Escritos de juventud
Artículos inocentes

de José María de Pereda
Al director de «La Abeja Montañesa»

Querido amigo: Voy a cumplir tus deseos, aunque al intentarlo no llene los míos. Por si los medios te sorprenden, me creo en el caso de explicarme contigo.

Estamos en pleno siglo de las luces, siglo en que, al decir de las gentes, tiene la razón un culto, y la de cada prójimo, la libertad más omnímoda. A este principio inconcuso se debe, sin duda alguna, la consecuencia que estamos tocando a cada hora, a saber: que la moda sea en nuestros días un sendero por donde caminamos como mulos en reata, en pos de una cosa cuyos géneros, especie, forma y valor importan un bledo si la opinión, otra fruta, del tiempo, la ha colocado en el lugar más avanzado del referido sendero. Si dicha consecuencia te parece un poco absurda y hasta estúpida, no me acuses de poco lógico, pues no la he sabido, ni en ello le pensado; hela encontrado así, como la ves; así te la enseño y así te la dejo, mas sin extrañarme, porque nada es más común que ver en nuestras costumbres aberraciones como templos, acatadas como principios evangélicos; los extremos se tocan, amigo mío; y junto a la refinación del gusto está su depravación; el pequeñísimo espacio que los separaba lo hemos salvado ya; para rapidez, los hijos del vapor. Con tal de llegar a un punto dado, y lo más antes posible, poco importa el cómo; díganlo las vías férreas y, en su defecto, algunas finchadas excelencias. Pero volvamos al caso.

Resulta, pues, que al desempeñar el compromiso que contigo contraje, siento una comezón que me subyuga, un deseo invencible de meterme en el sendero de que te acabo de hablar, en el cual está, sin duda alguna, la fórmula a que debo ajustar el trabajo que me ocupa. Echarse un hombre a cronicar, así de rondón, sin una notabilidad a quien dirigir sus párrafos chismográficos, sin dar a su composición las formas epistolares, es una cosa que me estremece a la vista de ese fárrago de cartas que de poco tiempo a esta parte ha dado en invadir las columnas de los periódicos más circunspectos de la corte. He aquí, en literatura, el sendero de que voy hablando. O no escribir revistas o hacerlo en una carta, amén de añadir a cada una el adjetivo que legitime su procedencia; verbigracia: madrileñas, si son de la corte; manchegas, sin son de Tembleque; rifeñas, sin son de Tetuán, et sic de cateus. Y cuenta que tal es el fruto que va dando el género, que puede llamarse postal sin miedo de equivocarse; pues no cabiendo por su tamaño y atenciones que exige una simple estafeta o cartería, no está lejos el día en que el Gobierno, mirando el asunto con el interés que reclama, los someta a un tratado con los autores que defraudan la renta de la Hacienda injiriendo entre las noticias políticas de un periódico los asuntos de gabinete y hasta de fregadero, que siempre han sido patrimonio de los hurones y consumidores de los sellos de franqueo.

Efecto del amor y veneración que el nuevo género me inspira es el que salgas hoy a la pública vergüenza, reservando, sin embargo, tu nombre patronímico, y no en verdad por prudencia ni en atención a tus modestias, sino, porque el que va a la cabeza de esta carta, con ser más categórico, entona un poco más mis ínfulas de literato. Hasta siento que no le preceda una excelencia o que le subsiga un rosario de preeminencias; pero esto es irremediable y prueba dos cosas a cual más triste: que tú vales muy poco en el mundo actual cuando nada tienes de esos ilustres adherentes por más bajos que se coticen, y que yo valgo mucho menos que tú cuando te cuento por el amigo de más campanillas; y no te ofendas por la palabra, pues va de metáfora. Por ende, no me agradezcas tampoco la dedicatoria, pues con lo dicho se prueba que va para ti a falta de otra persona de más aquel, hablando al uso de la tierra.

También pudiera haber apelado a tal cual matrona de reconocida familia en el mundo elegante, o a las iniciales siquiera de alguna pudibunda y severa beldad, previo el adjetivo de simpática, amable, bella, celestial, etc., etc., dedicatoria que es lo sublime del género que anda en boga; pero me ocurrió al momento que, sobre no conocer y personalmente a ninguna, escribo en un país que las conoce a todas las que citar pudiera, que no son pocas; y que este recurso pega muy bien en la corte precisamente porque nadie las conoce más que su adulador, sus contertulios, y a lo sumo los serenos del barrio, que son convidados externos a todos los thes danzants y demás espectáculos que formar la base del mencionado género de literatura postal.

