Arroz y tartana/IV
IV
El Carnaval de aquel año fue muy alegre para la familia de doña Manuela.
Las niñas se divirtieron. Rafaelito era socio de todos los círculos distinguidos y decentes donde se baila, mientras arriba, en una habitación con luces verdes, guardada y vigilada como antro de conspiradores, rueda la ruleta con sus vivos colorines o se agrupan los aficionados en torno de las cuatro cartas del monte.
¡Qué noches aquéllas de emociones, de nerviosas alegrías, de mareos voluptuosos, y después de aplastamiento, de brutal cansancio...! Juanito era el encargado de abrir la puerta cuando la familia volvía del baile. En la madrugada, cerca de las cuatro, oía chirriar los pesados portones, entraba el carruaje en el patio, con gran estrépito, y él saltaba de la cama metiéndose los pantalones. La entrada de la familia le deslumbraba, sintiendo el infeliz una impresión de vanidad. Las hermanitas, vestidas unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de labradoras, de pierrots o de calabresas; Rafael, de etiqueta, embutido en un gabán claro, tan corto de faldones que parecía una americana; y la mamá satisfecha del éxito alcanzado por sus niñas, y a pesar del cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a cada paso, y encima el amplio abrigo de terciopelo, Juanito contemplaba con el cariño de un padre este desfile desmayado que iba en busca de la cama, arrojando al paso en las sillas los adornos exteriores. La mamá era siempre para él un ídolo, un ser superior, y los hermanos, al verlos tan elegantes, le hacían recordar la época en que él, pequeño, pero avispado por el desvío maternal, les servía de niñera cuidadosa, llevándolos en sus brazos y sufriendo con sublime abnegación sus infantiles caprichos.
Levantábase mal arropado, tosiendo y tembloroso, a abrir la puerta, pues era preciso dejar, dormir a las criadas, para que al día siguiente el cansancio no las entorpeciera en sus trabajos. Además, la vista de su familia parecía traerle algo de los esplendores de la fiesta, el perfume de las mujeres, los ecos de la orquesta, el voluptuoso desmayo de las amarteladas parejas, el ambiente del salón, caldeado por mil luces, y el apasionamiento de los diálogos. Y después de aspirar ese perfume fantástico de un mundo desconocido que su familia parecía traerle entre los pliegues de sus ropas, el pobre muchacho volvía a la cama, para dormir tres horas más y emprender después el camino de la tienda, mientras la mamá y los hermanos roncaban su primer sueño con la fatiga propia de las noches de baile.
Después, a la hora de la comida, eran los comentarios, los recuerdos agradables, los berrinches por supuestas ofensas que en el primer instante habían pasado inadvertidas, y que, agrandándose ahora en la imaginación, pedían venganza. Las dos niñas recordaban la ligera sonrisa de las de López al examinar sus disfraces de calabresas. ¡Reírse de ellas! ¡Las muy cursis! Mejor harían en darse una vueltecita alrededor de ellas mismas, pues no es muy chic ir siempre a los bailes con el mismo dominó blanco, de modo que al entrar con la careta puesta, toda la pollería gritaba: «¡Ya están ahí las de López!»
Aparte de estos disgustos colectivos, las dos niñas los sufrían también particularmente. Conchita estaba furiosa contra Roberto del Campo, «el pollo bonito», como le llamaban algunas. Mucha palabrería, requiebros a granel; pero de declaración seria y formalmente... ¡ni esto! Bailaba con ella, y a lo mejor abandonaba a su pareja y salía del salón, para no reaparecer hasta la hora del galop final. Su excusa era siempre la misma: tenía algo que arreglar con Rafaelito.
—¿Dónde os metéis, condenados?—preguntaba la hermana al día siguiente—. ¿Qué diversión es esa que os hace tan groseros?
—Mujer, son cosas de hombres. Mientras vosotras bailáis, nosotros nos dedicamos a ocupaciones más serias.
Serias, sí; tan serias eran, que Rafaelito tenía frita a la mamá—según propia expresión—, pidiéndola cinco duros al día siguiente de los bailes. El Carnaval tenía para él mala pata, y al susurro de la orquesta que sonaba abajo, salía bailoteando siempre la carta contraria y se llevaba al montecillo del banquero las pesetas de mamá.
Amparo también tenía sus disgustos. Lo que a ella le pasaba no podía ocurrirle a nadie. Aquello no era tener novio ni tener nada. Vamos a ver: ¿para qué tiene novio una muchacha? Para lucirlo, para que lo vean las amigas y rabien un poco... ¿no es verdad? Pues ella no podía darse tal placer. Andresito no tenía un cuarto y no era socio de los círculos donde iba ella. Sus papas lo llevaban bastante elegantito, eso sí, pero limitábanse a darle los domingos tres pesetas y un sermón encargándole que no fuese derrochador ni calavera, que mirase en qué gastaba su dinero... y mucho cuidadito con meterse en sitios malos. Mendigaba alguna invitación en las redacciones de los periódicos, y si la conseguía, iba al baile, pero sólo hasta la una. ¿Ha visto usted? Hasta la una, la hora en que iban llegando las amigas y el baile comenzaba a animarse. Sólo una vez consiguió que Andresito se esperase hasta las dos, pero al día siguiente sospechó con fundamento que en Las Tres Rosas habían estado a la espera, tras la puerta, unos ásperos bigotes y una vara de medir, para dar las «¡buenas noches!» en las costillas al bailarín rezagado.... ¿Era esto un novio serio? Y luego, aunque se quede usted sólita en el baile, mucho cuidado con aceptar invitación de tantos pollos amables, porque si el señor sabe que se ha bailado, pone un hocico inaguantable y habla de un tal Otelo, y dispara un soneto en que le pone a una de pérfida, perjura e infiel, que no hay por dónde cogerla.... No señor; la cosa no puede seguir así. Ella se tenía la culpa, por no hacer caso de mamá, que decía que los de Las Tres Rosas eran unos ordinarios. Andresito era un buen chico, pero ella no podía estar en ridículo y que las amigas le preguntasen irónicamente por su novio. Como se decidiera otro que estaba a la vista, era cosa hecha: plantaba a Andresito.
Llegaron los tres días de Carnaval. Por las mañanas, entre las estudiantinas y comparsas que corrían las calles, pasaban las familias ostentando a algún niño infeliz enfundado en la malla de Lohengrin, el justillo de Quevedo o los rojos gregüescos de Mefistófeles. Los ciegos y ciegas que el resto del año pregonan el papelito en el que está todo lo que se canta iban en cuadrilla, guitarra al pecho, vestidos de pescadores u odaliscas, mal pergeñados, con mugrientos trajes de ropería.
Muchachos con pliegos de colores voceaban las décimas y cuartetas, alegres y divertidas, para las máscaras, colecciones de disparates métricos y porquerías rimadas, que por la tarde habían de provocar alaridos de alegre escándalo en la Alameda. En la puerta del Mercado vendíanse narices de cartón, bigotes de crin, ligas multicolores con sonoros cascabeles, y caretas pintadas, capaces de oscurecer la imaginación de los escultores de la Edad Media, unas con los músculos contraídos por el dolor, un ojo saltado y arroyos de bermellón cayendo por la mejilla; otras con una frente inmensa, espantosa; caras de esqueletos con las fosas nasales hundidas y repugnantes; narices que son higos aplastados, o que se prolongan como serpenteante trompa con un cascabel en la punta; sonrisas contagiosas que provocan la carcajada y carrillos rubicundos a los que se agarra un repugnante lagarto verde.
Los estudiantes, con el manteo terciado, tricornio en mano y ondeante en la manga el lazo de la Facultad, corrían las calles como un rebaño loco, asediando a los transeúntes para sacarles el dinero en nombre de la caridad. Por la plazuela de las de Pajares desfilaron los de Medicina y Derecho, y en torno de la enhiesta bandera amarilla o roja, las músicas rompieron a tocar alegres valses, que rápidamente poblaban los balcones.
La expansión ruidosa de la juventud libre y sin cuidados invadía la plaza como una atronadora borrachera. Volaban los tricornios a los balcones; cada cara bonita provocaba floreos interminables, en los que la hipérbole dilatábase hasta lo desconocido; y había muchacho que, impulsado por alguna copita traidora, despreciaba la vulgar invitación de las escaleras y se encaramaba por la fachada, agarrándose a las rejas, para entregar un ramo de flores a la niña y pedirle un duro a la mamá. Concha y Amparo recibían una ovación y doña Manuela, roja de orgullo, repartía sonrisas y pesetas a todo el enjambre de diablos negros, voceadores y gesticuladores que se agolpaba bajo el balcón. A espaldas de ellas estaba Andresito Cuadros, que acababa de entrar en el salón con el manteo terciado, una bayeta infame que tiznaba de negro la camisa y la cara. Llevaba ramos para la mamá y las niñas, y estuvo locuaz, atrevido, aunque, con gran desencanto de Amparito, no intentó como los otros, subir por la fachada, sistema que a ella le parecía muy interesante.
