Atalaya de la vida humana/Libro I/VIII

VII
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
VIII

VIII

Guzmán de Alfarache se quiere ir a Siena, donde unos ladrones le roban lo que había enviado por delante

Aquel famosísimo Séneca, tratando del engaño, de quien ya dijimos algo en el capítulo tercero deste libro, aunque todo será poco, en una de sus epístolas dice ser un engañoso prometimiento, que se hace a las aves del aire, a las bestias del campo, a los peces del agua y a los mismos hombres. Viene con tal sumisión, tan rendido y humilde, que a los que no lo conocen podría culpárseles por ingratitud no abrirle de par en par las puertas del alma, saliéndolo a recebir los brazos abiertos. Y como toda la sciencia que hoy se profesa, los estudios, los desvelos y cuidado que se pone para ello, va con ánimo doblado y falso, tanto cuanto la cosa de que se trata es de suyo más calificada en perjuicio, tanto con mayor secreto la contraminan, más artillería y pertrechos de guerra se previenen para ella.

No tenemos de qué nos admirar, cuando fuéremos engañados desta manera; sino de que siempre no lo seamos. Y siendo así, tengo por menor mal ser de otros engañados, que autores de tan sacrílega maldad. Entre algunas cosas que indiscretamente quiso reformar el rey don Alonso -que llamaron el Sabio- a la naturaleza, fue una, culpándola de que no había hecho a los hombres con una ventana en el pecho, por donde pudieran otros ver lo que se fabricaba en el corazón, si su trato era sencillo y sus palabras januales con dos caras.

Todo esto causa necesidad. Hallarse uno cargado de obligaciones y sin remedio para socorrerlas hace buscar medios y remedios como salir dellas. La necesidad enseña claros los más oscuros y desiertos caminos. Es de suyo atrevida y mentirosa, como antes dijimos en la Primera parte. Por ella tienen también sus trazas las aun más simples aves. Corre con fortísimo vuelo la paloma, buscando el sustento para sus tiernos pollos, y otra de su especie desde lo más alto de una encina la convida y llama, que se detenga y tome algún refresco, dando lugar que con secreto el diestro tirador la derribe y mate. Gallardéase por la selva, cantando dulcemente sus enamoradas quejas el pobre pajarillo, cuando causándole celos el otro de la jaula o la añagaza, le hacen quedar en la red o preso en las varetas.

Allá nos dice Aviano, filósofo, en sus fábulas, que aun los asnos quieren engañar, y nos cuenta de uno que se vistió el pellejo de un león para espantar a los más animales y, buscándolo su amo, cuando lo vio de aquella manera, que no pudo cubrirse las orejas, conociéndole, diole muchos palos: y, quitándole la piel fingida, se quedó tan asno como antes.

Todos y cada uno por sus fines quieren usar del engaño, contra el seguro dél, como lo declara una empresa, significada por una culebra dormida y una araña, que baja secretamente para morderla en la cerviz y matarla, cuya letra dice: «No hay prudencia que resista al engaño.» Es disparate pensar que pueda el prudente prevenir a quien le acecha.

Estaba yo descuidado, había recebido buenas obras, oído buenas palabras, vía en buen hábito a un hombre que trataba de aconsejarme y favorecerme. Puso su persona en peligro, por guardar la mía. Visitóme, al parecer, desinteresadamente, sin querer admitir ni un jarro de agua. Díjome ser andaluz, de Sevilla, mi natural, caballero principal, Sayavedra, una de las casas más ilustres, antigua y calificada della. ¡Quién sospechara de tales prendas tales embelecos! Todo fue mentira. Era valenciano y no digo su nombre, por justas causas. Mas no fuera posible juzgar alguno de su retórico hablar en castellano, de un mozo de su gracia y bien tratado, que fuera ladroncillo, cicatero y bajamanero. Que todo era como la compostura prestada del pavón, para sólo engañar, teniendo entrada en mi casa y aposento, a fin de hurtar lo que pudiese. Fiéme dél y otro día, viniéndome a visitar, como me halló de mudada, quedó admirado y confuso, sin saber qué pudiera ser aquello. Preguntómelo y díjele que había tomado su consejo y estaba determinado de irme a Siena, donde residía Pompeyo, un grande amigo mío, para de allí pasar a Florencia, dando vuelta por toda Italia.

