Arroyos y oropéndolas
Es ahora el pensamiento un dialéctico fauno que persigue, como a una ninfa fugaz, la esencia del bosque. El pensamiento siente una fruición muy parecida a la amorosa cuando palpa el cuerpo desnudo de una idea.
Con haber reconocido en el bosque su naturaleza fugitiva, siempre ausente, siempre oculta — un conjunto de posibilidades —, no tenemos entera la idea del bosque. Si lo profundo y latente ha de existir para nosotros, habrá de presentársenos, y al presentársenos ha deiser en tal forma que no pierda su calidad de profundidad y latencia.
Según decía, la profundidad padece el sino irrevocable de manifestarse en caracteres superficiales. Veamos cómo lo realiza.
Este agua que corre a mis pies hace una blanda quejumbre al tropezar con las guijas y forma un curvo brazo de cristal que ciñe la raíz de este roble. En el roble ha entrado ahora poco una oropéndola como en un palacio la hija de un rey. La oropéndola da un denso grito de su garganta, tan musical que parece una esquirla arrancada al canto del ruiseñor, un son breve y súbito que un instante llena por completo el volumen perceptible del bosque. De la misma manera llena súbitamente el volumen de nuestra conciencia un latido de dolor.
Tengo ahora delante de mí estos dos sonidos; pero no están ellos solos. Son meramente líneas o puntos de sonoridad que destacan por su genuina plenitud y su peculiar brillo sobre una muchedumbre de otros rumores y sones con ellos entretejidos.
Si del canto de la oropéndola posada sobre mi cabeza y del son del agua que fluye a mis pies hago resbalar la atención a otros sonidos, me encuentro de nuevo con un canto de oropéndola y un rumorear de agua que se afana en su áspero cauce. Pero ¿qué acontece a estos nuevos sones? Reconozco uno de ellos sin vacilar como el canto de una oropéndola, pero le falta brillo, intensión; no da en el aire su puñalada de sonoridad con la misma energía, no llena el ámbito de la manera que el otro, más bien se desliza subrepticiamente, medrosamente. También reconozco el nuevo clamor de fontana; pero ¡ay! da pena oírlo. ¿Es una fuente valetudinaria? Es un sonido como el otro, pero más entrecortado, más sollozante, menos rico de sones interiores, como apagado, como borroso; a veces no tiene fuerza para llegar a mi oído; es un pobre rumor débil que se cae en el camino.
Tal es la presencia de estos nuevos sonidos, tales son como meras impresiones. Pero yo, al escucharlos, no me he detenido a describir — según aquí he hecho — su simple presencia. Sin necesidad de deliberar, apenas los oigo los envuelvo en un acto de interpretación ideal y los lanzo lejos de mí: los oigo como lejanos.
Si me limito a recibirlas pasivamente en mi audición, estas dos parejas de sonidos son igualmente presentes y próximas. Pero la diferente calidad sonora de ambas parejas me incita a que las distancie, atribuyéndoles distinta calidad espacial. Soy yo, pues, por un acto mío, quien las mantiene en una distensión virtual: si este acto faltara, la distancia desaparecería y todo ocuparía indistintamente un solo plano.
Resulta de aquí que es la lejanía una cualidad virtual de ciertas cosas presentes, cualidad que sólo adquieren en virtud de un acto del sujeto. El sonido no es lejano, lo hago yo lejano.
Análogas reflexiones cabe hacer sobre la lejanía visual de los árboles, sobre las veredas que avanzan buscando el corazón del bosque. Toda esta profundidad de lontananza existe en virtud de mi colaboración, nace de una estructura de relaciones que mi mente interpone entre unas sensaciones y otras.
Hay, pues, toda una parte de la realidad que se nos ofrece sin más esfuerzo que abrir ojos y oídos — el mundo de las puras impresiones —. Bien que le llamemos mundo patente. Pero hay un trasmundo constituido por estructuras de impresiones, que si es latente con relación a aquél no es, por ello, menos real. Necesitamos, es cierto, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo; pero la medida de este esfuerzo no quita ni pone realidad a aquél. El mundo profundo es tan claro como el superficial, sólo que exige más de nosotros.