Así paga el diablo/Capítulo VIII

Capítulo VIII

Había dormido Juan muy mal. Hacia Casilda sentía la profundísima piedad del juez por su condenado a muerte. Piedad tardía..., una vez firmada la sentencia -y la sentencia era aquella carta que ya estaría quizás en el hotel... ¡Cerraba los ojos, por no figurarse la tragedia!

Durante la noche halló oportuno requerir esta mañana amistosamente a Victorino, puesto que en su acusación le aludía, forzándole a una directa intervención en el asunto. Por eso iba camino de su casa, calle del Pez.

Llegó, y se lo encontró durmiendo, aunque eran cerca de las nueve.

-Oye, Victorino. Sería tonto que te ocultase lo de ayer, ya que has de saberlo, y ya que, además, tú estás en la pista de todo por mi consulta de Fornos. En efecto, el secretario del cuento soy yo..., y la mujer de Garona, la duquesa. Ayer, ya viste...

Se interrumpió. Con el fin de puntualizar nuevamente la historia. Se la refirió íntegra, y le dio cuenta del alto acto de justicia ejecutado con la carta.

Victorino se restregó los ojos. Creía soñar.

-Pero... ¡demonio!

El asombro no le dejaba hacer más comentario.

-¡Sí, chico! Me lo ha impuesto mi conciencia. Yo soy, ante todo, un hombre de conciencia.

-Pero... ¡demonio!...; pero eso es una barbaridad, Juanito de mi alma... No temes que...

-Es tarde para reconvenciones. Ya está hecho. Ahora, lo que espero de tu amistad, cuando Garona te llame, es que digas que, efectivamente, yo te conté toda esa historia disfrazada, y que ayer viste cómo me llamaba Martina. ¡Nada, ve al hotel! Yo no volveré hasta que Garona me avise. ¿Estamos de acuerdo en esto?

-¡Demonio! -repetía el asombrado Victorino.

Juan, para no desvirtuar su requerimiento con inútiles palabras, le estrechó la mano y se marchó.

-«¡Demonio! ¡Demonio!» -seguía repitiendo Victorino.

Su cara expresaba alternativamente la preocupación y la alegría.

Luego se vistió con desatino, y se echó a la calle. Tanto la prisa le importaba, que tomó un coche... Pero luego corrigió: -¡No!... Sobra tiempo. ¡Mi oferta debe, poco más o menos, coincidir con la carta en manos de Garona!»

Llegó al hotel, y trabajó en la biblioteca hasta las once. Desde esta hora púsose a espiar por el balcón la llegada del cartero. Garona trabajaba en su despacho. Su mujer no había salido.-Entró el cartero. ¡Bien!... Victorino se lanzó en busca de Martina.

Quiso la suerte que se ahorrase a esta intermediaria, porque al cruzar los fondos del hotel, descaradamente, con la audacia de su papel de salvador, tropezó en un saloncillo a Casilda leyendo una novela. Admirado de su elegancia y su belleza, se inclinó:

-Señora tengo el honor de hablar con la dueña de la casa, ¿no es cierto?... Pues bien; yo vengo a prevenirla de algo horrible, de parte de mi amigo y compañero Juan García..., aprovechando la afortunada circunstancia de hallarme también aquí como auxiliar de secretario. Ese Juan, señora, es un idiota. A mí me ha ido contando día por día sus incidentes con usted. A su marido de usted le ha escrito anoche una carta acusándola de todo, ¡y de lo de ayer mañana!

-¡Acusándome! -profirió Casilda, dejando caer el libro.

-Y del modo más villano, señora, sin la menor noción de lo que le debe a una dama un caballero. A mí me cita por testigo.

-¡A usted!

-Sí. De sus confidencias, y de haber presenciado ayer la llamada de usted, señora, por medio de Martina.

-¡Oh! -exclamó Casilda, loca de terror.

Victorino, acercándose, intimó:

-La carta debe de estar leyéndola ahora mismo su marido, porque el correo acaba de llegar. Por eso he osado buscarla a todo trance, señora, tras de haber buscado toda la mañana a Martina inútilmente. Mi objeto es ponerme a sus órdenes. Excuso, pues, de advertirla que yo al Sr. Garona le diré todo lo contrario: esto es, que ese idiota de Juan había tenido la locura de apasionarse de usted, y que despechado... hace lo que hace. Creo que esto mismo debe usted decirle.

-¡Oh! ¡Gracias, gracias! -murmuró esta vez Casilda, con las manos cruzadas en la barba.

Y no viendo tiempo que perder, tocó un timbre e hizo que llamasen a Martina. Apenas medio informada ésta, oyéronse los pasos de Garona. Traía un papel -la carta; y en la faz un gesto de enojos, que se acentuó profundamente al ver la escena de complot.

-¡Sé lo que traes! -se apresuró a manifestar Casilda, con una sonrisa de altivez y de amargura. -¡La carta de un imbécil!... ¡Mira!... Los que te cita por testigos.

Señalaba a Victorino y a Martina, y esto hizo crecer la estupefacción en el prohombre.

-Ese desdichado -añadió la dama- tuvo la loca pretensión de cortejarme..., de apasionarse de mí. Ayer promovió un escándalo, del que se enteraron Martina y este joven, y preferí callártelo, después de arrojarle de esta casa. Viendo que no podía volver, su venganza es esa carta, de cuyo exacto contenido acaba de informarme, como ves, ¡este señor!

El prohombre se quedó mirando a Victorino.

-Sí, señor Garona; esta mañana ha tenido el indecente e hipócrita de Juan la avilantez de contarme su... estúpida venganza.

Dejó caer Garona el brazo de la carta, paseó una fiera mirada por el aire, y salió como un león que busca a un gato.

-¡Ah, bandido! ¡Yo sabré qué hacer! -había rugido únicamente.

Y Casilda, la bella rubia atribulada, la salvada por el lindo Victorino de un modo tan seguro y rápido, tan exquisitamente galante y eficaz, acercose a él, y dijo cogiéndole ambas manos:

-¡Ah! ¡Gracias! ¡De todo corazón! ¡No podré haberle pagado jamás, ni con la vida!... Ahora le ruego que vaya a disuadir a mi marido de que busque a ese... infeliz. ¡Que esto no transcienda! ¡No deben hablarse!...

Certero y rápido siempre, escapó de la sala Victorino.