Con esto parece que se alentó y alegró, loando mi parecer y mudando su determinación. Porque, si hasta entonces trazaba hurtarme alguno de mis vestidos o joyas de oro, ya con aquella nueva no se contentó con menos que con todo el apero. Estuvo con atención viendo cómo enderezaba los baúles, ayudándome a ello. Vio dónde guardé unos botoncillos de oro y una cadenilla, con otras joyuelas que tenía y más de trecientos escudos castellanos que llevaba. Porque la casa del embajador mi señor, como ya no jugaba, sino guardaba, me valió en casi cuatro años que le serví muchos dineros en dádivas que me dio, baratos y naipes que saqué y presentes que me hicieron.

Cuando tuve mis baúles bien cerrados y liados, puse las llaves encima de la cama, donde Sayavedra clavó su corazón, porque no deseaba entonces otra ocasión que poderlas haber a las manos para falsarlas. Vínole como así me quiero, a ¿qué quieres boca? Porque, como estuviésemos hablando en mi viaje y le dijese que pensaba enviar aquello por delante y detenerme seis o siete días en Roma, despidiéndome de mis amigos, en cuanto aquello llegase a Siena, subieron a decirme que me buscaban unos hombres. Pues, como el aposento estaba descompuesto, sucio y mal acomodado para recebir visita, bajé a saber quiénes eran. En el ínterin tuvo Sayavedra lugar de imprimir las llaves todas en unos cabos de velas de cera, que andaban rodando por mi aposento, si acaso no es que la trujo en la faltriquera. Los que me buscaban eran los muleteros o arrieros, que venían por la ropa. Subieron, entreguésela y lleváronla.

Quedámonos parlando el amigo y yo, que, como no salía de casa, creí que me hacía cortesía, nacida de amistad, para entretenerme aquellos días, y fue sólo a esperar en cuanto se contrahacían las llaves y desvelarme para lo que luego diré. Visitóme tres o cuatro días y, cuando le pareció tiempo que tenía su negocio hecho, vino a mi aposento una tarde, muy parejo el rostro, cabizbajo, significando traer grande cargazón de cabeza, dolor en las espaldas, amarga la boca y profundo sueño. Fingióse amodorrido y dijo no poderse tener en pie, que le diese licencia para volverse a su posada. Halléme corto de ventura, en que la mía no estuviese acomodada para poder hospedarlo en ella y agasajarlo por entonces. Pedíle que me dijese la suya, para irlo a visitar y enviarle algunas niñerías de enfermos o ver si pudiera serle de provecho en algo. Respondióme que la tenía en casa de cierta dama secreta; mas que si su enfermedad pasase adelante, me avisaría dello, para que lo visitase.

Despidióse y fuese aquel mismo día por la posta a Siena, donde halló que ya sus amos y compañeros habían llegado al paso de los muleteros, porque los fueron acechando para ver dónde y a quién se entregaban los baúles. Cuando a Siena llegó y vieron entrar un gentilhombre de tan buen talle por la posta, creyeron ser algún español principal. Fuese a hospedar a una hostería, donde al momento acudieron sus compañeros que lo esperaban, que, dando a entender ser sus criados, le servían a el vuelo. Luego aquel día envió con uno dellos a llamar a Pompeyo, haciéndole saber cómo yo había llegado a la ciudad.

Y cuando mi amigo recibió el recabdo y supo estar yo en ella, fue tanta su alegría, que sin acertar ni aguardar a cubrirse bien la capa, se tardó gran rato en ello, porque me dijo que ya se la puso del revés, ya por el ruedo; mas a medio lado y mal aliñado, salió a toda priesa de casa, cayendo y trompezando, con la priesa de llegar y deseo de verme. Fue donde yo fingido estaba, formó muchas quejas de no haberme apeado en su casa, de que Sayavedra le dio excusas. Entretuviéronse tratando del viaje y cosas de Roma hasta ya de noche, que, despidiéndose Pompeyo, dio Sayavedra en su presencia la llave de uno de los baúles a uno de aquellos criados, diciéndole:

-Oyes, vete con el señor Pompeyo y sácame tal vestido, que hallarás en tal parte, para vestirme mañana.

Fuéronse juntos y el criado hizo puntualmente lo que le mandaron, desliando en presencia de Pompeyo el baúl y señalando y sacando el vestido dél, volviólo a cerrar y fuese con la llave.

