tuve y casa que sustenté no creo que bastaran dos mil ducados a el año. Y cuando me daba gusto volver loco a el patrón cuando habíamos comido -que lo solía hacer algunas veces, en especial días de fiesta- mandaba yo sacar sobremesa la guitarra y decíale a mi mujer:

-Por tu vida, Gracia, que nos cantes un poco.

Que de otra manera por maravilla la tomaba en mi presencia en cantar. Que, aunque sabía que yo lo entendía y nada ignoraba, guardábame siempre mucho aquel decoro, recatábase cuanto podía de que yo viese cosa de que me afrentase y quedase obligado a la demonstración del sentimiento.

Cada uno de nosotros nos entendíamos y los unos a los otros, no dándonos por entendidos ni dello jamás tratábamos. Al buen señor le gastábamos muchos de los bellos escudos. Yo me trataba como un príncipe. Rodaban por la casa las piezas de plata, en los cofres no cabían las bordaduras y vestidos de varias telas de oro y seda, los escritorios abundaban de joyas preciosísimas. Nunca me faltó qué jugar, siempre me sobró con qué triunfar. Y con esto gozaban de su libertad. Porque, como yo sintiese que no convenía entrar en casa -lo cual sabía por ver que tenía cerrada la puerta-, pasaba de largo hasta parecerme hora. Y, viendo que la tenían abierta, era señal que pasaban el tiempo en buena conversación: entrábame allá y parlábamos todos.

¿Ves toda esta felicidad, esta serenidad y fresco viento? ¿Ves aquesta fortuna favorable, risueña y franca? Pues no sucedió menos, que como todo lo más en que tuve malos medios. Ni creo que alguno pueda escaparse sin borrascas tales de cuantos navegaren este océano. A la fama de tanta hermosura y de tanta licencia, la tomaron algunos príncipes y caballeros que olieron la boda. Paseos van, recabdos vienen; aunque nunca, según creo, se les hizo amistad ni se dio causa con que nuestro dueño se ofendiese. Con todo eso, viéndose perseguido y conquistado de otros más poderosos en hacienda, linaje y galas, andaba celosísimo, perdía el juicio. Quiso a los principios esforzarse a competir con ellos, haciendo franquezas extraordinarias, con dádivas de mucho precio, que importaron millares de ducados; mas cuando vio que no podía pleitear contra tanto poder ni resistir a tanta fuerza sin hacérsela nadie, sin causa y sin más de su consideración, se fue retirando de sol a una sombra. ¡Qué de veces consideraba yo este necio, qué despepitado iba en seguimiento de una torpeza, con tan estraña costa y tanto sobresalto! Reíame dél y de su poco entendimiento, como si una de las criadas de mi casa llegara pidiéndole cualquiera cosa de mucho valor, se la diera con mucho gusto y, si acaso llegara un pobre a pedirle medio real por Dios, lo negara.

Todos tuvimos nuestro pago. El señor a quien servimos, por enriquecernos quedó pobre; nosotros por mal gobierno no fuimos ricos y juntos dimos en el suelo. El hombre comenzó a huir y los otros a perseguir. Que cuanto tienen de señores los que lo son, tanto tienen de libres en lo que pretenden. Sobre todo quieren que por su sola persona se les postre todo viviente. Quisiérales yo decir o preguntar: «¿Señor, qué te debo, qué me das, de qué me vales, para que quieras que te sirva con obras, palabras y pensamientos?» Y sobre todo, ya con lo que malpagan, también maltratan con una sequedad, con una soberbia, como si fuera deuda por que me pudieran ejecutar.

Su licencia fue tanta, su trato tal, que a pocos días dimos en manos de la justicia. Supo lo que pasaba un ministro grave y hizo como cuando asentó el león compañía con los más animales, que, habiendo cazado un ciervo, lo adjudicó todo para sí. Desta manera se levantó con ello y para hacerlo con un poco de buen color, comenzó con un poco de estruendo, como que nos quería hacer una causa. Yo, cuando lo supe, acudí a él, formando quejas de semejante agravio, haciéndome de los godos. Y él, que otra cosa no deseaba, me hizo todo buen acogimiento, sentóme a par de sí, preguntáme de qué tierra era. Díjele que de Sevilla.

-¡Oh -dijo-, de Sevilla, la mejor tierra de todo el mundo!

Comenzóme a tratar della, engrandeciéndome sus cosas, como si de aquello me resultara honra o provecho. Preguntóme que quiénes habían sido allí mis padres. Y cuando se los nombré dijo haber sido sus grandes amigos y conocidos. Refirióme cierto pleito que, siendo él allí juez, había sentenciado en su favor, y díjome que tenía por cierto aún ser mi madre viva, porque la conoció mucho en sus mocedades. Tanto me dijo, que sólo le faltó hacerme su deudo muy cercano.

Harto lo esperaba yo, cuando tan particulares cosas me decía y señas me daba, y entre mí decía: «¡Todo lo pueden los poderosos!» Y acordéme de cierto juez que, habiendo usado fidelísimamente su judicatura y siendo residenciado, no se le hizo algún cargo de otra cosa que de haber sido humanista. Lo cual, como se le reprehendiese mucho, respondió: «Cuando a mí me ofrecieron este cargo, sólo me mandaron que lo hiciese con rectitud y así lo cumplí. Véase toda la instrución que me dieron y dónde se trata en ella de que fuese casto y háganme dello cargo.» De manera que, porque no lo llevan dicho expresamente, les parece que no van contra su oficio, aunque barran todo un pueblo. Como lo hizo cierto juez que, habiendo estrupado casi treinta doncellas y entre ellas una hija de una pobre mujer, cuando vio el daño hecho, le fue a suplicar que ya, pues la tenía perdida, se la diese, por que no se divulgase su deshonra. Y sacando él un real de a ocho de la bolsa, le dijo: «Hermana, yo no sé de vuestra hija. Veis ahí esos ocho reales. Decidlos de misas a San Antonio de Padua, que os la depare.» Ahora bien, mas yo no sé a quién esto le parece bien; pierdo el seso del poco castigo que se hace por delitos tan graves.