«Mal precedente es éste», dirán bellas y numerosas lectoras de tu periódico: hablar de las efemérides sociales sin contar con una sola belleza a quien dirigir la palabra, arguye ignorancia redonda de la topografía de los salones, de perspectivas matrimoniales y de un sinnúmero de capítulos de orden y buen gobierno, como es el de expedición de pasaportes para las expediciones de verano; de sanidad pública y particular, como el número de solicitudes de cédulas para zambullirse en las bañeras de Ontaneda, o el de vasos de charol en ajuste para beber la ferruginosa linfa de la fuente de la Salud. ¡Ay, y cuánta razón tienen tus suscriptores si ha de exigirse al cronista veracidad en sus relatos! Mas no es este defecto el que a mí me aflige, a pesar de la opinión de tus abonados; lo de menos sería mentir un poco y sacrificar la conciencia a las exigencias de la moda, moneda muy corriente en el tráfico revistero-epistolar; lo de más es que aun cuando quiera mentir con toda la desvergüenza que pudiera inspirarme la pasión que siento por el género de literatura en cuestión, me faltan los medios de verificarlo con éxito tolerable siquiera, ya que no a la perfección.

En efecto, yo no poseo ese lenguaje gráfico de los modernos revisteros; desconozco totalmente ese potaje de galicismos entre los cuales asoma, transfigurado el ramplón español con cara de protesta hacia el intruso que, no contento con serlo, quiere echarle de casa; ignoro esos modismos extranjeros de tanto efecto hasta para los que los desconocen, como son las siete octavas partes de los lectores, y que con tanta, ventaja sustituyen a los llamados buenos giros del nauseabundo y clasicote idioma de la madre patria.

Feijoo, Isla, Alvarado, Cadalso..., cuantos ingenios españoles han venido cultivando el género epistolar en rancio castellano, fueron unos badulaques, por más que la fama diga otra cosa y afirme que en sus respectivos géneros fueron cada uno una lumbrera que aún hoy sigue alumbrando a más de cuatro miopes, y que les es deudora, acaso de su vida, la literatura nacional. Y nótese bien este adjetivo, que con el dicho se está el fundamento de la fama de aquellos pobres hombres. Tenía entonces la literatura un sabor empalagoso, casi tanto como los potajes de los conventos y cuarteles en que se confeccionaba; mas como no se conocían pues ni fricandós, los candidotes nietos de Cervantes tramábanla con la mejor buena fe, sin acodarse para nada de la cocina francesa, que más tarde había de sufrir con decidida preferencia a los hombres de alguna importancia en la república de las letras... ¡Oh supina ignorancia! ¿Cómo pudo el filosofo padre Feijoo consagrar tantas vigilias, tal rimero de epístolas nos ha legado, a las áridas cuestiones de religión, de filosofía, artes, oficios, ciencias y literatura, sin reparar un poco en la elasticidad del género que cultivaba en el porvenir que le estaba reservado fregando con él los gabinetes de una cortesana? Mientras los otros, profundos políticos, eminentes moralistas, desfacedores de entuertos sociales, agotaban velones y chamuscaban mechas de algodón emborronando pliegos y más pliegos, sacudiendo tajos y mandobles a todo estorbo que hallaban a su paso, ¿cómo no se les ocurrió dejar las cosas como estaban, cantar las jerarquías políticas, barrer las gradas del Poder, adular la aristocracia financiera y entrar en los suntuosos estrados, no para estudiar los vicios y las aberraciones de la culta sociedad, satirizándolos luego con el nocivo fin de extirparlos y traer a otro sendero la descarriada civilización, sino para convertirse en sabrosos narradores de todos los sucesos de telón adentro y ser los panegiristas del encumbrado señorón monsieur le bon ton? Se plega tan bien el estilo epistolar a estos asuntos, cabe tanta amenidad en él prodigándolo cada día... Y, sobre todo, cae tan bien al pie de una lista de defunciones, de bailes, en proyectos de matrimonios en ciernes, de trabajos y toilettes, la firma de un literato de algún mérito, que casi hace que uno mire de buena gana y con tolerante afabilidad los revolcones y descalabraduras de tanto imberbe e incompetente doctrina al escalar difíciles y para ellos imposibles empresas, que acometen por la sencilla razón de que las encuentran abandonadas por sus legítimos defensores, a caza a la sazón de misterios de gabinete. Es verdad que algunos, o la mayor parte, de los flamantes cronistas, han llevado su modestia hasta el extremo de ocultarse tras de un seudónimo vulgar, no conceptuando, sin duda, dignos de suscribir con los de pila sus sabrosas misivas; pero no es menos cierto, y sírvales de gobierno y de orgullo a la vez, que el disfraz se transparenta y que sólo ha servido para excitar la curiosidad de los cronicófilos encargados ya de legar su nombre a la posteridad en letras de oro zurcidas sobre el más rico chiné, glacé o moiré, que esto irá en gustos, recomendados por Le Petit Courier, o Le Follet de las fábricas más en boga de París.