Aquella noche le hizo llevar Pompeyo una muy buena cena, colación y vino admirable, con que, puestos a orza, se dejaron dormir hasta el día siguiente, que por la mañana lo volvió a visitar Pompeyo, y dijéronle los criados que reposaba, porque no había podido dormir en toda la noche. Quisiérase volver a ir; mas no se lo consintieron, diciendo que reñiría mucho su señor con ellos cuando supiese que su merced hubiese llegado y no le hubiesen avisado.

Entráronle a decir que allí estaba el señor Pompeyo. Alegróse mucho y mandóles que metiesen asiento y entrase. Preguntóle por su salud Pompeyo y qué había sido la indispusición pasada. Respondió que del poco uso y mucho cansancio de la posta no se hallaba bien dispuesto y que pensaba sangrarse. Bien quisiera Pompeyo que mudara de posada y llevarlo a la suya. Sayavedra dio por excusa tener criados inquietos y que pensaba rehacerse dellos dentro de ocho días o diez, que para entonces le prometía ir a recebir aquella merced.

Suplicóle también fuera servido en el ínterin enviarle allí con uno de sus criados los baúles, porque de aquéllos no tenía mucha satisfación y, dándoles las llaves, podrían hacerle alguna falta. Parecióle bien a Pompeyo cuanto en aquello y pesóle mucho que tratase de hacerse curar en hostería; mas, con la promesa hecha, hizo lo que le pidió y, en llegando a su posada, cargaron los baúles a unos pícaros y con uno de los criados de su casa los llevaron donde Sayavedra estaba. Envióle aquel día de comer muy regaladamente y, habiéndose a la noche despedido los dos amigos para irse a dormir, Sayavedra y sus compañeros mudaron en otra casa secreta lo que habían allí traído y partiéronse luego a Florencia por la posta, donde, cuando llegaron, se puso todo de manifiesto para hacer la partición.

Eran los compañeros de Sayavedra maestros en el arte, astutos y belicosos y el principal autor dellos, natural de Bolonia, llamábase Alejandro Bentivoglio, hijo del mesmo, letrado y dotor en aquella universidad, rico, gran machinador, no de mucho discurso, y fabricaba por la imaginación cosas de gran entretenimiento. Éste tuvo dos hijos, en condición opuestos y grandísimos contrarios. El mayor se llamó Vicencio, mancebo ignorante, risa del pueblo, con quien los nobles dél pasaban su entretenimiento. Decía famosísimos disparates, ya jactándose de noble, ya de valiente. Hacíase gran músico, gentil poeta y sobre todo enamorado, y tanto, que se pudiera dél decir: «Dejálas penen.» El otro era este Alejandro, grandísimo ladrón, sutil de manos y robusto de fuerzas, que de bien consentido y mal dotrinado resultó salir travieso, juntándose con malas compañías. Eran los compañeros déste otros tales rufianes como él, que siempre cada uno apetece su semejante y cada especie corre a su centro.

Pues, como fuese la cabeza y mayor de sus allegados, el principal de todos en todo, hizo que Sayavedra se contentase con muy poco, dándole algunos y los peores de los vestidos. Y pareciéndole no tener allí buena seguridad, fuese a la tierra del Papa, donde tenía el padre alcalde. Partióse luego a Bolonia por la posta, llevándose la nata, joyas y dineros. Recogióse a la casa de sus padres, y los más compañeros, con lo que les cupo de parte, huyeron a Trento, según después en Bolonia me dijeron, y por allá se desparecieron.

Cuando Pompeyo volvió a visitarme, como no halló mi estatua ni a sus familiares, preguntó a los huéspedes por ellos. Dijéronle cómo la noche antes habían salido de allí con los baúles, no sabían adónde. Luego vio mala señal y, sospechando lo que pudiera ser, hizo extraordinarias y muchas diligencias en buscarlos. Y teniendo noticia que iban por la posta camino de Florencia, envió un barrachel en su seguimiento, con requisitoria para prenderlos.

Ellos andan allá en su negocio; volvamos agora un poco a el mío y quiera Dios que en el entretanto el hurto parezca.