Por la tarde, Nelet enganchaba la galerita, y a la Alameda, donde la fiesta tomaba el carácter de una saturnal de esclavos ebrios.
El disfraz de labrador era un pretexto para toda clase de expansiones brutales; y acompañados por el retintín de los cascabeles de las ligas, trotaban los grupos de zaragüelles planchados, chalecos de flores, mantas ondeantes y tiesos pañuelos de seda. Un berrido ensordecedor, un «¡che... e...e!» estridente, prolongado hasta lo infinito, como el grito de guerra de los pieles rojas, conmovía las calles. Las criadas, endomingadas, huían despavoridas al escuchar el vocerío; y pasaba la tribu al galope, dando furiosos saltos, con sus caretas horriblemente grotescas y esgrimiendo por encima de sus cabezas enormes navajas de madera pintada con manchas de bermellón en la corva hoja. Revueltos con ellos, iban los disfraces de siempre: mamarrachos con arrugadas chisteras y levitas adornadas con arabescos de naipes; bebés que asomaban la poblada barba bajo la careta y al compás del sonajero decían cínicas enormidades; diablos verdes silbando con furia y azotando con el rabo a los papanatas; gitanos con un burro moribundo y sarnoso tintado a fajas como una cebra; payasos ágiles, viejas haraposas con una repugnante escoba al hombro, y los tíos de «¡al higuí!» golpeando la caña y haciendo saltar el cebo ante el escuadrón goloso de muchachos con la boca abierta.
Toda esta invasión de figurones que trotaba por la ciudad, voceando como un manicomio suelto, dirigíase a la Alameda, pasaba el puente del Real envuelta con el gentío, y así que estaban en el paseo, iban unos hacia el Plantío para dar bromas insufribles, sonando las bofetadas con la mayor facilidad. La galerita de las de Pajares, a pesar de su cubierta charolada, de los arneses brillantes y de sus ruedas amarillas, tan finas y ligeras que parecían las de un juguete, aparecía empequeñecida y deslustrada en el gigantesco rosario de berlinas y carretelas, faetones y dog-carts que, como arcaduces de noria, estaban toda la tarde dando vueltas y más vueltas por la avenida central del paseo.
Rafaelito habíase disfrazado de clown, y con otros de su calaña ocupaba un carro de mudanzas, sobre cuya cubierta hacían diabluras y saludaban con palabras groseras a todas las muchachas que estaban a tiro de sus voces aflautadas. ¡Vaya unos chicos graciosos!
El carruaje de doña Manuela llevaba escolta. Un buen mozo con negro dominó, montando un caballo de alquiler, marchó toda la tarde como pegado a la portezuela, hablando con Concha, mientras la mamá y Amparo miraban las máscaras. Era Roberto del Campo, el cual, a pesar de su gallardía, iba resultando un posma, que sólo sabía decir floreos, sin llegar nunca a declararse. La mamá comenzaba a no encontrar tan seductor a aquel espantanovios. Dios sabe cuántas proposiciones habría perdido la niña por culpa de aquel hombre, que gozaba todas las intimidades de un novio, sin decidirse nunca a serlo. Pero Conchita se mostraba sorda a los consejos de mamá. Ella lo pescaría; los hombres que las echan de listos caen cuando menos lo esperan: todo era cuestión de tiempo y de presentar buena cara.
Pasó el Carnaval y doña Manuela se vio en plena Cuaresma. Era la hora de purgar los derroches y las alegrías de la temporada anterior. La modista francesa presentaba la cuenta de los trajes de las niñas, y además hacía falta dinero para los gastos de la casa. Total, que doña Manuela necesitaba tres mil pesetas.
Su amiga doña Clara, la corredora de los prestamistas, de la que don Juan hablaba pestes, no encontraba dinero para la viuda de Pajares.
—Francamente, doña Manuela: ¡tiene usted por ese mundo tantos pagarés renovados y con intereses que no siempre se cobran...! Mis amigos se niegan a dar un céntimo. ¡Si usted encontrase una persona con garantías que quisiera avalar su firma...!
¡Persona con garantías...! No era tan fácil encontrar esto, que los prestamistas pedían con tanta sencillez. Allí estaba su hermano, que solamente con una palabra podía sacarla del apuro; pero no había que pensar en semejante miserable, capaz de dejar perecer a toda su familia antes que desprenderse de una peseta. ¡Qué angustiosa situación! ¡Y que una persona distinguida como ella tuviera que verse en tal aprieto por unas cuantas pesetas, cuando tantos miles había arrojado por la ventana en otros tiempos...!
Había que pagar a la modista; la idea de que ésta podía decir la verdad a sus parroquianas, todas señoras distinguidas, horrorizaba a la viuda, a pesar de que no tenía la menor amistad con ellas. Y a fuerza de cabildeos, acabó por encontrar la solución. La tenía al alcance de su mano. Juanito, propietario y mayor de edad, era la firma con garantías que ella necesitaba. En cuanto a las amenazas de don Juan, que había previsto el caso, se burlaba de ellas. ¿No era Juanito su hijo?
Nunca vio el pobre muchacho tan dulce y complaciente a su mamá. La escuchó, como siempre, embelesado, deleitándose con el eco de su voz, y la madre tuvo necesidad de repetir sus peticiones para que Juanito se diese cuenta de lo que decía. A pesar de su fanática adoración, el muchacho experimentó cierto sobresalto al enterarse de que se le pedía una firma por valor de tres mil pesetas. No lo podía remediar. Estaba amasado con pasta de comerciante, y en cuestiones de dinero reaparecía en él lo que tenía del padre y del abuelo.
—Pero mamá, ¿tan mal estamos de fortuna?
Doña Manuela estuvo elocuente. La vida cada vez más cara, las exigencias del rango social muy costosas, y sobre todo, los hijos, ¡ay, los hijos...! ¿Tú sabes, Juanito, lo que me costáis?
Y Juanito callaba, a pesar de que tenía razones de sobra para responder. Desde la muerte de su padre se había comido la viuda la renta de su huerto; lo llevó vestido hasta los veinte años con los desechos de su padrastro; había ahorrado a su madre el gasto de una criada, cuidando fervorosamente a sus hermanitos, aguantando sus rabietas de criaturas nerviosas, y hacía ya diez años que ganaba su salario en Las Tres Rosas, entregándolo íntegro a la mamá. ¿Qué gastos hacía él, vamos a ver? En cambio, los otros.... Pero a los otros había que dejarlos en paz. Él los quería lo mismo que a mamá, y su pena era no poder darles más. Y el pobre muchacho callaba, sufriendo pacientemente las irritantes mentiras de doña Manuela, que seguía hablando de los sacrificios por los hijos. En fin, que necesitaba tres mil pesetas, y esperaba que Juanito, su niño querido, salvaría la casa.
—Pero mamá, podíamos hablarle al tío. Él nos dejaría esa cantidad sin intereses.
¿Al tío...? ¡Horror! Ni una palabra. Era un egoísta, un grosero, un hombre sin educación.
—Cuidado, Juan, con decirle una palabra. Darías un disgusto a tu mamá.
—Pues entonces, puedo pedirlas a mi principal. Aunque don Antonio anda ahora muy ocupado en eso de la Bolsa, siempre tendrá tres mil pesetas para favorecer a unos buenos amigos.
Tampoco. A ése, menos. No quería adquirir compromisos con unas personas así... tan ordinarias. Justamente había sabido el día anterior que Amparito tenía relaciones con el hijo de Cuadros, y había experimentado un verdadero disgusto. Unas relaciones sin «sentido común». ¡Casar a Amparito, a la hija del doctor Pajares, con el hijo de Teresa, que había sido criada de doña Manuela! No; la familia no había llegado aún tan bajo, y aunque apurada, no estaba para emparentar con una fregona. Ya se sabía que Antonio Cuadros se había lanzado en plena Bolsa, y aunque con timidez, hacía sus operaciones; pero cuando tuviera muchos miles de duros, ¡muchos! entonces podía volver Andresito... y veríamos. Decididamente, no quería pedir préstamos a una gente inferior, que la trataría con desdeñosa confianza al conocer sus apuros.
