Escena VII editar

PROCLO, CREMATURGO.


CREMATURGO.- ¡Oh faro de las más altas especulaciones! ¡Oh déspota de los genios y demás poderes sobrenaturales!...


PROCLO.- Está bien. No me adules. Di qué pretendes de mí.


CREMATURGO.- Tú, que lo sabes todo, ¿no podrías decirme de qué medio me valdré para que mi amada sea mía, solamente mía?


PROCLO.- No llega tan lejos mi saber. Si llegara, le hubiese yo empleado en favor mío, que buena falta me ha hecho.


CREMATURGO.- Veo que tu saber no vale un comino. Harto me lo sospechaba yo.


PROCLO.- Expón, no obstante, tu caso, y allá veremos si puedo remediarle o darte al menos algún consejo útil.


CREMATURGO.- Yo estoy prendado de la más hermosa mujer que hay en Bizancio. Por ella hago descomunales desembolsos. No hay primor, ni refinamiento, ni objeto de arte que ella no logre por mí. He traído para ella telas bordadas del país de los Seras, alfombras de Ctesifón, perlas y diamantes, papagayos y monos de la India, perfumes y oro de Arabia, y chales de Cachemira. Su palacio encierra muebles incrustados de marfil y nácar, estatuas de mármol de Paros, vajillas de plata, vasos de Nola y jarrones del Extremo Oriente, que tienen un barniz desconocido en los imperios de persas y de romanos. Ella hace visitas a mi costa en silla de manos lindísima, o se pasea o va al circo o al hipódromo en reluciente carroza o harmamaxa, tirada por cuatro blancos caballos. En fin, nada le falta. ¿Cómo me compondré para que ella no me falte a mí?


PROCLO.- Lo discurriremos. Para mayor ilustración del asunto, infórmame de quién es esa dama que tan caro te cuesta.


CREMATURGO.- Es Asclepigenia, la hija del filósofo Plutarco.


PROCLO.- ¡Profundos cielos! ¿Quién lo hubiera podido imaginar en la vida? Tú eres mi rival.


CREMATURGO.- ¿Tu rival? Pues qué, ¿también a ti te ama? ¿Qué le das tú, esqueleto pordiosero y ambulante?


PROCLO.- El alma, la esencia eterna. Pero sabe ¡oh sátiro vetusto!, que todavía tienes otro rival. Sal, Eumorfo.