Quedéme aquellos días contento y descuidado de tal bellaquería y muy sobresaltado, con deseo de saber de mi amigo enfermo, si tendría salud o necesidad. Esperélo cuatro días y, viendo que no volvía, me detuve otros tantos en buscarlo entre los de la patria, dando las señas; mas era preguntar por Entunes en Portugal. No me valieron diligencias. Creí que sin duda estaría muy malo, si acaso ya no fuese muerto. También me pareció que, pues me había encubierto su posada, que sería verdadera la causa, por no haber lugar para poderlo visitar en ella.

Hice todo el deber y, cuando no fue mi posible de provecho, dejéle un largo recabdo en casa y, pidiendo a el embajador mi señor licencia, determiné la ejecución del viaje para el siguiente día. Él sintió mucho mi ausencia, echóme sus brazos encima y al cuello una cadenilla de oro que acostumbraba traer de ordinario, diciéndome:

-Dóytela para que siempre que la veas tengas memoria de mí, que te deseo todo bien.

Más me dio para el viaje, sin lo que yo llevaba mío, lo que bastaba para poder pasar algunos días bien cumplidamente, sin sentir falta. Mandóme que de dondequiera que allegase le diese aviso de mi salud y sucesos, por lo que holgaría que fuesen buenos, hasta volverme a ver en su casa.

Sus palabras fueron tan amorosas, el razonamiento y consejos con que me despidió tan elegante y tierno, exhortándome a la virtud, que no pude resistir sin rasarme con lágrimas los ojos. Beséle la mano, la rodilla sentada en el suelo. Diome su bendición y con ella un rocín, en que salí de su casa y llevé todo el camino. Él y sus criados quedaron enternecidos con el sentimiento de mi partida. Él porque me amaba y me perdía, que sin duda le hice falta para el regalo de su servicio; y ellos porque, aunque mis cosas eran malas para mí, jamás lo fueron para los compañeros: llegados a las veras, pusieran sus personas todos en defensa de la mía.

Siempre les fui buen amigo, nunca los inquieté con chismes ni truje revueltos. No tercié mal con mi amo en sus pretensiones o mercedes en que interesasen; antes les ayudaba en todo. Y con esto hacía mi negocio, porque haciéndoselas a ellos en abundancia, de necesidad habían de ser las mías muy mayores, pues ellos eran tenidos por criados y yo en lugar de hijo. Así se alababan que siempre les era buen hermano, y mi señor de que tenía en mí un fiel criado. De manera que ni mi servicio desmereció ni mi amistad les faltó. Y si la publicidad que se levantó de lo suscedido en casa de Fabia no se divulgara por boca de Nicoleta, que contó a cuantas amigas y amigos tenía la burla que recebí de su señora en el corral de su casa, nunca yo dejara la comodidad que tenía ni mi señor el criado que tan bien le servía.

¡Ved lo que destruye una mala lengua de mala mujer que, sin salvarse a sí, disfamó la casa de sus amos y descompuso la nuestra! Nadie les fíe su secreto, ni a su consorte misma, si fuere posible, porque con poco enojo, por vengarse, os quiebran el ojo y con pequeña causa os hacen causa.

Salí de Roma como un príncipe, bien tratado y mejor proveído, para poderme dar un gentil verde tan en tanto que se secaba el barro; que, cuando acontecen a suceder tales casos, no hay tal remedio como tiempo y tierra en medio. Iba yo más contento que Mingo, galán, rico, libre de mala voz y con buen propósito, donde ya no pensaba volver a ser el que fui, sino un fénix nuevo, renacido de aquellas cenizas viejas. Iba donde mi amigo Pompeyo me aguardaba con muy gentil aposento, cama y mesa.

Llegué a Siena y derechamente preguntando por él me dijeron su posada. Hallélo en ella. Recibióme alegre y confusamente, sin saber qué hacer o decir del suceso pasado. Estaba tristísimo interiormente, tanto por el valor del hurto, cuanto por la burla recebida y mala cuenta que daría de mi hacienda. No me habló palabra de los baúles y quisiera encubrírmelo. Mas no fue posible, porque luego el día siguiente, que quisiera dar por Siena una gran pavonada, pidiéndolos para vestirme, fue forzoso decírmelo, dándome buenas esperanzas que nada se perdería con la buena diligencia hecha.

Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo, desvalijado, en tierra estraña, lejos del favor y obligado a buscarlo de nuevo, y no con mucho dinero ni más vestido del que tenía puesto encima y dos camisas en el portamanteo. Empero líbreos Dios de «hecho es», cuando ya el daño no tenga remedio, que forzoso lo habéis de beber y no se puede verter. Hice buen ánimo. Saqué fuerzas de flaquezas. Porque, si en público lo sintiera mucho, fuera ocasión para ser de secreto tenido en poco, aventurando la amistad, supuesto que de lo contrario no se me pudiera seguir útil alguno.

Consejo cuerdo es acometer a las adversidades con alegre rostro, porque con ello se vencen los enemigos y cobran los amigos aliento. Tres días tuve, como dicen, calzadas las espuelas, esperando de camino lo que hubiese sucedido a el barrachel en el suyo, si acaso hubiese tenido algún buen rastro. Y estando sentados a la mesa, poco después de haber comido, tratando de mis desgracias y astucia que tuvieron los ladrones en robarme, sentí grande tropel de los criados y gente de casa, que subían por la escalera, diciendo:

-¡Ya viene, ya viene, ya pareció el principal de los ladrones, el hurto ha parecido!

Con esto cobré ánimo, alegróseme la sangre, las muestras del contento interior me salieron a el rostro. Que no es posible disimular el corazón lo que siente con súbitas alegrías, pues a veces acontece, siendo grandes, ahogar su calor a el natural y privar de la vida. Luz encendieran entonces en mis ojos, pues pareció que con ellos daba las albricias a cuantos me las pedían y, los brazos abiertos, iba recibiendo en ellos los parabienes.

Levantámonos de la mesa, para salir a el encuentro a el barrachel, que cual otro yo, traía la boca llena de alegría y, habiéndonos abrazado estrechamente, cuando le pregunté por el hurto, me respondió que todo se haría muy bien. Volvíle a preguntar en qué modo y díjome que uno de los ladrones venía preso, porque los otros no habían parecido ni el hurto; mas que aqueste diría dello.

¿Considerastes, por ventura, cuando alguna vez en las encendidas brasas aconteció caer mucho golpe de agua, que súbitamente se levanta un espeso humo, tan caliente que casi quema tanto como ellas mismas? Tal me dejaron sus palabras. Todas las muestras de alegría, que poco antes derramaba por toda mi persona, se apagaron con el agua de su triste nueva y en aquel instante se levantó en mí una humareda de cólera infernal, con que quisiera mostrar lo que sentía; mas como tampoco vale a eso, reportéme.

Pompeyo pidió su capa, salió luego a tratar con el juez que se hiciesen algunas diligencias importantes, que a el parecer convenía hacerse. Mas todo fue sin provecho, porque ni negó el hurto ni confesó su delito. Dijo que los otros lo habían hecho; que sólo él era criado de uno dellos y que le habían dado un solo vestidillo, que vendió y gastó en Florencia y en el viaje, agora cuando lo volvieron a Siena.

Esto hacen los malos: ayudan, favorecen de obras y consejos a el mal[o] y, conseguido su intento, se desamparan los unos a los otros, tomando cada cual su vereda. Con esta confesión, por ser este hurto el primero en que se había hallado, con lo que más alegó en su defensa y por las consideraciones que se le ofrecieron a el juez, fue condenado en vergüenza pública y en destierro de aquella ciudad por cierto tiempo. Estaba un criado de casa con mucho cuidado, esperando el suceso deste negocio, para venirme a dar aviso dello. Y cuando le dijeron la sentencia, como si me trujera los baúles, entró en el aposento con mucha priesa, risueño y alegre y díjome:

-Señor Guzmán, alégrese Vuestra Merced, que su ladrón está condenado a la vergüenza y hoy lo sacan: vaya si lo quiere ver, que no tardará mucho.