Y descartados don Juan y el comerciante, doña Manuela volvió a la carga; el hijo intentó resistirse, pero al fin le aturdieron las caricias maternales y firmó cuanto quiso la mamá.
La consideración de que parte de aquel dinero era para pagar el abono de las tres butacas que la familia tenía en el Principal a turno impar le hizo decidirse. Sin teatro, ¿qué iban a hacer sus hermanitas? ¿Para qué aquellos trajes que tan caros costaban? Allí podían encontrar buenas proposiciones que asegurasen su porvenir, y sería una crueldad que él cortase la carrera a las dos muchachas.
Y Juanito sintióse feliz, en aquella temporada de Cuaresma, cada noche que cenaba con la familia, puesta de veinticinco alfileres, comiendo incómoda con la toilette de teatro y estremeciéndose de impaciencia, mientras abajo sonaban las coces del caballo contra los guijarros del patio y los tirones que daba a la galerita.
Cantaba un tenor «eminencia», uno de esos tiranuelos de la escena que cobran por noche cinco mil francos para entonar una romanza o un dúo y estar de cuerpo presente en el resto de la obra. Era signo de distinción y de buen gusto dejarse robar por la eminencia; se congregaba para cruzar sonrisas y saludos lo mejorcito de Valencia, y las dos niñas pasaban el día siguiente hablando con entusiasmo del do de pecho del tenor y de los vestidos escotados de las del palco 7; de los diamantes de la tiple y de la facha ridícula del director de orquesta, un tío melenudo, con gafas de oro, que en los momentos difíciles braceaba como un loco, se levantaba del sillón y parecía querer pegarles a los músicos, a los artistas y hasta al público.
El gran tenor y sus triunfos figuraban en todas las conversaciones, y al fin, el pobre muchacho cayó en la tentación, no de oír el Otello de Verdi, sino de ver el bicho raro que abriendo la boca se tragaba cinco mil francos de una sentada. Él, que sin remordimiento había firmado por tres mil pesetas, tuvo que reflexionar y hacer un esfuerzo supremo para gastarse cuatro. ¡Alguna vez había de ser calavera! Y empujado por la muchedumbre, asaltó las alturas, el «paraíso» de fuego, donde, acoplándose cada espectador entre las rodillas del vecino inmediato, formaba el público un mosaico apretado y sólido. Allí permaneció toda la noche, confundido con la demagogia lírica, sin entender una palabra, fastidiándose horriblemente, diciendo en su interior que aquella música era como la de las iglesias, pero sin valor para estornudar ni mover pie ni mano, por miedo a aquellos señores que oían con la boca entreabierta, los ojos puestos en el techo, inertes y extasiados como fakires en el nirvana, y que, al menor ruido, ponían el mismo gesto que si un ratero les hurtase el bolsillo. Al terminar el acto, armaban una algarabía de mil diablos, discutiendo e insultándose en un caló ininteligible, y sacando a colación la madera, el metal y la cuerda, como si tratasen de construir un navio.
Juanito, contagiado por el ardor de pelea que reinaba en las alturas, sentía tentaciones de gritar que aquello era fastidioso y lo de los cinco mil francos un robo; pero callaba, por miedo a los energúmenos artísticos, y consolábase mirando abajo las rojas filas de butacas, donde se destacaban los lindos sombreros de sus hermanas y la majestuosa capota de mamá. Un sentimiento de orgullo le invadía al contemplar a su familia tan esplenderosa en aquel ambiente cargado de luz y de perfume, y hasta ciertos instantes le faltó poco para llamar a Amparito y hacerle un cariñoso saludo.
¡Y pensar que en casa se pasaban tantos apuros para sostener aquel lujo! ¡Quién lo diría viéndolas tan elegantes y risueñas, especialmente la mamá, que lucía brillantes en pecho, orejas y manos, y que antes quería pasar hambre que deshacerse de ellos...! Y el pobre muchacho, siguiendo la corriente de la lógica, pensaba con horror si todas las señoras que allí estaban cargadas de flores y joyas, exhibiendo sus sonrisas de mujer feliz, habrían tenido que pedir prestado como su madre.... El recuerdo de esta noche quedó en la memoria de Juanito con una impresión de calor asfixiante y aburrimiento inmenso. Al avalar el pagaré de su madre, había pensado revelar a su tío esta debilidad, pues incapaz de hacer nada por cuenta propia, se lo consultaba todo a don Juan. Pero esta vez fue perezoso; transcurrió el tiempo sin encontrar ocasión para ir a casa de su tío, y al fin nada le dijo.
Además, su posición en Las Tres Rosas tenía a Juanito pensativo y preocupado. Desde que su principal se dedicaba en cuerpo y alma a la Bolsa, animado por ciertas jugadas de fortuna, Juanito era de hecho el dueño de la tienda. La mañana pasábala don Antonio conferenciando con los corredores en la trastienda, leyendo los despachos bursátiles de los periódicos, haciendo comentarios y sosteniendo disputas con ciertos amigos nuevos que formaban corro a la puerta del establecimiento y hablaban con calor de la alza y la baja, los enteros y los céntimos. Por la tarde íbase a la Bolsa, de donde volvía al anochecer, sudoroso, enardecido, llevando en su mirada la fiebre de los conquistadores.
Aquel hombre parsimonioso, de costumbres morigeradas, estaba en plena revolución. Vivía inquieto, nervioso, y en sus palabras y ademanes notábase cierto tono de grandeza, sin duda por la costumbre adquirida de hablar de millones y más millones con tanto desprecio como si fuesen pañuelos de dos pesetas docena. Las cosas de la tienda tratábalas ahora con indiferencia, como asuntos sin importancia, dignos sólo de una capacidad vulgar. Encargó a Juanito de la dirección de la casa, y cada vez que éste le consultaba, respondía con displicencia:
—Haz lo que quieras, hijo mío. Allá tú. Aunque salga mal algún negocio, no me arruinaré. Yo estoy ahora en mi verdadero terreno; he encontrado el filón.
Y pasando por él una ráfaga de confianza, desarrollaba un panorama tan encantador a los ojos de su dependiente, que los instintos de comerciante rapaz despertaban en éste y se estremecía de pies a cabeza con el escalofrío de la ambición. ¡Vaya un negocio ruin el de la tienda! Trabajar rudamente, exponerse a pérdidas, sufrir la mala educación de los compradores, todo para juntar, céntimo tras céntimo, unos cuantos miles de reales a fin de año. Para negocios, los suyos. Daba sus órdenes a los corredores, se acostaba tranquilo y al día siguiente levantábase con la noticia de haber ganado mil duros sin trabajo alguno. Era verdad que se corría el peligro de perder mucho, muchísimo; pero cuando se tenía una cabeza como la suya, buenos amigos, excelente información y un acertado golpe de vista, no había cuidado.
Y el infeliz mortal poseedor de tantas cualidades paseaba por la tienda ante su asombrado dependiente, con toda la prosopopeya de un hombre que tiene agarrada la fortuna por los pelos y no piensa soltarla.... Y todo porque con unas cuantas operaciones tímidas, yendo a la zaga de otros más expertos, había ganado mil duros.
Todo quiere empezar; y él, puesto ya en el camino de la suerte, aseguraba a su dependiente que antes de un año tendría millones, sí señor, millones no nominales ni de mentirijillas como los que compraba y vendía en la Bolsa, sino reales y efectivos, prontos a convertirse en fincas o en acciones. ¿Dónde estaban ahora esos ignorantes capaces de asegurar que en la Bolsa se encuentra la ruina? Buenos ejemplos tenía a la vista para convencerse de su error. Todo el mundo jugaba. Gentes que un año antes no tenían sobre qué caerse muertas gastaban ahora carruaje propio; comerciantes que no podían pagar una letra de veinticinco pesetas jugaban millones, dándose una vida de príncipes; y la Bolsa, «aunque a él le estuviera mal el decirlo», era una gran institución, porque gracias a ella corría el dinero y había prosperidad, y un hombre podía emanciparse de la esclavitud del mostrador, haciéndose rico en cuatro días. Y si lo dudaba Juanito, que mirase a López, ése cuya señora era amiga de la mamá. Pues el tal López no tenía un céntimo, pero metió la cabeza en la Bolsa, y ahora no se dejaría ahorcar por ochenta mil duros, ni por cien mil. En resumen: que a él le importaba un bledo la tienda, y se burlaba de aquel comercio a la antigua, que sólo servía para que los hombres de capacidad financiera se matasen trabajando como unos burros, para comer sopas a la vejez.
