Atalaya de la vida humana/Libro II/II

I
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
II
III

II

Guzmán de Alfarache va en siguimiento de Alejandro, que le hurtó los baúles. Llega en Bolonia, donde lo hizo prender el mismo que lo había robado

En Florencia me comí todo el caballo que saqué de casa del embajador mi señor, y una mañana me almorcé las herraduras. Digo que para venderlo mandé se herrase de nuevo, y las que me quedaron en casa viejas las vendió Sayavedra y almorzamos. Si la hereje necesidad no me sacara de allí a coces y rempujones, fuera imposible hacerlo de mi voluntad en toda mi vida; quiero decir a ley de «creo», porque había ya tomado bien la sal y sondado la tierra.

No sé después lo que hiciera, porque al fin todo lo nuevo aplace y más a quien como yo tenía espíritu deambulativo, amigo de novedades. Así lo juzgaba entonces por la mucha razón que para ello tuve de mi parte. Yo llegué allí por tiempo de festines. Traíanme otros mozos floreando de casa en casa, de fiesta en fiesta, de boda en boda. En una bailaban, en otra tañían; aquí cantaban, acullá se holgaban: todo era placer y más placer, un regocijo de «vale y ciento al envite». No se trataba en todas partes otra cosa que loables ejercicios y entretenimientos, muchas galas y galanes, muchas hermosas damas con quien danzaban, gallardísimos tocados, ricos vestidos y curioso calzado, que se llevaban tras de sí los ojos y las almas en ellos.

¡Ved qué negro adobo para que no se dañase el adobado! Si no bebo en la taberna, huélgome en ella. No hay hombre cuerdo a caballo, y menos en el desbocado de la juventud. Era mozo al fin y, como la vejez es fría y seca, la mocedad es muy su contraria, caliente y húmeda. La juventud tiene la fuerza y la senetud la prudencia. Todo está repartido, a cada cosa su necesario. Y aunque casi siempre lo vemos, viejos mozos, por maravilla se hallan mozos viejos; y aun digo que sería maravilla, como hallar un peral que llevase peras por Navidad. En Castilla digo, porque no me cojan por seca los de otras tierras que no conozco. Váyase dicho que siempre voy hablando con el uso de mi aldea; que yo no sé cómo baila en la suya cada uno.

Vuelvo a mi cuento. Érame importantísimo salir de Florencia, huyendo de mí mismo, sin saber a qué ni adónde, no más de hasta dejar consumidas aquellas pobres y pocas monedas que me quedaron y la cadenilla de memoria, que a fe que nunca se me apartaba punto della, pensando en la hora que había de blanquearla y, como se me dio con amor, pesábame que forzoso había de tratarla presto con rigor. Quisiérala conservar, si pudiera, no apartándola de mí; mas casos hay en que pueden los padres empeñar a sus hijos. Paciencia. Haré cuanto pudiere y, a más no poder, perdone; que quien otro medio no tiene y fuerza se le ofrece, mayores daños comete.

Luchando andaba comigo mismo. Cruel guerra se traba de pensamientos en casos tales. Consideraba de mí en qué había de parar, con qué me había de socorrer. ¡Válgame Dios, qué apretado se halla un corazón, cuando no lo está la bolsa! Cómo se aflojan las ganas del vivir cuando a ella se le aflojan los cerraderos, y más en tierras estrañas y resuelto de olvidar malas mañas, no sabiendo a qué lo ganar y faltando de dónde poderlo haber, careciendo de persona y amigos a quien atreverme a pedir y lejos de pensar engañar; que si me quisiera dar a ello, no era necesario tanto trabajo ni cuidado; cortada tenía obra para todo el año. Dondequiera que llegara no me había de faltar en qué me ocupar; que, Dios loado, lo que una vez cobré, nunca lo perdí. Sólo el uso desamparé; que las herramientas del oficio no las dejé de la mano: comigo estaban doquiera que iba.