Mucho quisiera yo entonces que aqueste necio fuera mi criado y estar en mi casa o en otra parte alguna, donde a mi satisfación le pudiera romper los hocicos y dientes a mojicones. Grandísimo enojo sentí con el disparate de sus palabras. «¡Oh traidor! -decía entre mí-. ¿Vesme perdido y pobre y quiéresme consolar con tus locuras?» Ahogábame la cólera; mas en medio de su fuerza mayor se me ofreció a la memoria otro consuelo semejante a éste, que me contaron verdaderamente haber pasado en Sevilla, con que me retozó la risa en el cuerpo y con las cosquillas olvidé la ira. Y fue: Un juez de aquella ciudad tenía preso, por especial comisión del Supremo Consejo, a un delincuente, famoso falsario, que con firmas contrahechas a las de Su Majestad y recaudos falsos había cobrado muchos dineros en diversas partes y tiempos. Fue condenado a muerte de horca, no obstante que alegaba el reo ser de evangelio y declinaba jurisdición. Nías el resuelto juez, creyendo que también los títulos eran falsos, apretaba con él y de hecho mandó que ejecutasen su sentencia. El Ordinario eclesiástico hacía lo que podía de su parte, agravando censuras, hasta poner cessatio divinis; mas, como no fuese alguna parte toda su diligencia para impedir las del juez a que no lo ahorcasen, ya, cuando lo tenían subido en lo alto de la escalera, la soga bien atada para quererlo arronjar, se puso a el pie della un cierto notario que solicitaba su negocio y, poniéndose la mano en el pecho, le dijo:

-Señor N., ya Vuestra Merced ha visto que las diligencias hechas han sido todas las posibles y que ninguna de las esenciales ha dejádose de hacer para su remedio. Ya esto no lo lleva, porque de hecho quiere proceder el juez, y como quien soy le juro que le hace notorio agravio y sinjusticia; mas, pues no puede ser menos, preste Vuestra Merced paciencia, déjese ahorcar y fíese de mí, que acá quedo yo.

Ved qué consuelo puede ser para los que padecen, cuando les dicen palabras tales y tan disparatadas. ¿Qué gusto podrá recebir un desdichado que ahorcan, con que acá le queda un buen solicitador? Y pudiérale muy bien decir el paciente: «Harto mejor sería que subiésedes vos en mi lugar y que fuese yo a solicitar mi negocio.» Un hombre robado y pobre como yo, ¿qué abrigo ni honra podía sacar de ver llevar a un ladrón a la vergüenza? ¿Por ventura honrábame su afrenta o donde contara el caso y su castigo me habían de dar por ello lo necesario? Fueme de allí a otro aposento, considerando en las ignorancias destos. Y revolviendo sobre mi hurto, como aquello que tanto me dolía, iba discurriendo en diferentes cosas, entre las cuales fue una lo poco que importan semejantes castigos.

¿Qué vergüenza le pueden quitar o dar a quien para hurtar no la tiene y se dispone a recebir por ello la pena en que fuere condenado? Roba un ladrón una casa y paséanlo por la ciudad. Cuanto a mi mal entender y poco saber, no sé qué decir contra las leyes, que siempre fueron bien pensadas y con maduro consejo establecidas; empero no siento que sea castigo para un ladrón sacarlo a la vergüenza ni desterrarlo del pueblo. Antes me parece premio que pena, pues con aquello es decirle tácitamente: «Amigo, ya de aquí te aprovechaste como pudiste y te holgaste a nuestra costa; otro poquito a otro cabo, déjanos a nosotros y pásate a robar a nuestros vecinos.»