Justamente, en la época que don Antonio abandonaba su tienda, cada vez más atraído por los negocios, fue cuando Juanito comenzó a sentirse dominado por una preocupación.
Entre las parroquianas de la casa había una joven que los dependientes designaban con el apodo de «la beatita». Era una criatura tímida, dulce, encogida, que hablaba con los ojos bajos y sonreía a cada palabra, como pidiendo perdón. Evitaba entenderse con los dependientes, sin duda por molestarla sus exagerados cumplimientos, ese afán de decir a toda parroquiana, con voz automática, que es muy bonita, para despachar mejor la mercancía; y apenas entraba en la tienda, buscaba con los ojos a Juanito, muchacho juicioso, tan tímido como ella y que no se permitía el menor atrevimiento.
Los dos se entendían perfectamente. Discutían con gravedad el precio y la clase de las telas; y tan grande era la simpatía, que si aquel grandullón de enormes barbas osaba decir una palabra un poco alegre, «la beatita» sonreía con toda su alma, mostrando una dentadura igual y brillante.
Iba con frecuencia a Las Tres Rosas, por ser los géneros baratos, y Juanito, insensiblemente, recogiendo hoy una palabra y uniéndola con otra tres días después, se enteró de quién era.
Llamábase Antonia. Trabajaba de costurera a domicilio, y tenía tan buenas manos, que se la disputaban las parroquianas, señoritas de escasa fortuna, que acogían como una felicidad el confeccionar en sus casas vestidos iguales a los de las modistas. Era huérfana. Su padre había sido cochero en una casa grande; su madre, portera. La difunta señora, una condesa anciana, había sido su madrina, costeando su educación en un colegio modesto, y todavía Antonia iba a visitar algunas veces a «las señoritas», las hijas de su protectora, que se habían casado. Vivía con una amiga de su madre, vieja y casi ciega, antigua criada durante veinte años de un señor enfermo y malhumorado, que al morir le legó una renta de dos pesetas, lo suficiente para no morirse de hambre. Tónica—así la llamaban sus parroquianas—comía en casa de éstas, cosía once horas, cuando no tenía que salir para comprar tela, hilo o botones, y por la noche regresaba a su habitación de la calle de Gracia, un piso tercero de una casa vieja y pequeña, que las dos mujeres tenían como «taza de plata», según expresión de las vecinas.
Juanito miraba a la joven con tierna simpatía. ¡Era tan buena muchacha...! Para convencerse, bastaba verla por la calle con el velo caído sobre los ojos bajos, andando con paso menudo y gracioso, arrimada siempre a la pared, como si quisiera evitar la atención de los transeúntes.
Su belleza no era gran cosa. La cara redondita y pálida, la nariz algo corta, pero con unos ojos hermosos, cobijados por las grandes cejas, que, pobladas de sobra, tendían a juntarse, formando una sola línea.
Pero lo que a Juanito le encantaba más en su parroquiana era la sonrisa y aquella dentadura que en el fondo carmesí de la boca brillaba nítida, igual, sin una picadura, sin una pieza saliente, como esas muestras perfectas que los dentistas colocan en sus escaparates.
Esta amistad, que se estrechaba por encima del mostrador, iba siendo una necesidad para los dos. Tónica, al entrar, no hacía caso de las palabras de los dependientes, e iba recta en busca de aquel barbudo tan tímido como ella, que muchas veces le enseñaba las muestras con manos temblorosas; y Juanito experimentaba un verdadero disgusto cuando se ausentaba de la tienda y al volver le decían que había estado «la beatita».
Examinaba el menor detalle de su persona, alabando la delicadeza de sus gustos. Era una pobre costurera y llevaba siempre guantes. Aseguraba que no podía prescindir de ellos, así como de otras costumbres superiores a su clase, adquiridas cuando niña en casa de su madrina. Rendida del trabajo, dedicaba las horas de la noche y los domingos enteros a la lectura de novelas, devorándolas, sin predilección, pues bastaba para su gusto que la hiciesen llorar mucho, pero mucho. Ganando siete reales por once horas de trabajo, era una sedienta de ideal; y acostumbrada al lenguaje de las madres sin ventura, de las mártires del amor, de todas aquellas señoras pálidas, ojerosas y vestidas de blanco que saludaba en las obras favoritas, hablaba en la intimidad con cierto sabor sentimental de novela por entregas.
En casa de doña Manuela notaron que algo extraño ocurría a Juanito, y eso que no se fijaban en él gran cosa. Ciertas mañanas, llegaba muy contento a la hora de comer; sus hermanas le oían cantar paseando por las habitaciones, y ¡caso raro! él, tan despreocupado en materias de adorno, enfadóse dos veces porque le planchaban mal las camisas, y pidió seriamente a la mamá que le comprase una corbata, pues la que llevaba era un asco, de deshilachada y mugrienta.
Amparito reíase en las narices de su hermano. Ahora que era un viejo, le daba por presumir.... ¿Tenía, acaso, novia? Pues hijo, debía creerla a ella, que, aunque joven, tenía experiencia. Eso de los noviazgos sólo servía para disgustos y lloros. Bastante requemada la tenían a ella los amores. Por un lado, la mamá con sus sofoquinas y pellizcos, ordenándole que rompiese las relaciones con el hijo de Cuadros, por ser una proporción desventajosa y denigrante para la familia; y por otro, el tal señorito acosándola, enviando carta tras carta, unas veces en prosa y otras en verso, pero siempre repitiendo lo del corazón de hielo, pérfida, cruel, etc., etc.
—Ya ves, Juanito mío, que esto no es vivir. Dile a ese chico que no sea machacón. Al fin, dos meses de relaciones no dan derecho para tanto. La mamá le dijo con muy buenas palabras que no volviese por aquí, que no pensase más en mi persona; pero ¡que si quieres...! Me asomo al balcón, y ¡cataplum! allí está en la esquina mi hombre, con una cara tan desmayada, que da risa; salgo a paseo, y siempre que vuelvo la cabeza veo tras de mí al moscardón, con un aspecto que no parece sino que cualquier día va a subir al Miguelete para tirarse de cabeza, ¡Pero, hombre, tú que tienes amistad con él y te hace caso, dile que no sea tan pesado! Dile que yo le querré siempre como un buen amigo, pero que no me importune más, pues su testarudez la pago yo. A mí no me incomoda, pero mamá se pone furiosa al verle; cree que yo aliento esa constancia, que nos entendemos sin que ella lo sepa, y la otra tarde, al volver de paseo, me dio un par de bofetones. Ya ves, Juanito... pegarme a mí... y por culpa de ese mico. Que no vuelva: dile que no vuelva, o le aborreceré.
Pero lo que la traviesa muñeca no decía era que le importaban muy poco las cóleras de mamá y que deseaba la desaparición de Andresito por propio interés. En los bailes de Carnaval había conocido a Fernando, un teniente de artillería, esbelto, con cintura de señorita, que en el teatro, durante los entreactos, rondaba por cerca de sus butacas buscando ocasión de saludarla con gracia marcial que encantaba a Amparito.
Era amigo de Rafael; pensaba llevarlo a casa lo mismo que a Roberto del Campo, y la niña se temía que la tenacidad del antiguo novio detuviera una declaración que tanto esperaba.
Llegó la fiesta de San José, que aquel año tuvo para la familia excepcional importancia. Desde una semana antes, la granujería corría las calles arrastrando sillas rotas y esteras agujereadas, pidiendo a gritos, con monótona canturía, «¡Una estoreta velleta...!»
La plazuela de las de Pajares tenía un vecindario bullicioso y alegre: gente de pura sangre valenciana, que vivía estrechamente con el producto de sus pequeñas industrias, pero a la que nunca faltaba humor para inventar fiestas. La paternidad de la idea fue del dueño del cafetín establecido frente a la casa de doña Manuela, un sujeto panzudo y flemático, que gozaba en el barrio fama de chistoso y había heredado el apodo de Espantagosos, sin duda porque alguno de sus antecesores no estaba en buenas relaciones con la raza canina. Era una vergüenza para los vecinos de la plaza no levantar en ella una falla que compitiese con las muchas que se estaban arreglando en varios puntos de la ciudad, y la proposición del cafetinero fue acogida con entusiasmo por toda la gente de los pisos bajos.