Salí de Roma con determinación de ser hombre de bien, a bien o mal pasar. Deseaba sustentar este buen deseo: mas, como de aquestos están en los infiernos llenos, ¿de qué me importaba, si no me acomodaba? Fe sin obras es fe muerta. Ya tenía mozo: ved qué buen aliño para buscar amo. Habíame acostumbrado a mandar, ¿cómo queréis que me humille a obedecer? Paréceme -aun a más de dos, que no creo haber sido solo en el mundo- que fuera hombre de bien, si con aquel toldo que llevaba, con el punto en que me vía, viera que no me faltaba y que para sustentar aquel ánimo generoso tuviera muchos dineros con que dilatarlo, aunque de milagro pusiera un santo el caudal para ello.

Y aun entonces, no sé qué me diga, creo que fuera milagro en mí para en aquel tiempo. Era mozo, criado en libertades, acostumbrado antes a buscar las ocasiones que a huirlas. Mal pudiera con buenos deseos perder mis malas inclinaciones.

Dice la señora Doña como es su gracia: «Yo sería buena y honesta; sino que la necesidad me obliga más de cuatro veces a lo que no quisiera.» «En verdad, señora, que miente Vuestra Merced, que sí quiere.» «¡Oh!, que lo hago contra mi voluntad, que no soy a tal inclinada.» «En buena fe sí es, que yo se lo veo en los ojos. Porque, si los quisiera quitar de la ventana para ponerlos en la rueca o almohadilla, quizá que pudiera pasar.» «No son ya las manos de las mujeres tan largas, que puedan a tanto, comer, vestir y pagar una casa.» «Téngalas Vuestra Merced largas para querer servir y daránle casa, de comer y dineros con que se vista.» «¡Bueno es eso! ¿Pues decís vos que no queréis entrar a servir y téngolo yo de hacer, que soy mujer?» «Eso mismo es lo que digo, que Vuestra Merced y yo y la señora Fulana no queremos poner caudal; sino que todo se haga de milagro.»

Terrible animal son veinte años. No hay batalla tan sangrienta ni tan trabada escaramuza, como la que trae la mocedad consigo. Pues ya, si trata de quererse apartar de vicio, terribles contrarios tiene. Con dificultad se vence, por las muchas ocasiones que se le ofrecen y ser tan proprio en ellos caer a cada paso. No tienen fuerza en las piernas ni saben bien andar. Es bestia por domar. Trae consigo furor y poco sufrimiento. Si un buen propósito llega, desbarátanlo ciento malos: Que aun poner los pies en el suelo no le dan sosiego. No le consienten afirmar en los estribos. No se deja ensillar de todos y enfrénanla muy pocos. No quiere que la lleven tan apriesa ni por la senda que yo pensaba.

Estaba todavía metido en el cenagal de vicios hasta los ojos -porque, aunque no los ejercitaba, nunca los perdí de vista-, y quería no hacer corcovos con la carga. El novillo, cuando se doma, primero lo vencen a brazos, dando con él en el suelo, después le atan en el cuerno una soga que le dejan traer arrastrando algunos días. Y cuando lo quieren poner a el yugo, lo juntan con un buey viejo, ya diestro en el oficio. Así lo enseñan, yéndolo disponiendo poco a poco.

El mozo que tratare de querer ser viejo, deje mis pasos y trate de vencer pasiones. Dispóngase a el trabajo y a fuerza de su voluntad ríndala en el suelo, venciendo viejos deseos. Átese una soga de sufrimiento y humildad, que arrastre por algunos días los malos apetitos, gastando el tiempo en virtuosos ejercicios; que a pocos lances llegará sanctamente a el yugo de la penitencia y con las buenas compañías hará costumbre a el arado, con que romperá la tierra de malas inclinaciones. Que pensar alcanzarlo de un salto ni que aproveche un solo «yo quisiera», dígaselo a otro como él y de su tamaño; que yo ya sé que no quiere: que los que quieren, otros medios más eficaces ponen.