¡Y que mucho hará la posteridad... de elegantes y modistas en tributar sus homenajes de admiración, aunque sea con flores y prendidos, a la memoria de los que en el mundo fueron perpetuos vates de los talleres de la moda y patrones vivos de la elegancia comme il faut?

¿Y deberá resentirse la reverenda literatura al verse despojada de sus hijos por la veleidosa divinidad del siglo? No, y mil veces no. Los hijos hacen perfectamente en abandonar el materno regazo cuando en él no encuentran el lucro que a manos llenas les prodigan en esos alcázares donde se enseñorean la molicie y el lujo en todo su más estimulante desarrollo. Y es muy natural. ¿Qué intereses puede inspirar a un lector discreto y amante de las letras el desenvolvimiento de una idea fecunda en resultados para la república o para la literatura, bajo las severas formas del arte, por un hombre de buena capacidad y no vulgar educación? Ninguno absolutamente; pero, en cambio, ¡qué de deleite y de sustancia encierra un párrafo chismográfico, en estilo flamante, repetido diaria o, cuando menos, semanalmente, reseñando los acontecimientos de la morada de un mecenas de miriñaque, hasta de los más apartados rincones de la monarquía! ¿Qué habrá en el mundo que pueda interesar más a un suscriptor de un periódico que el número de condes y marquesas que tratan con distinguida franqueza al mimado revistero H o B; que el diálogo de un baboso con una mocosuela, y los grados de palidez de la bella señorita de Tal, respecto de la robustez de la misma en la noche anterior; y si la graciosa baronesa de X se prepara a conceder su blanca mano al simpático e ilustrado marquesito de I, muy conocidos, por supuesto, en sus respectivas casas; y la jaqueca de la respetable señora de A, justamente agravada con la muerte repentina de su querido faldero americano; y la oración fúnebre sobre este animalito, y si la otra cantante sensibile de afición dio el sí con la mayor facilidad delante de una notabilidad extranjera que escribe el suceso inmediatamente a su corte, y dice que ya somos felices en España y caminamos con el genio civilizador; y las piruetas que hizo la esbelta sílfide, señorita de N; y los dedos de alzada que tiene de más el tronco nuevo del banquero M sobre el normando del palaciego S; y los esparavanes y sobrehuesos que le han resultado a la jaca de Pepito... y tutti quanti...? Esto, esto y nada más es lo que priva; esto es lo que honra a la literatura y arma a los literatos; éste es el árbol a cuya sombra debe acogerse esa generación que, al fin del primer tercio de su carrera, marcha, según es fama, con insaciable avidez de ciencia y de saber. No hay que darle vueltas, amigo; la literatura está en su terreno, y es un signo de su restauración cuando se arrastra por los estrados y los talleres de las modistas; y el literato dejará de llenar su misión sobre esta tierra de miserias mientras no se consagra en cuerpo y alma a comentar chismes, a publicar mentiras y profanar la lengua de su patria o a renegar de ésta si la dificultad se apura un poco. Honra y prez para estos apóstoles de las bellas letras.

No esperes, pues, que mi tosca péñola invada ese terreno con la marcial desenvoltura que tan alto ha colocado nombres que no prestaron nunca más que para lo que aún prestan los Juan Portal, Perico el de los Palotes, Juan Lanas... o Lucas Gómez; es decir, para vulgarizar un personaje, para pintarle de un solo rasgo, como la esencia misma de lo ramplón, de lo adocenado, de lo paciente, de lo infeliz, de lo vulgar; ni tampoco esperen estos señores que tomando a cualquiera de ellos por mi cuenta le ponga a la orden del día, hasta que se le disputen de regazo en regazo las Horas y las Enriquetas, las Lauras y las Elisas de hogaño; no, por Dios. Para hacer célebre a uno de estos personajes es preciso que se le vista por capucha una autoridad literaria, o, por lo menos, del gran tono; y después de zambullirle y perfumarle en estrados y gabinetes, le saquen a la expectación pública manejando el incensario, glosando en mal extranjero la vida de los salones y cantando a la faz del mundo las efemérides de la región del lujo y de la opulencia. Nada de esto puedo yo hacer, mal que me pese: primero, porque, como dejo dicho, no rayo tan alto en mis costumbres ni en el arte de cantarlas, y segundo, porque aunque rayara, los refinados elementos de la sublime escuela aún no han conseguido formar atmósfera en este rincón donde te escribo y tú resides. Esta circunstancia deben tenerla en cuenta tus suscriptores cuando echen de menos en estos párrafos el sic de una carta... montañesa. Mentir de lo que no se ve, aún puede hacerlo sin comprometer su reputación un revistero; antes, por el contrario, ganando mucho en ella; pero comentar lo que no existe es harto grave para los pobres recursos de un cronista provinciano, y hasta de mal efecto entre estas gentes sencillas. Hay que convenir en que esta capital está muy atrasada; aún en ella se rinde culto al trabajo antes que a la moda, y entre el baturrillo de su tráfico apenas revolotean vagos y sin destino dos docenas de personajes de buen gusto capaces de formar círculo aparte, sin que el polvillo mercantil mancille y adultere los perfumes de sus prácticas del gran mundo. Creo firmemente, y tú lo creerás también, que un parisiense de pura raza o un madrileño castizo se morirían aquí durante el invierno de hipocondría, sin que la unción les alcanzara. Y estas hijas de Eva serían muy capaces de consentirlo sin poner de su parte el más mínimo, remedio. ¡Y les era tan fácil! Pero ¿qué se puede esperar de unas bellezas que pasean semanalmente, que zurcen calcetines, que toman la cuenta a la cocinera, que no saben transformar a una sirvienta en portapliegos, que llegan a los dieciocho años sin haber sacudido el yugo de la vigilancia paterna, que no saben inglés, y muy poco francés, ni montar a caballo, ni tirar a la pistola; que no viajan dos veces al año, ni tienen diario, ni maestro de armas, ni picadero? Estupidez como ella. Y es que no saben que las costumbres transforman hasta la Naturaleza misma. En los altos círculos, según las crónicas relatan, ya no hay feas ni tontos; a donde más baja el apreciador es a simpática y modestos; de aquí para arriba échate sin cuidado, que aún no alcanzas al cronista por mucho que corras.