El iniciador asocióse a dos zapateros y un carpintero, que, por tratarse de San José, se creía con derecho propio, y todos juntos formaron algo que bien podía llamarse Comité de Vecinos, teniendo por principal objeto dar sablazos en todo el barrio para el arreglo de la falla. Como doña Manuela era la vecina más encopetada y su casa la mejor de la plazuela, los pedigüeños pusiéronse bajo su protección, y elogiaron rastreramente su riqueza, la belleza de las niñas y hasta la suya propia: todo para sacarla cinco duros.
La proyectada hoguera entusiasmaba a los vecinos, siendo el eterno tema de conversación en las porterías y establecimientos de la plazuela. Todos se animaban, con ese entusiasmo valenciano que se inflama al pensar en fiestas y bullicios. La falla es la fiesta popular por excelencia: una costumbre árabe, transformada y mejorada a través de los siglos hasta convertirse en caricatura audaz, en protesta de la plebe. Primero, los moros, en los ruidosos alalíes con que solemnizaban sus festividades, gozaban en hacer grandes hogueras; los cristianos adoptaron después esta costumbre, como muchas otras; lentamente, el número de fallas fue limitándose en el año, hasta quedar las de San José, que hacían los carpinteros para solemnizar la fiesta de su patrón y la llegada del buen tiempo, en el que ya no se trabaja de noche; hasta que por fin, el espíritu innovador del siglo hermoseó la falla, dándole un aspecto artístico, encerrando el montón de esteras y trastos viejos entre cuatro bastidores pintados y colocando encima monigotes ridículos para regocijo de la multitud. Al principio, las figuras groseras y mal pergeñadas representaron escenas de la vida privada, murmuraciones de vecinos; pero después la sátira se remontó, metiéndose de rondón en la política, y las fallas se convirtieron en burlas al gobierno y caricaturas de la autoridad.
Las niñas de doña Manuela despreciaban la fiesta que se preparaba. Era una cursilería, como organizada por la gente ordinaria de la plazuela, buena únicamente para divertir a los de escaleras abajo. Pero la víspera de San José, impulsadas por la curiosidad, se asomaron al balcón muy temprano y experimentaron una agradable sorpresa, pese a su anterior indiferencia de muchachas distinguidas.
En el centro de la plazuela, sobre una gruesa capa de arena, elevábase todo un edificio de lienzo, con pintura que imitaba a la piedra: un gigantesco dado, en cuya cara superior elevábanse ocho figuras de tamaño natural.
Los balcones y puertas estaban adornados con centenares de banderitas rojas y amarillas, que daban a la plazuela el aspecto de un buque empavesado; y este derroche de ondeante percalia extendíase por las calles adyacentes. A trechos, en las paredes, mostrábanse, clavados, grandes carteles con versos valencianos en letras de colores, ante los cuales el público de las primeras horas—obreros que iban al trabajo, criadas, barrenderos, etc.—, después de deletrear trabajosamente, soltaba ruidosa carcajada.
Pero lo que a las dos hermanas les llamaba la atención era la falla. No estaba mal aquello, para ser obra de gente tan ordinaria como el cafetinero y sus cofrades.
Los monigotes eran siete bebés colosales, que componían una orquesta abigarrada, y en el centro, un caballero de frac y batuta en mano. ¿Qué intención oculta tenía aquello? Pero Amparito soltó la carcajada inmediatamente. El tupé descomunal y grotesco del director de orquesta se lo explicó todo. Aquél era Sagasta, y los otros los ministros. Estaba segura de ello. En los periódicos satíricos que compraba Rafael había visto aquellas caras convencionales, destrozadas por él lápiz de los caricaturistas; y partiendo del descubrimiento del famoso tupé, fue señalando a su hermana cada bebé por su nombre, riéndose como una loca al ver que el ministro de Hacienda tocaba el violón.
Pero cuando su alegría subió de punto fue al ver que algunos chicuelos, escondidos entre los biombos, tiraban de cuerdas, poniendo en movimiento a los monigotes. ¡Qué gracioso era aquello...! Las dos hermanas reían contemplando las contorsiones del señor del tupé, que a cada movimiento de batuta parecía próximo a partirse por el talle, la rigidez automática y grotesca con que los bebés tocaban en sus instrumentos una muda sinfonía, que causaba gran algazara en el gentío.
Amparito se sintió tan entusiasmada, que hasta envió una sonrisa amable al cafetín de enfrente, donde el padre de tal obra despachaba cepitas tras el mostrador, mientras su mujer, lavada y peinada como en días de gran fiesta, con los robustos brazos arremangados y delantal blanco, estaba en la puerta sentada ante un fogón, con el barreño de la masa al lado, arrojando en la laguna de aceite hirviente las agujereadas pellas, que se doraban al instante, entre infernal chisporroteo. Eran los buñuelos de San José, el manjar de la fiesta; como frutos de oro, colgaban muchos de ellos de un colosal laurel, que recordaba el Jardín de las Hespérides.
Bien entendía sus negocios el cafetinero. La tal falla iba a acabar con todo el aguardiente de sus barrilillos, mientras su mujer fabricaba los buñuelos por arrobas.
Toda la familia de doña Manuela se entusiasmó con el aspecto de la falla. Había que avisar a las amigas. Por la tarde tendrían música en la plaza; y la rumbosa viuda pensaba ya con placer en el «brillante» aspecto que presentaría su salón, bailando las niñas y sus amiguitas, mientras las mamas pasarían al comedor a tomar un chocolate digno del esplendor de la familia.
La casa de doña Manuela llamó la atención por la tarde casi tanto como la falla. Entre las banderolas nacionales de los balcones asomaban una docena de airosos cuerpos y graciosas cabezas, elegante escuadrón de muchachas, que, cogiéndose de la cintura, jugueteando o riendo, miraban al gentío que rebullía abajo.
Detrás de las niñas de doña Manuela y sus amigas asomaban algunas veces cabezas de hombres: Rafaelito, su amigo Roberto y Fernando, el teniente de artillería, que por fin había sido presentado en la casa por el hermano de Amparito. La brillante pollada del balcón agitábase con gran algazara, sin importarle las miradas curiosas de los de abajo; dominaba en ella esa nerviosa alegría de las jóvenes cuando, libres momentáneamente del sermoneo de las mamas, sienten una oculta comezón, un vehemente deseo de cometer diabluras. Con el anhelo de su libertad, iban de una parte a otra sin saber por qué. Asomábanse al balcón; de repente, una, por hacer algo, corría a la sala, y todas la seguían con alegre taconeo, riendo, formando parejas, hasta que al poco rato iniciábase la fuga en sentido opuesto, y el gracioso trotecillo las devolvía otra vez al espectáculo de la plaza.
Un olor punzante de aceite frito impregnaba el ambiente. El fogón de la buñolería era un pebetero de la peor especie, que perfumaba de grasa toda la plazuela, irritando pegajosamente los olfatos y las gargantas. En la puerta del cafetín amontonábase la granujería, siguiendo con mirada ávida el voltear de los trozos de pasta entre las burbujas del aceite, y dentro del establecimiento, los hombres, formando corrillos ante el mostrador, hablaban a gritos o se impacientaban al ver que el cafetinero, según propia afirmación, no tenía bastantes manos para servir a todos.
En un ángulo de la plaza estaba la tribuna de la música, un tablado bajo, cuyas barandillas acababan de cubrirse con telas de colorines manchadas de cera, como recuerdo de las muchas fiestas de iglesia en que se habían ostentado.
—¡Música...! ¡músicaaaa!—gritaba la gente.
Y los músicos, azorados por el vocerío, iban hacia el tablado abriéndose paso en la muchedumbre. Era la banda de un pueblo de las cercanías; rústicos gañanes que, enfundados en un uniforme mal cortado, faja de general y ros vistoso con pompón de rabo de gallo, andaban con cierta dificultad—como si los pies, acostumbrados a alpargatas en el resto de la semana, protestasen al verse oprimidos en botitos de gomas—, mientras el sudor de su cuerpo sano y vigoroso rezumaba por todas las costuras de la guerrera.
La primera mazurca de la ruidosa banda puso en conmoción a toda la plazuela. Algunos granujas con tufos y blusa blanca bailaban íntimamente agarrados con femenil contoneo, empujando a la muchedumbre curiosa, chocando muchas veces contra el tablado de la música. Las alegres notas de los cornetines parecían esparcir por toda la plaza un ambiente de alegría. ¡Adiós el invierno! La primavera se acercaba con sus tibias caricias, y en los balcones sonreían las muchachas, mirando de soslayo a los que se detenían para contemplarlas.