¿Piensa por ventura o aguarda que rompa Dios el cielo, para dar con él por el suelo misteriosamente, como con San Pablo? Pues no lo aguarde por ese camino, que es un tonto. Harto lo derribó cuando le dio la enfermedad, cuando lo puso en el trabajo y cuando le tocó en la honra, si entonces o agora reparara en ello. Lo mismo fue y nunca quiso ni quiere decir: «¿Señor, qué quieres que haga, que aquí me tienes dispuesto a tu voluntad?» ¿No queréis ser vos Pablo para Dios y aguardáis que sea Dios para vos? Y si con San Pablo lo hizo, fue porque le conoció un excesivo deseo de acertar, que como celador de la ley lo hacía.

Y no se sabe de alguno que con intención sin obra se haya salvado; ambas cosas han de concurrir, intención y obra. Digo, si hay tiempo de obrar; que obra sería firme intención, con dolor de lo pasado, para quien se le llegase la noche de la muerte y acabase luego. Empero, habiendo día para poder trabajar en la viña, todo ha de andar a una. Que ni el azadón solo ni las manos faltas de instrumento podrán cavar la tierra; manos y azadón son menester.

¿Quién me ha metido en esto? ¿No estaba yo en Florencia muy a mi gusto? Vuélvome allá y prometo, según en ella me iba, que de muy buena gana plantara en ella mis colunas, no buscando plus ultra. Porque toda en todo era como así me la quiero. Parecióme muy bien. Y si adulaciones o invidias había, por otra cuenta corrían; que no era yo de los comprehendidos en el decreto. No tenía para qué meterse Judas con la limosna de los pobres, pues dello no me paraba perjuicio, no teniendo en palacio pretensiones. Y si nada me habían de valer, no las había menester usar, si nunca las quise tratar, pareciéndome siempre uno de los más graves y ocasionados daños de cuantos he conocido. Porque un solo adulador basta, no sólo a destruir una república, empero todo un reino. ¡Dichoso rey, venturoso príncipe aquel a quien sirven con amor y se deja tratar de su pueblo, que sólo él sabrá verdades con que podrá remediar males y carecer de aduladores!

Allí viviera yo y lo pasara como un duque, si tuviera con qué. No será menester que lo jure, que por mi simple palabra puedo ser creído. Faltábame ya el caudal, que del montón que sacan y no ponen, presto lo descomponen. Si allí estuviera más, viniera presto a menos, y fuera indecencia grande haber entrado a caballo y verme salir a pie. Tomé por consejo sano sustentar mi honor, yéndome de allí con él y por mi gusto, antes que forzado de necesidad viniese a descubrirla, obligándome a quedar por faltarme con qué poder partir.

Dile parte deste pensamiento a Sayavedra; que, como ya yo conocía mi paradero y que ninguna compañía en el mundo fuera más a mi propósito que la suya para la mía, íbalo disponiendo poco a poco, porque después no viera visiones y se le hiciera novedad lo que me viese hacer. Y díjome:

-Señor, un remedio se me ofrece para lo presente, no costoso ni dificultoso, antes muy fácil y que podría importar algo el provecho. Si de cualquier manera se ha de salir de aquí, sin ser necesario más por una puerta que por otra, pues por cualquiera salen a ver mundo, tomemos el camino de Bolonia, tanto por estar de aquí muy cerca y veremos aquella insigne universidad, cuanto porque de camino podría ser que la buena ventura nos encuentre con Alejandro Bentivoglio, aquel mi amo que se llevó el hurto. Que si allí lo hallamos, como lo tengo por cierto, cierto será cobrarlo; porque con la información hecha en Siena, no hay duda que, cuando por bien se deje de cobrar, por mal habrán de pagar él o su padre.

No me pareció mal consejo. Asentóseme de cuadrado, sin más consideración que representárseme la fuerza de la justicia. Que, pues en ello no había duda la menor del mundo, apenas habría llegado y comenzado a tratar dello, cuando las manos cruzadas me salieran a cualquier partido, dándome alguna parte, ya que no fuera el todo, tanto por ser gente principal su padre y deudos, como porque por algún caso habían de permitir que se tratara en tela de juicio el suyo tan feo.