Tampoco se crea por lo dicho que es entre nosotros enteramente extraña esa civilización social; no, señor; distamos mucho, sí, de poseerla en toda su magnitud, pero esto no quita, gracias a Dios, el que vayamos caminando por ella poco a poco y con segura fe de darla felicísima. Ya nos bañamos, no en Arechavaleta, Biarritz, Baden ni Cestona; pero sí en Liérganes, Las Caldas, Ontaneda o Viesgo, sin que la salud lo exija ni mucho menos; hacemos nuestros viajecitos de verano, y si bien no llegamos a Alemania, Suiza ni Italia, tenemos aldeas en la provincia que sirven, aunque con trabajillos y apreturas, para confinarse tres docenas de familias de lo mejorcito de la población hasta bien entrado septiembre; tenemos para excursiones domingueras, a falta de un Aranjuez, un Carabanchel o un Pardo, un Boo, un Guarnizo y un Renedo muy cucos; y contamos, sobre todo, para que no les falte la fisonomía a estos y otros pasatiempos, un gran acopio de imberbes doctores que durante la estación de los granizos se están embebiendo en la corte en lo más sustancioso de la doctrina y en las fuentes más autorizadas. ¡Bah! Tenemos mucho, si bien lo examinamos, en pequeña escala, por supuesto; pero por ahí se empiezan las grandes transformaciones.

Lo que a cualquiera debe chocar en extremo es que Santander, tan lejos de las modernas formas de sociedad, tome en la estación en que vamos a entrar un aspecto tan seductor, que no solamente surta, y con creces, de placeres a sus habitantes, sino que brinde con otros tantos a los que, hastiados de los suyos durante el invierno, apelan a los extraños en los meses de los tabardillos.

Los que en años anteriores han tenido el capricho de visitar nuestro bello país, y que, de fijo, continuarán visitándolo mientras puedan, saben muy bien que no exagero; los que no han pisado aún las praderas de la Montaña, háganlo este verano, y yo les respondo de que no les pesará, pues aunque de puertas adentro caminemos como verdaderos provincianos, de tejas afuera, en cambio, es donde están nuestros placeres de verano. ¡Es tan bella la Naturaleza del país! ¡Cuesta tan poco trabajo, ayudándola un poco con el arte, transformarla en mágico teatro!

Así, pues, permíteme, entrando de una vez en materia..., que me largue a solazar con las puras brisas de nuestras praderas, más lozanas y floridas que nunca, y en todo el vigor de su hermosura desde que la Pascua asomó su alegre faz tras el último potaje de Semana Santa.

Conque pásalo bien, carísimo director; y si después de tanto fárrago resulta que no he dicho nada de lo que tú apetecías, perdóname en gracia de mis buenos deseos de servirte... y de no sé qué más.

Por lo que hace a tus bellas suscriptoras, que son para mí las más temibles, espero que también me otorguen su indulgencia, pues si bien lo que dejo expuesto no forma en signos un artículo de modas, sóbrale, estoy seguro de ello, más de medio palmo para ser todo lo que se llama un artículo a la moda.

Paredes



(De La Abeja Montañesa.)

9 de abril de 1860.