Amparito era la única que estaba seria. ¡Pero cuán desgraciada era! ¡Para ella toda fiesta había de traer el consiguiente disgusto! ¡Allí estaba él...! ¡él! el «posma», aquel Andresito, que de novio era un estúpido, y de amante despreciado y terco una insufrible calamidad.
Le veía apoyado en la pared de enfrente, cerca del cafetín, de puntillas algunas veces para dominar mejor el agitado río de cabezas que en corriente interminable atravesaba la plazuela, y lanzando al balcón de Amparito miradas de inmensa desesperación, que ella... ¡la ingrata! decía que eran de cordero degollado.
Ame usted; pase las noches de claro en claro, estrujando la inspiración para fabricar sonetos amorosos; expóngase usted a los arrebatos de un papá indignado que quiere que la familia se retire pronto... ¿y todo para qué? para que ahora, despedido y olvidado sin justificación alguna, ella, la mujer de los ensueños e inspiraciones, la décima musa, le mirase con cara de pocos amigos, diciéndole con sus ojos desdeñosos: «¡Largo de aquí, trasto...! ¡No me importunes más!»
Y sí Amparito no pensaba esto mismo que suponía el antiguo novio, era algo parecido lo que expresaban sus miradas fieras y sus gestos desdeñosos para espantar a aquel moscardón molesto, que no la dejaba «ni a sol ni a sombra».
¿Y aún seguía allí, tieso como un poste, importunándola con sus miraditas? ¿No tenía bastante con tantos desdenes? Pues ahora verás. Y se puso a coquetear con el teniente, con el gallardo Fernando, que estaba en el balcón, de uniforme, al aire la rapada y morena cabeza, asediando a la niña con la media docena de palabritas galantes que tenía en su repertorio para los casos de conquista.
Amparo y el teniente, en un extremo del balcón, volviendo casi la espalda a la plaza y aislados del grupo juvenil que hablaba y reía junto a ellos, tenían el aspecto de verdaderos novios; él, serio, solemne, llevándose la mano al tercer botón de la guerrera, que es donde suponía estaba el corazón, mirando algunas veces al cielo, todo para dar más fuerza y sinceridad a lo que decía; y ella, con cierta sonrisilla irónica, negando con graciosos movimientos de cabeza y volviendo algunas veces la mirada para ver si el «posma» seguía allí. Nada le importaba Andresito; pero a pesar de esto, sentía cierta satisfacción pensando que estaba a sus espaldas viéndolo todo. ¡Proporciona tanto gusto hacer sufrir...!
El poeta sufría como uno de los condenados de aquel poema de Dante, cuya lectura nunca había podido terminar. Gracias a que era un «vate aplaudido» en la Juventud Católica y tenía ideas muy cristianas; que si no, a la vista de tamaña traición hubiera sido capaz de ahogar su dolor cometiendo la más atroz barrabasada, por ejemplo, dando un adiós patético a la ingrata, y arrojándose después de cabeza en aquel caldero de aceite hirviendo donde volteaban los buñuelos.
Pero no se mataría; ante todo, las creencias y el ser poeta. La muerte frita no figura entre los suicidios de los hombres de genio. Pero si no se mataba, sabría vengarse; él era un hombre, y cuando bajase aquel teniente ya le exigiría cuentas. Le mataría, sí señor, le mataría; y después, ¡qué escena tan trágica! el teniente a sus pies, atravesado de una estocada; Amparito, desmelenada, sollozante, increpando al cielo; y él erguido como gigantesco fantasma, el ensangrentado acero en la mano, y en el rostro una sonrisa desesperada, infernal, loca; algo que recordase el último acto del Don Álvaro. Y el pobre muchacho apretaba con mano crispada su junquillo, que para su imaginación era «toledano acero», y pensaba desordenadamente en Lope de Vega, Quevedo, Cervantes y Lord Byron; en todos los grandes hombres que, según frase de Andresito, habían tenido malas pulgas, y lo mismo escribían que daban una estocada.
¡Bailad tranquilos, granujas alegres e insolentes; mirad la falla, burgueses bondadosos; reíd como gallinas cacareadoras, mujercillas que celebráis las contorsiones de los monigotes! Todos ignoráis que el volcán ruge a pocos pasos de vosotros; no sabéis que hay un hombre que prepara la más horrible de las tragedias; y mañana, cuando salga en los periódicos la extensa relación de lo ocurrido, no podréis imaginaros que la fiera en figura humana que mató al rival, a la novia y hasta a la mamá, si es que se decide a bajar, era el joven «dulce y simpático» que, pálido como un muerto, estaba hecho un poste cerca del cafetín.
Sí; mataría y moriría después; estaba decidido. Y miró al balcón, procurando dar a sus ojos la más insolente expresión de reto; pero se fijó con insistencia en el teniente. Tenía buenas espaldas, su cabeza morena no era de víctima, le colgaba del talle un espadín y además, según informes de Andresito, tenía entre sus amigotes fama de bruto.
Él no tenía miedo, ¡vive Dios! ¿qué había de tener? Pero bien mirado, era una vulgaridad, un detalle de mal gusto, el enredarse a golpes en medio de la calle con un majadero sin otra sociedad que la de las muías de su batería. No señor; su belicoso plan quedaba desechado. ¿Qué dirían en la Juventud Católica? Un autor que había provocado delirios de entusiasmo con aquella oda dulcísima a la Virgen:
el secreto del canto de las aves....
Un hombre que tantas lindezas sabía fabricar, no se peleaba con aquel mozo de cordel. Los poetas se vengan de otro modo. Les basta encerrarse en su inmenso dolor, lanzarlo en tristes estrofas al rostro de la ingrata, para que ésta desfallezca bajo el más terrible de los castigos.... Estaba decidido: abominaría del mundo y sus «vanas pompas»; se retiraría a un desierto, sería fraile, pero no como aquellos barbudos, malolientes y zarrapastrosos que iban por las calles, alforjas al cuello, sino con arreglo a figurín: frailecillo blanco y melancólico, vestido con franela fina, la cruz roja al pecho y los ojos en alto, como si filase el lamento tierno, interminable, de las almas heridas: una fiel imitación de Gayarre en el último acto de La Favorita.
Y Andresito, como si se viera ya vestido de blanco, errante por poética selva, con el pelo cortado en flequillo y los brazos cruzados sobre el pecho, canturreaba con voz dulce y lacrimosa: «Spirito gentil...»
Algunos se detenían sonriendo al oír el canto tristón y apagado, que parecía salirle de los talones; pero ¡valiente caso hacía él de los curiosos! ¡Como si una alma grande no estuviera, en sus dolores, por encima de la vulgaridad!
Y miró al balcón. Ya no estaban allí. Los infames se habían metido en el salón, y estarían en aquel instante arrullándose, con la primera delicia del amor naciente, vacilando en usar el confianzudo tuteo. Y él... abajo, solo con su desesperación; pero sabría vengarse. Sus ilusiones de venganza le conmovían tanto, que se sentía próximo a estallar en sollozos. Y lloraba, sí señor; habíase llevado un dedo a los ojos y lo retiraba mojado de lágrimas. ¡Llorar un hombre como él! ¡Ah, la ingrata...! Pero un golpe de tos seca, espasmódica, asfixiante, le volvió a la realidad.
Estaba envuelto en el humo azulado, sutil y picante que se escapaba del fogón de los buñuelos; un vaho grasoso, inaguantable, capaz de hacer llorar y toser a los monigotes de la falla Y lo primero que vio al volver de sus ensueños fue un par de viejos que, asomados a la puerta del cafetín, le miraban con sonrisa burlona. Eran dos buenos parroquianos, con la gorrilla caída sobre la frente, los ojos vidriosos y lagrimeantes, y la nariz violácea y húmeda; una yunta alegre, unida por el yugo fraternal del alcohol, que, mientras hubiese cafetines abiertos, declaraban, como el doctor Pangloss, que este mundo es el mejor de los mundos posibles.
Con el sucio pañuelo de hierbas en la mano, accionaban dando gritos ante el mostrador de Espantagosos; pero las rarezas de aquel señorito que hablaba solo y miraba al balcón de enfrente llamaron su atención, y con la cariñosa insolencia de los borrachos alegres, pusiéronse a contemplarle, riendo de sus gestos dolorosos.