Mandóme ir a mi casa, ofreciéndose de hacerme mucha merced y que tendría mucha cuenta con lo que se me ofreciese. Que bastaba ser de Sevilla y hijo de tales padres, para que con muchas veras acudiese a mis negocios. Con esto me volví, y a pocos días, estábamos a solas mi mujer y yo, bien descuidados, veis aquí una noche que andaba de ronda, se llegó a nuestra puerta y haciendo llamar a ella preguntaron por mí, pidiendo para su merced un jarro de agua. Entendíle la sed que traía. Supliquéle con instancia que me hiciera merced en beberla sentado. Él no deseaba otra cosa. Entró y, dándole una silla, le sirvieron una poca de conserva, con que bebió. Comenzó la conversación de que venía cansadísimo y que había visto aquella noche mujeres muy hermosas, empero que ninguna tanto como la mía. Dijo que la loaban mucho de buena voz. Yo le dije que pidiese la vihuela y, pues dello gustaba su merced, que cantase alguna cosa. Hízolo sin algún melindre, pareciéndonos a entrambos que sería de mucha importancia tener granjeado un tan buen personaje por amigo, para lo que allí se nos pudiese ofrecer. El hombre quedó pasmado de verla y oírla y, cuando se quiso ir, me mandó que lo visitase a menudo. Despidióse y quedámonos tratando de cosas pasadas y cómo para las venideras nos venía tan a buen propósito aquel favor, con quien seríamos tenidos y temidos.
Yo lo visité algunas veces y uno de los días que iba más descuidado de cosa que me lo pudiera dar, me dijo que, pues él estaba vivo, ¿por qué no quería con su calor tratar de alguna comisión que me fuese honrosa y provechosa? Respondíle que le besaba las manos por merced semejante, mas que, por no cansarlo, no habiendo en algo servido, no trataba dello. Entonces, vendiéndome las amistades de mis padres -aunque más era por ganar la de mi mujer-, me ofreció una comisión, diciendo que me sería muy provechosa. Dile por ello las gracias, que fueron principio de todas mis desgracias. Porque dentro de dos días me puso los papeles en la mano, con orden a que fuese a hacer cierta cobranza por el Consejo de la Hacienda, la cual sacó pidiéndola para mí de un su grande amigo que asistía en aquel tribunal, diciendo serlo yo mucho suyo y persona benemérita, digna de cosas muy graves, cual se vería por la buena satisfación que daría de mi persona y negocios. Cuando la tuve despachada, salí de mi casa bien contra mi voluntad, porque llevaba ochocientos maravedís de salario. Y para quien como yo estaba tan mal acostumbrado a buena mesa, no tenía para comenzar a comer con ellos, cuanto más para poder ahorrar que traer o enviar a mi casa. Empero érame ya forzoso hacerlo. Callé y tomélo, por escusar mayores daños. Partíme y perdíme. Porque le pareció a el señor que con mercedes ajenas había de ganar esclavos que le sirviesen y que de aquellos ochocientos maravedís pudiera repartir con mi mujer, sustentándose ambas casas, y aquello nos bastaba por paga, con que no sólo había de ser franco de pecho y de todo derecho, empero que no se había de mirar a el sol ni recebir visita más de la suya.

Quiso ser tan juez de mis cosas y apretarlas tanto, que morían de hambre, iban cada día vendiendo las alhajas para el sustento. No le pareció buena cuenta ni aun razonable a mi huéspeda ser mucha la sujeción y poca la provisión. Comenzó a rozarse la prima. También falseaba la tercera, que era una su grande amiga, porque pensó sacar deste mercado muy buenas ferias. Y cuando el señor sintió la mala consonancia, pareciéndole que con mi presencia se remediaría todo, hizo que no me diesen más prorrogaciones y que me mandasen venir a dar cuenta de lo hecho. Hiciéronlo y volví de mejor gana de la con que fui, porque volví empeñado y hallé mi casa gastada. Él creyó que mi presencia fuera parte para el remedio de su gusto; y salióle al revés, porque con mi presencia creció el gasto y la libertad para poderlo hacer. Hallóse rematado, sin saber cómo mejor negociar. Y pareciendo que ninguna cosa ya haría tanto al caso como el rigor, para cogernos por seca, cruzadas las manos y que con lágrimas le fuésemos a pedir misericordia, trató con sus compañeros de hacernos desterrar y así nos lo notificaron.

Yo hice mi cuenta: «Este señor lo pretende ser tanto, que quiere que yo le sustente la casa y el gusto, vendiendo lo que con muchas afrentas y trabajos he adquirido. Pues quedar no puedo, si me falta la libertad con que ganarlo, menos mal será obedecer. Que, aunque para nosotros es duro, para él será doloroso. Si nos quebramos un ojo, le sacamos a él dos, pues le falta la cuenta que hizo y le sale a el revés el pensamiento.» Demás desto, al fin de aquel año se cumplían los diez en que había de pagar a mis acreedores. Vínome todo a cuenta. Ya yo sabía estar mi madre viva. Hice alquilar un coche para nuestras personas y dos carros para llevar la hacienda y gente, dejando la corte y cortesanos. Pareciéndonos de más importancia los peruleros, calladamente me vine a Sevilla.