No quiero persuadirme que el daño está en las leyes, antes en los ejecutores dellas, por ser mal entendidas y sin prudencia ejecutadas. El juez debiera entender y saber a quién y por qué condena. Que los destierros fueron hechos, no para ladrones forasteros, antes para ciudadanos, gente natural y noble, cuyas personas no habían de padecer pena pública ni afrentas. Y porque no quedasen los delitos de los tales faltos de pugnición, acordaron las divinas leyes de ordenar el destierro, que sin duda es el castigo mayor que pudo dársele a los tales, porque dejan los amigos, los parientes, las casas, las heredades, el regalo, el trato y negociación, y caminar sin saber adónde y tratar después no sabiendo con quién.
Fue sin duda grandísima y aun gravísima pena, no menor que morir, y fue permisión del cielo que quien estableció la ley, siendo della inventor, la padeciese, pues lo desterraron sus mismos atenienses. Mucho lo sintieron muchos y algunos igual que la muerte. Dícese de Demóstenes, príncipe de la elocuencia griega, que, saliendo desterrado y aun casi desesperado, vertiendo muchas lágrimas de sentimiento, por la crueldad que con él habían usado sus naturales mismos, a quien él había siempre amparado y favorecido, defendiéndolos con todo su posible, y, como en el camino llegase a un lugar donde halló acaso unos muy grandes enemigos, creyó que allí lo mataran; mas no sólo le perdonaron, que compadecidos dél, viéndolo afligido, lo consolaron haciéndole todo buen tratamiento y proveyéndole de las cosas necesarias en su destierro. Lo cual fue causa de más acrecentar su dolor, pues animándolo sus amigos, les dijo: «¿Cómo queréis que me reporte y deje de hacer grandes estrenos viendo la mucha razón que tengo, pues voy desterrado de una tierra donde son los enemigos tales, que dudo hallar, y me sería felicidad si alcanzase a granjear donde voy desterrado, tales amigos cuales ellos?» También desterraron a Temístocles, el cual siendo favorecido en Persia más que lo era en Grecia, dijo a sus compañeros: «Por cierto, si no nos perdiéramos, perdidos fuéramos.» Los romanos desterraron a Cicerón, inducidos de Clodio su enemigo y después de haber libertado a su patria. Desterraron también a Publio Rutilo, el cual fue tan valeroso, que después, cuando los de la parte de Sila, que fueron quien causaron su destierro, quisieron alzárselo, no quiso recebir su favor y dijo: «Más quiero avergonzarlos, estimando su favor en poco y dándoles a sentir su yerro con mi agravio, que gozar el beneficio que me hacen.» Desterraron también a Cipión Nasica en pago de haber libertado a su patria de la tiranía de los Gracos. Aníbal murió en destierro. Camilo fue desterrado, siendo tan valeroso, que se dijo dél ser el segundo fundador de Roma, por haberla libertado y a sus enemigos mismos. Los lacedemonios desterraron a su Licurgo, varón sabio y prudentísimo, que les dio leyes. Y no se contentaron con solo esto; que aun lo apedrearon y le quebraron un ojo. Los atenienses desterraron con ignominia, sin causa, su legislador Solón y lo echaron a la isla de Chipre y a su gran capitán Trasibulo. Estos y otro infinito número de semejantes fueron desterrados; y daban esta pena los antiguos a los hombres nobles y principales por castigo gravísimo.

Yo conocí un ladrón, que siendo de poca edad y no capaz de otro mayor, como lo hubiesen desterrado muchas veces y nunca hubiese querido salir a cumplir el destierro, y también porque sus hurtos no pasaban de cosas de comer, le mandó la justicia poner un argollón con un virote muy alto de hierro y colgando dél una campanilla, porque fuese avisando con el sonido della, se guardasen dél. Este se pudo llamar justo y donoso castigo. En esto acabarás de conocer qué grave cosa sea un destierro para los buenos y cuán cosa de risa para los malos, a quien todo el mundo es patria común, y donde hallan qué hurtar de allí son originarios. Dondequiera que llega entra de refresco, sin ser conocido: que no es pequeña comodidad para mejor usar su oficio sin ser sentido.

No sé cómo lo entiende quien así castiga. Menos mal fuera dejarlo andar por el pueblo con la señal dicha y guardarse dél, que no enviarlo donde no lo conocen, con carta de horro para robar el mundo. No, no: que no es útil a la república ni buena policía hacer a ladrones tanto regalo; antes por leves hurtos debieran dárseles graves penas. Échenlos, échenlos en las galeras, métanlos en presidios o denles otros castigos, por más o menos tiempo, conforme a los delitos. Y cuando no fuesen de calidad que mereciesen ser agravados tanto, a lo menos debiéranlos perdigar, como en muchas partes acostumbran, que les hacen cierta señal de fuego en las espaldas, por donde a el segundo hurto son conocidos.

Llevan con esto hecha la causa, sábese quién son y su trato. Castigan la reincidencia más gravemente, y muchos con el temor dan la vuelta, quedando de la primera corregidos y escarmentados, con miedo de no ser después ahorcados. Esta sí es justicia; que todo lo más es fruta regalada y ocasión para que los escribanos hurten tanto como ellos, y no [sé] si me alargue a decir que los libran porque salgan a robar, para tener más que poderles después quitar.

Quiero callar, que soy hombre y estoy castigado de sus falsedades y no sé si volveré a sus manos y tomen venganza de mí muy a sus anchos, pues no hay quien les vaya a la mano. Mi ladrón se libró. Confesó quiénes eran los principales y el viaje que llevaron, con lo cual y con su paseo fue suelto de la cárcel, dejándome a mí en la de la suma pobreza y a buenas noches. Mañana en amaneciendo te diré mi suceso, si de lo pasado llevas deseo de saberlo.