Al ver que Andresito les miraba, hiciéronle amistosas señas como si le conociesen de toda su vida. ¡Vaya una gente francota...! ¿Que si aceptaba una copita? No señor, muchas gracias; no tenía la costumbre de beber.... Bueno; pues eso se perdía; conste que ellos la ofrecían de buena voluntad, al verle tan triste. ¡Buena suerte y que saliese pronto de cuidado! Y los dos viejos, que sólo necesitaban unas cuantas copas para ser dueños de la falla, de la plaza y del mundo entero, metiéronse en el cafetín a continuar la obra.
Andresito seguía tieso en su puesto, sin mover los pies, con las piernas entumecidas y el cuello dolorido de mirar a lo alto. ¡Y la ingrata no reaparecía! Las amigas, en el balcón; Concha, la hermana, coqueteando con Roberto; y ellos dentro, buscando la soledad y la discreta penumbra.... ¡Dios mío! ¡Qué cosas le diría aquel bruto de las dos estrellas, para tenerla tan embobada lejos del balcón, a pesar de la música y de lo animada que estaba la plaza...!
Para mayor tormento del pobre muchacho, los dos viejos cínicos del cafetín hablaban a gritos, y por más esfuerzos que hacía, sus palabras le obsesionaban, le hacían olvidar su papel de poeta desesperado e infeliz, del que en el fondo se hallaba satisfecho. Estaban en la misma puerta del cafetín, jugueteando como dos chavales, dándose golpecitos en el abdomen y obsequiándose mutuamente con buñuelos, que acompañaban de latines y signos en el aire, como si se administrasen la comunión. ¡Vaya un par de «puntos» alegres! Todos los parroquianos se reían, y hasta el mismo cafetinero desarrugaba el ceño, a pesar de que conocía el final de tales bromas y lo mucho que costaba ponerlos en la calle.
Pero al beber otra vez, tornáronse melancólicos. Miraban al trasluz el aguardiente, y con los vasitos en alto y los ojos elevados, como si les hipnotizase el blanco líquido, hacíanse mutuas confidencias, arrastrando las sílabas trabajosamente. El más viejo estaba desengañado; le habían «lacerado » el corazón; lo juraba y perjuraba, dándose terribles puñetazos sobre el pecho, que sonaba como un tambor. Su compadre debía creerle a él, que era hombre de experiencia y había visto mucho. ¿La política...? una farsa; un oficio de volatineros. ¿El Ayuntamiento...? una cueva de ladrones; todos los que entraban en la «casa grande » era para robar. El otro le interrumpió.... ¡El Ayuntamiento...! Ahí estaba el toque. ¡Que le fueran a él con Ayuntamientos! Había trabajado como un perro por la candidatura del partido repartiendo papeletas a las puertas de los colegios, tuvo una disputa con un municipal que le quería llevar atado, y lo sufrió todo... todo por el partido y el candidato... y ahora le ofrecían como recompensa un puesto de peón en el adoquinado, nueve horas de trabajo al sol y siete reales. Muchas gracias; él quería ser empleado de los que están a la fresca y fuman. Antes que partirse el espinazo en el adoquinado, prefería vivir sin trabajar. El hambre no le importaba.... Mientras hubiese «petróleo refinado» como el de casa Espantagosos, el estómago iría bien.... Ahora, tras el chasco, se había «retirado a la vida privada», y podía decir muy alto, como su compañero, que todos los de la casa del pueblo eran unos ladrones.
Y para que quedase bien sentada esta afirmación, se tragaron el aguardiente de un sorbo.
—¡Espantagosos... mesura!
¿Quién...? ¿él? ¡Estaban frescos! Allí no se daban más copas. Le desacreditaban el establecimiento con sus feas palabras; los guardias le tomarían ojeriza por consentir en su casa tales blasfemias contra la excelentísima corporación, y además—esto era lo principal—, conocía de antiguo a aquellos parroquianos, que, cuando se alumbraban de veras, costaba un disgusto sacarles el dinero. Ya tenían bastante; si querían algo más debían pagarlo por adelantado.
¡Qué falta de respeto! ¡Tratar así a personas que han hecho concejales, retirándose después a la vida privada...! Y miraban fieramente al cafetinero, mientras rebuscaban con furia en sus andrajos, con la indignación de una ofensa irreparable y mortal.
Del bolsillo de la blusa salía una moneda mohosa; del sudador de la gorra otra de dos céntimos, y por las ventanas de los rotos zapatos sacábanse alguna pieza de cobre mugrienta y sudada. Era la rebusca furiosa de los céntimos escamoteados antes de salir de casa, a espaldas de sus mujeres, rabiosas de hambre y enemigas de que dos hombres de bien se diviertan en la taberna.
Con altivez de grandes señores, arrojaron su puñado de cobre sobre el mostrador, como abofeteando al dueño. Si quería más podía ponerse a cuatro patas, que a ellos aún les quedaba dinero para taparle, si era preciso. Y decían esto con desdén olímpico, como si tuviesen a mano todos los millones del Banco de España en calderilla.
Andresito percibía a medias esta escena, coreada por las risas de los parroquianos. La ingrata no reaparecía, y él estaba extenuado por el dolor y por un plantón de tantas horas. No le vendría mal sentarse, aunque fuese en el cafetín; pero no; ¡firme allí! aunque muriese de pie, como los antiguos romanos.
Obscurecía. La plaza estaba llena; las calles adyacentes seguían vomitando nuevas muchedumbres, y todos cabían a fuerza de codazos y empujones, como si fuesen elásticas las paredes de las casas. En torno de la falla agitábase un oleaje de relamidos peinados, de gorras con visera amarilla y de blusas blancas. Las señoras refugiábanse en los portales, empinándose sobre las puntas de los pies para ver mejor; los maridos cogían a sus pequeñuelos por los sobacos y los sostenían a pulso para que contemplasen las últimas contorsiones de los monigotes.
Aún era de día y ya se impacientaba la muchedumbre.
—¡Fueeego...! ¡fueeego...!—gritaban a coro los de la blusa blanca.
Y los dos borrachos, agarrados fraternalmente de los hombros, con las húmedas nances casi juntas, asomábanse a la puerta del cafetín con risita maligna al pensar que molestaban al dueño.
—¡Fuego...! ¡fuego...!
Y después de gritar se metían apresuradamente en la taberna, fingiendo susto, como chicuelos que acaban de hacer una travesura.
Los organizadores de la falla se resistían. Había que esperar a que cerrase la noche. Pero la muchedumbre estaba dominada por esa impaciencia que, entre la gente levantina, basta que sea manifestada por uno para que los demás se sientan contagiados.
—¡Fueeego..! ¡fueeego...!—seguían aullando de los cuatro lados de la plazoleta. Y de la desembocadura de un callejón sin adoquinar salió una pedrada certera, que dejó trémulo al monigote del centro, llevándosele medio tupé. Aplausos y carcajadas, y a los pocos minutos servían de blanco todos los bebés de la orquesta. Había que comenzar en, seguida. El cafetinero lo ordenaba a gritos desde su puerta, y los cofrades braceaban y se desgañitaban en torno de la falla pidiendo un poco de calma, mientras un compañero se introducía en el cuadrado de lienzo con dos botellas de petróleo. Cuando los biombos transparentaron una mancha roja que rápidamente se agrandaba entre incesante chisporroteo, la muchedumbre lanzó un «¡oh!» de satisfacción. Comenzaban a arder las esteras viejas, las sillas cojas y demás muebles recogidos en los desvanes del barrio y amontonados en el interior de la falla. El rojo resplandor iluminaba la parte baja de los figurones.
—¡Que toquen la Marsellesa!—gritó un vozarrón anónimo con acento imperioso.
Un estremecimiento pareció correr por la muchedumbre, saltando después de balcón en balcón.
—¡Sí, la Marsellesa... venga la Marsellesa!—repitieron miles de voces con expresión amenazante, como si alguien se negase por anticipado a sus exigencias.
Los músicos, que enfundaban sus instrumentos, miraron asustados al amenazador gentío. Intentaban negarse; pero el pensamiento de que quedaban piedras en el callejón desvaneció sus propósitos de resistencia. La música rompió a tocar, chillaron los cornetines, sonaron el bombo y los platillos como una tempestad lejana, y por toda la plaza se esparció un ambiente de bienestar, reflejándose en los rostros.
La Marsellesa... ¡y el gobierno en la hoguera! ¿Qué más podían pedir? Y el entusiasmo meridional, caldeando los cerebros, hacía pasar ante los ojos risueños espejismos. Todos se sentían dominados por un optimismo meridional.