¿Queréis oír una estrañeza? ¿Véis cuán bella, cuán afable y de mi deseo era Florencia? En este punto arqueaba ya en oyéndola mentar. Hedióme; no la podía ver, todo me pareció mal hasta verme fuera della. Ved qué hace la falta del dinero, que aborreceréis en un punto las cosas que más amáis, cuando no tenéis con qué valeros a vos ni a ellas. Ya me parecía que no tenía el mundo ciudad como Bolonia, donde apenas habría metido los pies cuando me dieran mi hacienda, tuviera qué gastar y mocitos estudiantes, gente de la hampa, de mi talle y marca, con quien pudiera darme tres o cuatro filos cuando quisiera.

Y aun pudieran caer de modo los dados, que pasara fácilmente con mis estudios adelante. Pues lo que me hizo enseñar el cardenal mi señor aún estaba en su punto y sin duda que pudiera bien ser precetor en aquella facultad y ganar de comer con ello, si quisiera y me fuera necesario. Mas poneos a eso: arrojaos una loba estando cansado de arrastrar la soga. En resolución, yo la tomé de hacer este viaje muy apriesa y así lo puse por obra luego en un pensamiento.

Cuando a Bolonia llegamos una noche, lo más della no dormimos, porque se nos pasó en trazas. Y díjome Sayavedra:

-Señor, a mí no me conviene parecer ni ser visto por algún modo, en especial a los principios, hasta ver cómo se pone la herida. Porque, si Alejandro está en la ciudad y sabe que yo he venido a ella, siendo, como soy, tan conocido, ha de procurar saber a qué y con quién, de donde podría resultar que se ausente de la ciudad y habremos hecho nada. O que sospechando que yo fui la causa de aqueste viaje y de su infamia, me quita la vida. Y ninguna de ambas cosas nos viene a cuento ni nos está razonable. Demás que, si el negocio ha de llegar a tela de juicio, han de asir de mí el primero. Y no se ha de permitir -supuesto que preso no puedo ser de algún provecho- que me resulte más daño del pasado. Lo que luego de mañana se debe hacer es preguntar por él y procurarlo conocer. Y hecho esto, iremos después tomando consejo con el tiempo.

No me pareció malo éste. Salí por la ciudad y a pocos pasos y menos lances me lo señalaron con el dedo. Y no fuera necesario, que por solo el vestido supiera yo quién era. Estaba con otros mancebicos a la puerta de una iglesia. No creo que salía ni trataba de entrar a oír misa, que más me pareció estar allí registrando a quien entraba.

¿Digo algo? ¿Tendría remedio esto? ¡No nos bastan las plazas y calles de todo el pueblo, que lo traemos escandalizado con señas y paseos y quizá otras cosas de peor condición, sin que no perdonemos aun el templo!

Vamos adelante, no saltemos de la misa en el sermón. Parecióme que no estaba con mucha devoción, porque hablaban mucho de mano y de cuando en cuando daban grande risa. Tenía puesto un jubón mío de tela de plata y un coleto aderezado de ámbar, forrado en la misma tela, todo acuchillado y largueado con una sevillanilla de plata y ocho botones de oro, con ámbar al cuello, todo lo cual me había presentado un gentilhombre napolitano por cierto despacho que le solicité con el embajador mi señor.

Cuando se lo conocí, a puñaladas quisiera quitárselo del cuerpo, según sentí en el alma que prendas tan de la mía hubiesen pasado en ajeno poder contra mi voluntad. Vime tentado por llegar a dárselas; empero dije: «¡No, no Guzmán, eso no! Mejor será que tu ladrón se convierta y viva, porque viviendo te podrá pagar, y si lo matas, pagarás tú. De mejor condición serás cuando te deban que no cuando debas. Más fácil te será cobrar que pagar. No te hagas reo si tienes paño para ser actor. ¡Poco a poco! Vámonos a espacio, que nadie corre tras de nosotros. Y si ley hay en los naipes, el parto viene derecho, con mi buena ventura. El pájaro se asegure por agora, que es lo que importa; no espantemos la caza, que ciertos son los toros. El hurto está en las manos: no hay neguilla; por Dios que ha de cantar por bien o por mal. Decirnos tiene quién lo puso tan gallardo y en qué feria compró el vestido.»

