Así paga el diablo/Capítulo VI
Capítulo VI
Partió con Garona el coche.
Juan sintió a Martina.
-Don Juan, la señora llegó ayer. Me ha encargado que le ordene usted su biblioteca ahora, antes que ella se levante.
-¿Su biblioteca?
-Sí. Está por el otro lado de este piso. Venga usted. Es cuestión de un rato.
Juan, que tenía mucho que escribir y que estaba viendo además en Martina un algo de perversa confidencia, pensó en hacerse substituir por Victorino. Victorino estaba viniendo a la biblioteca desde hacía tres días. Garona habíale visto ya, y había quedado prendado de él... ¡No, no debiera Juan meterle en confianzas! Se levantó, y cruzó el hotel guiado por Martina... Salones, gabinetes... todo con alfombras, todo medio a obscuras.
-Aquí. Son esos libros. Se ve poco; pero no abra mucho más ni haga ruido, porque está durmiendo la señora.
Y le dejó en un camarín de sedas color malva.
Apenas se veía. La luz del jardín entraba por una abertura del balcón y tamizábase en un tendido transparente. Fue a abrir más, y no supo alzar el transparente. No le entendía el mecanismo. Además, al mover las colgaduras, había hecho vacilar una vitrina. Miró. En otra portada, otro amplio cortinaje recogido en pabellones, cerraba su gran hueco con un tul. Habíanle dicho que estaba durmiendo la señora. Quizás allí, o cerca. No debía hacer ruido.
Conformose con aquella claridad, y se sentó junto al estantillo giratorio. Los libros, primorosamente encuadernados, eran poco más de tres docenas. Estaban en desorden, en el suelo. La escasa luz dejábale leer los títulos con pena.
Hombre... ¡religiosos!... El áncora de salvación, el Kempis, Meditaciones... Pero el cuarto que cayó en sus manos... ¡ah!... de Antonio de Hoyos, A flor de piel... y el quinto una Claudine, de Willy... ¡Caracolitos! Empezó a clasificarlos.
De pronto, volvió la cabeza hacia el rameado tul de la otra estancia. Nada, obscuro, negro. Había creído notar algo así como el crujir de unos muelles. ¿Estaría tan cerca durmiendo la señora?... Tras el tul, habría puertas que la interceptasen la luz. Aparte de que habíala él aumentado. No obstante, acentuó sus sigilos... con un miedo de... de... ¡sí, de respetos...!; porque según íbanle abrumando los íntimos faustos de esta casa, y a pesar de la indiscreta opinión de Victorino, hallaba más absurda su inquietud de estar siendo la grosera ansia de una mujer tan distinguida. Victorino era un golfo que creía a una duquesa capaz de conquistar a su chauffeur y a su cochero..., y él, Juan, en todo caso, acogido por Garona como listo, no iba a haberle parecido a la esposa tan zoquete como un cochero o un chauffeur.
Volvió a mirar, porque sonaban los muelles. El tul permanecía en su reposo de gran velo tendido, y detrás la obscuridad. Pero de pronto, se alumbró. Unos eléctricos focos, invisibles, acababan de encenderse; y el diáfano telón dejaba clarear perfectamente la alcoba y un lecho doselado. ¡Oh, qué magia! ¡Qué teatro de locura! ¡Por Dios!... Un brazo descorrió unas sedas y tules en el lecho, y apareció Casilda sentada entre damasco...
El primer impulso de Juan fue correr. Detuviéronle el asombro y el miedo de ser visto. Y miraba, miraba, sin siquiera respirar. No era capaz de concebir la procaz insolencia de esta escena, si fuese preparada. Y si no lo fuese...
Pero..., la dama salía de entre las sábanas;... ¡qué barbaridad!... ¡por dónde tenía el escote!... Y las piernas... Juan tornó súbito la faz y se la cubrió con las manos. ¡A qué pequeña cosa llamaba una elegante una camisa!... ¡Qué barbaridad!...
Un minuto. Menos tal vez. Sentía detrás un rumor de broches, como de ligas y zapatos. Sintió después rumor de sedas... Volvió a mirar, y vio que la dama se ponía un amplio ropón blanco con franjas bordadas color fuego... Menos mal. Sino que el ropón no tenía lazos ni botones. Delante cerrábaselo cruzado con una banda. Ésta debía de ser el famoso saut de lit.
Y se horrorizó el joven. La dama, lenta, y anudándose la banda del ropón, se dirigía hacía el transparente... ¡Oh, sí, sí, qué barbaridad!... Llegó... y entró... y le vio... Juan, convulso, había acertado a levantarse, y sonreía. Ella, con la sorpresa en la faz, fulguró:
-¡Oh, Juan! ¡Usted aquí!... ¡Por Dios, amigo mío! ¡Qué imprudencia! ¡Qué audacia!... Y me habrá usted estado viendo... ¡Ah! se ocultó la cara entre los dedos, llenos de brillantes, y parecía desoladísima.
-Yo, señora, había venido...