Las lenguas de fuego comenzaban a salir del interior de la falla, lamiendo la ropa de los monigotes.
—¡Bravooo...! ¡Vítooor!
Nadie pensaba que aquello era madera y cartón. El entusiasmo les hacía feroces; creían que era el mismo gobierno lo que quemaban al son de la Marsellesa, y los industriales soñaban despiertos en la rebaja de la contribución; los de las blusas blancas en la supresión de los Consumos y el impuesto sobre el vino, y las mujeres, enternecidas y casi llorosas, en que acabarían para siempre las quintas.
La música seguía rugiendo la Marsellesa, y en la multitud, alguno de los ardorosos, trastornado por la ilusión y por el himno, creyendo que la cosa ya estaba en casa, gritaba a todo pulmón: «¡Viva la República!», lo que azoraba a los pobres municipales y les hacía mirar en derredor, buscando un hueco en el gentío por donde escapar.
La hoguera crecía rápidamente. Las inquietas llamas, moviéndose de un lado para otro, agitaban como abanicos los faldones del frac, los bajos de blanca muselina y las cintas de raso de los bebés. El fuego jugueteaba como una fiera con sus víctimas antes de devorarlas. De repente, hizo presa en aquellos adornos, y en un segundo los devoró, escupiéndolos después como negras pavesas, que revoloteaban sobre las cabezas de la muchedumbre. Los monigotes, firmes y en pie, ardían como grandes antorchas con un inquieto plumaje de llamas. Andresito recordaba los cristianos embreados que iluminaban con sus cuerpos el camino de Nerón.
Había llegado la hora de destruir, de ayudar al incendio, y los organizadores de la falla con pesados puntales, golpeaban el armazón de los bastidores o daban tremendos palos a los ardientes monigotes para que cayeran en el rojo cráter.
La muchedumbre, legítima descendiente del pueblo que dos siglos antes presenciaba los autos de fe, aplaudía con gozosa ferocidad la caída de los monigotes en la hoguera. Cada vez que, volteando en el aire sus piernas y sus brazos chamuscados, se zambullía uno en las llamas, oíanse risas y berridos.
La falla se derrumbó con todo su armazón medio carbonizado, y un torbellino de chispas y pavesas se elevó hasta más arriba de los tejados. El enorme brasero daba a la plaza una temperatura de horno, tiñéndolo todo de color de sangre. La gente, tostada, con las ropas humeantes, retirábase a las inmediatas calles; los de los pisos bajos cerraban las puertas, huyendo de aquella atmósfera ardiente que abrasaba los ojos y esparcía por la piel intolerable picazón, y en los balcones las vidrieras se cerraban, y los cristales flojos, caldeados por el ambiente abrasador, saltaban con estrépito.
Más de media hora ardió con toda su fuerza el informe montón de leños ennegrecidos, que al carbonizarse se cubrían de rojas escamas. Algunos maderos estaban erizados de innumerables y pequeñas llamas, como si fuesen cañerías de gas.
La muchedumbre se alejaba, con la esperanza de ver algo en las otras fallas. La temperatura bajaba, el incendio iba achicándose, la frescura de la noche penetraba en la plazuela, y balcones y puertas volvían a abrirse.
En casa de doña Manuela, terminado el espectáculo público, había su poquito de fiesta, sin duda para amenizar el chocolate «suntuoso» que la rumbosa viuda daba a sus amigos. La gran lámpara del salón, reservada para las solemnidades, había sido encendida; y Andresito, desde la plaza, veía los trajes claros y los bouquets de las amigas pasar por el iluminado balcón, moviéndose con el ritmo del baile.
El pobre muchacho estaba firme en su puesto. El fuego le había empujado a un extremo de la plaza; pero apenas se refrescó el ambiente, volvió a la puerta del cafetín, cerca del laurel cargado de buñuelos, cuyas ramas se habían tostado. La falla seguía ardiendo, con sus estallidos de leña vieja, que sonaban como tiros.
La plaza quedaba en poder de la gente menuda, chiquillos desarrapados, que, tomando carrera, saltaban la hoguera con agilidad de monos, cayendo al lado opuesto envueltos en las chispas. Los municipales intentaban oponerse a tan peligroso ejercicio; pero la pareja de pobres hombres era impotente ante tales diablillos, y al fin adoptó la sabia determinación de sonreír con tolerancia y retirarse a un portal.
Andresito seguía con mirada triste las evoluciones de aquellas bulliciosas salamandras con blusa, que saltaban por entre las llamas como si tal cosa, sacudiéndose las chispas como los perros.
La plazuela estaba solitaria y el rojo ambiente del incendio hacía más lóbregas las calles inmediatas. Algunos chuscos arrojaban en la hoguera manojos de cohetes, que salían como rayos, culebreando su rabo de chispas, arrastrándose de una pared a otra y remontándose en caprichosas curvas hasta la altura de los balcones, para estallar con estampido de trabucazo. Los municipales no veían los cohetes, pues al fijarse en el aire matón de la chavalería que los disparaba, permanecían metidos en el portal, sordos y ciegos. Andresito pensaba que si alguno de aquellos rayos baratos le pillaba en su sitio, no le dejaría ganas en una temporada de ser frailecito blanco y llorar los desdenes de su hermosa; pero permaneció inmóvil. Irse de allí era renunciar a su venganza. Él esperaba algo, sin saber qué; y allí permanecía mirando el balcón, a pesar de que sus piernas apenas podían sostenerle, y en la cabeza y el estómago sentía un vacío anonadador.
Ahora cantaban arriba. Era Amparito, que acometía con su vocecita de seda una romanza de Tosti, coreada por el estallido de los cohetes y los berridos burlones de la pillería, a quien le hacían gracia los lamentos musicales, verdaderos chillidos de ratita asustada.
Las llamas iban extinguiéndose, la plaza estaba cada vez más obscura y los chiquillos desertaban en grupos, bucando otras fallas que no hubiesen llegado al período de la agonía.
Dos hombres salieron del cafetín agarrados del brazo, con paso lento y vacilante. Eran los viejos borrachos, con la gorrilla en la nuca y el eterno pañuelo de hierbas en la mano. Volvieron el rostro al cafetín, y como personajes de tragedia, lanzaron una eterna maldición sobre la cabeza de Espantagosos, un ladrón que, al quedarse sin dinero dos hombres honrados, les echaba a la calle sin más miramientos.
El humo de la falla, denso y pegajoso, les hizo toser; pero se detuvieron ante el rescoldo enorme como un brasero de gigantes.
Soltáronse del brazo y saltaron la falla, uno tras otro, con una agilidad inesperada y ademanes tan grotescos, que los municipales reían y hasta el desconsolado poeta dejó de mirar al balcón. El cafetinero y sus vecinos estaban en las puertas, celebrando aquel espectáculo grotesco e inesperado.
Las carcajadas del público enardecían a los borrachos, les hacían sonreír con orgullo, y los dos redoblaban sus saltos y contorsiones. Corrían en torno del gran montón de brasas, saltaban por todos los lados, y en el furor del movimiento que les dominaba, ninguno de los dos se acordaba del otro.
¡Ahora iba lo bueno! Y saltando al mismo tiempo los dos, cada uno por lado distinto, encontráronse en lo más alto de su salto; chocaron los cuerpos como proyectiles y cayeron en el rescoldo, hundiéndose entre las brasas la parte más carnosa del individuo.
La plazuela pareció animarse, lanzando interminables carcajadas. A patadas y puñetazos los sacaron los municipales, y una vez libres del rescoldo, empujáronlos fuera de la plaza. ¡A sus casas o al Asilo...! ¡Lo que quisieran!
Andresito vio cómo se alejaban los dos viejos, mostrando una nueva cara por el revés chamuscado de su pantalón, riendo su postrera hazaña, dándose besos y abrazos para afirmar la fraternidad del cafetín y hablando a gritos para que quedase bien sentado que la «casa grande» era una cueva de ladrones, y ellos, desengañados, se retiraban a la vida privada.
Y el poeta, envidiando su alegría, seguía en su puesto, iluminado por la última crepitación de la hoguera, desfallecido de hambre y de dolor, llorando de veras ahora que comenzaba a verse en la obscuridad, esperando algo vago e indeterminado, sin fuerzas para hacer nada y estremeciéndose al oír aquella voz tenue como un hilillo de seda, que se quebraba al llegar a lo más alto de la romanza, ahogándola con sus aplausos los complacientes convidados de la mamá.