Con esto me volví a la posada y díjele a Sayavedra lo que había visto. Teníame aderezada la comida; púsome la mesa y, después de alzada, fuimos fabricando la red para la caza. Dimos en unos y otros medios y el buen Sayavedra titubeaba, no las tenía consigo todas. Ya le pesaba del consejo, temiendo el peligro. Últimamente concluyóse que la paz era lo mejor de todo, que más valía pájaro en mano que buey volando, y de menor daño mal concierto que buen pleito.

Fuimos de parecer que yo por un tercero hiciese hablar a su padre, dándole cuenta del caso, remitiéndolo a su voluntad, como mejor se sirviese y de manera que no me obligase a tratar de cobrarlo con rigor, pues evidentemente aquélla era hacienda mía. Hícelo así. Busqué persona que con secreto y buen término se lo dijese. Mas como donde hay poder asiste las más veces la soberbia y en ella está la tiranía, no sólo no quiso que se tratase de medios, mas aun lo hizo punto de menos valer.

Tomólo por caso de honra que se tratase dello. Fingióse agraviado; aunque bien sabía que verdaderamente yo lo estaba, y sin dar alguna esperanza ni buena palabra, despidió a mi mensajero. Cuando aquesto supe, me ocurrieron mil malas imaginaciones; mas como no se ha de dar mal por mal, apacigüéme con las pasadas consideraciones y determinéme a hablar a un estudiante jurista de aquella universidad, que me informaron tener buen ingenio, a el cual haciéndole relación del caso, cómo por ser el padre persona tan poderosa temía el suceso, que me diese parecer en lo que debría hacer, él me dijo:

-Señor, ya es conocido Alejandro en esta ciudad. Sábese cuál sea su trato, que bastaba en otra parte para información. Demás que lo que decís es tanta verdad, cuanto a nosotros todos nos consta della. Justicia tenéis y me parece que la pidáis. Ya en toda Bolonia se sabe de vuestro hurto, porque luego como aquí llegó con él, se conoció ser ajena ropa, tanto porque la hizo aderezar a su talle, cuanto porque de aquí no sacó algunos borregos que vender, para poder con lo procedido comprar lo que trujo. Y aun otro compañero de quien él se fió le hurtó buena parte dello, por ganar también parte de los perdones. En lo que pudiere de mi oficio serviros, lo haré de muy buena gana.

Con esto escribió la querella conforme a mi relación y presentéla luego ante el oidor del Torrón, que es allí el juez del crimen.

Ya sea lo que se fue, si el mismo juez o si el notario, no sé quién, por dónde o cómo, al instante mi negocio fue público. A el padre le dieron cuenta del caso y, como quien tanta mano allí tenía, se fue a el juez y, criminándole mi atrevimiento, formó querella de mí, que le infamaba su casa, de lo cual pretendía pedir su justicia para que fuese yo por ello gravemente castigado. Ello se negoció entre los dos de manera que me hubiera sido mejor haber callado. El hombre tenía poder, el juez buenas ganas de hacerle placer. Poco achaque fuera mucha culpa; que siempre suelen amor, interés y odio hacer que se desconozca la verdad, y con el soborno y favor pierden las fuerzas razón y justicia.

Yo escupí a el cielo: volviéronse las flechas contra mí, pagando justos por pecadores. Mucho daña el mucho dinero y mucho más daña la mala intención del malo. Empero, cuando se vienen a juntar mala intención y mucho dinero, mucho favor del cielo es necesario para sacar a un inocente libre de sus manos. Líbrenos Dios de sus garras, que son crueles más que de tigres ni leones: cuanto quieren hacen y salen con cuanto desean. ¡Oh quién les pudiera decir o hacerles entender lo poco que les ha de durar!