-¡Chist! ¡Si le sintiesen! -cortó ella en baja voz y mirando alrededor como aterrada.
Tras un dramático silencio, se sentó. Se llevó un momento a los ojos el pañuelo, y rogó en seguida con un tono resignado de desgracia:
-¡Siéntese, Juan, amigo mío! ¡Se impone una leal explicación entre nosotros!
El licenciado, atónito, fulminado también por ciertas vislumbres nacarinas que había la rubia dama descubierto al sacarse el pañuelo del pecho, tomó puesto a su lado -según se le indicaba.
-Yo, Juan, en verdad, todo lo esperaba de usted; ¡mas no tanta osadía!...
-¡Perdón, señora! ¡Estoy aquí porque me ha dicho Martina que esos libros!...
-¡Bah, bien, sí! -volvió ella incrédula y dulcemente dolorosa a interrumpirle- ¡y vaya una ocasión de transmitirle mi orden! Comprendido. Un poco imprudente ha sido usted al aliarse con Martina; pero fuerza es perdonar, ya que lo ha hecho. ¿Cómo no?... Sería yo en balde hipócrita si no le confesase que ya no es tiempo..., que ya no es ocasión más que de perdonar..., tras la enorme, tras la terrible conmoción causada en mi vida toda por su asedio. ¡Sí, sí, muy tarde, Juan! ¡y más habiendo usted puesto en el secreto de los dos a una criada que, después de esto, creerá mi falta irremediable!
Volvió a sacarse del seno el perfumado pañolillo, y volvió a llevárselo a los ojos.
Juan exclamó:
-¡Señora!
Y lloraba tanto la señora, con unos secos y ahogados sollozos tan sinceros, que el joven se inclinó hacia ella levemente, tendiendo en el aire una mano:
-¡Señora! ¡Por Dios, señora!
-¡Juan -exclamó ella arrojando de pronto el pañuelo y cogiéndole la mano con pasión- es inútil que me finja ese respeto! ¡Él ha sido su sistema, bien lo he visto!... Primero, me indignó; después quise persuadirme de sus verdaderas intenciones la tarde aquella..., en el billar... y ¡oh, su hábil modo de hacerme insensiblemente escuchar y decir inconveniencias!... Quise luego aprovechar la boda de mi hermana, por alejarme de mi obsesión y del peligro, y he aquí que en la primera mañana de mi vuelta, me pone usted en esta situación de la que ya, ni mi misma heroica voluntad de resistencia podría evitar que lo pensase todo una criada! ¡Cruel! ¿De qué me sirviese luchar más con mi deber y mis impulsos?
Fue tan grande su aflicción, que cayó tronchada a gemir y como a ocultar su vencimiento, contra el hombro trémulo del joven. Éste, sujeto además histéricamente por la mano, permaneció rígido, aguantándola -toda su carne y su ser en una trepidación atónita de dudas. De dudas -de opuestas emociones. Era la primera, puesto que él había cerrado los ojos, y temblaba, si habríala dado algún ataque... ¿salir entonces? ¿Pedir auxilio?... Era la segunda el... balazo con que Garona, si volviese en este instante, los atravesaría a los dos desde una puerta. Y en fin, contra la misteriosa seducción de aquellas penumbras de los senos que él miraba de reojo en el abierto saut de lit, contra el abrasado contacto de aquella mano y de aquel pelo de seda en su garganta; contra el fuego de suspiros dolorosos de aquellos labios, que podría significar la pasión loca de una honrada sin ventura... flotaba por su espíritu de sabio, no exento de altiveces, el enojo por la burla de que hacíale objeto de la... ladina, la insolente, que intentaba conquistarle lo mismo que a un cochero. ¡Querer hacerle tragar que él la asedió, que él la provocó a las impudencias del billar!... Veía bien claro; al fin, gracias a Victorino. Tenía razón Victorino... Y supondríale a él esta mujer una idiotez digna de un pescante.
No se movía. Ella, en cambio, le apretaba más la mano; había vuelto la cara, y le suspiraba o le besaba en una oreja. ¿Le besaba... o eran aquel dulzor y aquel húmedo calor los de su aliento? ¡Qué barbaridad! Los respetos y enojos de Juan se iban disipando. De la oreja le bajaba a todo el cuerpo un cosquilleo de todos los diantres... ¡Ah, qué infierno de delicia!
Sentíase desfallecer... sentíase vencido... En una turbación, miró a la puerta y creyó ver a Garona apuntándole... «¡Miserable qué estás haciendo de mi honor?» Y no, no dejaríale calma para nada esta alucinación con Garona... Y no, no estaba aquí... pero el revólver... la traición!... de todas suertes, podía el fantasma servirle de pretexto.
Se levantó. Y con tal ímpetu, que quedó desenlazado de la dama y a dos pasos del diván.
-¡¡Señora!!
-¡Qué! -inquirió Casilda, tomada en susto por aquel súbito terror.
-¡El señor Garona! ¡Su marido! ¡He creído sentir un coche en el jardín!
Y escapó del gabinete.