Mandóme dar el juez un muy limitado término, imposible para poder hacer la información. ¿Quién vio nunca restringirle a el actor los términos, principalmente habiendo alegado que la información del caso estaba en Siena, de dónde se había de compulsar y era imposible traerse de otra manera? ¡Ni por ésas! Pagar tenéis, aunque os pese.

A este propósito, antes de pasar adelante, diré lo que aconteció en una villeta del Andalucía. Repartióse cierto pecho entre los vecinos della para una poca de obra que hicieron, y en el padrón pusieron a un hidalgo notorio, el cual, como agraviado, se quejaba dello; mas con todo eso no lo borraron. Cuando al tiempo de cobrar fueron a pedirle lo que le habían repartido, no quiso darlo y en defeto dello le sacaron una prenda. El hidalgo se fue a su letrado, hízole una petición fundada en derecho, en que alegaba su nobleza y que, conforme a ella, no se le pudo hacer algún repartimiento, que le mandasen volver lo que le habían sacado. Cuando esta petición llevaron a el alcalde, habiéndola oído, dijo a el escribano: «Asentá que digo que de ser hidalgo yo no ge lo ñego; mas es lacerado y es bien que peche.»

De tener yo justicia nadie lo dudaba. Sabíanlo todos, como cosa pública; mas era pobre «y es bien que peche», no era razón dármela. Luego vi mala señal y que trabajaba en balde; mas no pude persuadirme ni pensar que había de ser lo que vulgarmente dicen, paciente y apaleado. Sucedió que, como no pude probar en tan breve término, quedó mi querella desierta y tuvo lugar la parte contraria para dar la suya de mí, diciendo haberle hecho con mi petición un libelo infamatorio contra su hijo, de que le resultaba quedar su casa y honra disfamadas.

Imploró aosadas, largo y tendido; de manera que de un otrosí en otro hinchó un pliego de papel, fundando agravios y que por ser su hijo caballero principal, quieto y honrado, de buena vida y fama, debieran abrasarme. Ya dije yo entre mí, cuando me lo leyeron: «Mejor tengan entrambos la salud que la conciencia.»

De todo esto estaba descuidado, que nada sabía, hasta que yendo a hacer mis diligencias, me prendieron en medio de la calle y me llevaron a el Torrón, sin otra información contra mí más de mi sola petición reconocida. No hay espada de tan delgados filos que tanto corte ni mal haga como la calumnia y acusación falsa, y más en los tiranos, cuya fuerza es poderosísima para derribar en el suelo la más fundada justicia del humilde, más y mejor cuando se recatare menos. Mi negocio era llano, hiciéronlo barrancoso. Era público en la ciudad y fuera della, sin haber quien lo ignorase. Constábale a el juez había bastante información. Todo eso es muy bueno; empero sois un gran tonto: sois pobre, fáltaos el favor, no habéis de ser oído ni creído. No son éstos los casos que se han de tratar en tribunales de hombres y, cuando se os ofrezcan, querellaos ante Dios, donde rostro a rostro está la verdad patente, sin que favor solicite, letrado abogue, escribano escriba ni se tuerza el juez.

Allí me hicieron la justicia juego y el juego de manos. Castigáronme como a deslenguado, mentiroso y malo. Gasté mis dineros, perdí mis prendas. Estuve aherrojado y preso. Tratáronme mal de palabra diciéndome muchas muy feas, indignas de mi persona, sin dejarme aun abrir la boca para satisfacerlas. Cuando quise responder por escrito, viendo lo que comigo allí pasó, el procurador me dejó, el solicitador no acudió, el abogado huyó y quedé solo en poder del notario.

Solo el consuelo que tuve fue la voz general de mi agravio, consolándome que se llegará el temeroso y terrible día en que maldirá el poderoso todo su poder, porque será maldito de Dios y lo que acá dejare no llegará en tercero poseyente, por más fuerzas que piense que le pone al vínculo. Que no puede, aunque quiera, vincular las inclinaciones de los que le han de suceder, ni hay prevención que resista cuanto con la fuerza de un cabello a la divina voluntad. Y es de fe que se tiene de consumir. Porque son haciendas de pobres, ganadas en ira y sustentadas con mentiras.

Querrásme responder: «¡Pues para ese día fíame otro tanto!» ¿Tan largo se te hace o piensas que no ha de llegar? No sé. Y sí sé que se te hará presto tan breve, que digas: «Aun agora pensé que sacaba los pies de la cama», y será ya cerrada la noche.

Dirásme también: «¡Oh! que ni lo cavó ni lo aró, también se lo halló, como en la calle, por los achaques que bien sabes, de cuando sirvió a el embajador.» ¿Y eso por ventura es parte para que me lo quites? ¿No ves que aun así como lo dices te condenas? Pues los haces iguales a los bienes de las malas mujeres. Y debes entender que lícitamente lo gana, no embargante que sea ilícito su trato. Y se lo debes en conciencia, si te aprovechaste della y te sirvió por su interés.

No sólo esto es así; mas a un público salteador, de los homicidios que hizo y bienes que robó, no le puedes quitar cosa de consideración. Porque ni eres tú su juez ni parte para poder, contra su voluntad, adjudicar lo que a los otros quitó. Porque para ellos él queda reo y tú para él. Créeme que te digo verdad y verdades.

Mas ¿qué aprovecha? Pero García me llamo. Si todos anduviésemos a oír verdades y a deshacer agravios, presto se henchirían los hospitales. Pues a buena fe que me acuerdo agora que vale más entrar en el cielo con un ojo, que con dos en el infierno, y que quiso San Bartolomé más llevar su pellejo desollado a cuestas, que irse bueno y sano a tormento eterno, y que tuvo San Lorenzo por de mejor condición dejarse abrasar acá, que allá. ¡Oh, que ni todos han de ser San Bartolomé ni San Lorenzo! Salvémonos y basta.

Yo me holgaría mucho dello. Que no hará poco quien se salvare. Mas es menester mucho para salvarse y será imposible salvarte tú con la hacienda que robaste, que pudiste restituir y no lo hiciste por darlo a tus herederos, desheredando a sus proprios dueños. Y no te canses ni nos canses con bachillerías, que aquesto es fe católica, y lo más embelecos de Satanás. ¡Miserable y desdichado aquel que por más fausto del mundo y querer dejar ensoberbecidos a sus hijos o nietos, a hecho y contra derecho, hinchere su casa hasta el techo, dejándose ir condenado! No son burlas. No las hagas, que presto las hallarás veras. Testigo te hago de que te lo digo y no sabes por ventura si son tus días cumplidos ni si te queda más vida de hasta tener leídos estos que te parecen disparates. Allá te lo dirán. Confía con que acá dejas capellanías y capilla de mi capa: que las misas no aprovechan a los condenados, aunque se las diga San Gregorio. No tienen ya remedio después de la sentencia.

¡Oh, válgame Dios! ¡Cuándo podré acabar comigo no enfadarte, pues aquí no buscas predicables ni dotrina, sino un entretenimiento de gusto, con que llamar el sueño y pasar el tiempo! No sé con qué desculpar tan terrible tentación, sino con decirte que soy como los borrachos, que cuanto dinero ganan todo es para la taberna. No me viene ripio a la mano que no procure aprovecharlo; empero, si te ha parecido bien lo dicho, bien está dicho, si mal, no lo vuelvas a leer ni pases adelante. Porque son todos montes y por rozar. O escribe tú otro tanto, que yo te sufriré lo que dijeres.

Concluyo aquí con decir que, cuando la desdicha sigue a un hombre, ninguna diligencia ni buen consejo le aprovecha, pues de donde creí traer lana volví sin ella trasquilado.