Apuntes para la historia de Marruecos/XIII




XIII


Y

A POR ESTE TIEMPO los rebeldes de Tafilete, que en tanto peligro habían puesto á Muley Mohamed Xeque, derrotándole en batalla campal, habían reanudado la carrera de su engrandecimiento y se preparaban á apoderarse de todo el imperio, fundando en él una nueva dinastía. Inútil fué para impedirlo el asesinato de Muley-Abbas y el ensalzamiento del tío: la dinastía que éste fundó pasó como una ráfaga de humo por el Mogreb-alacsa, sin dejar huella de su paso. Llamábase el usurpador Muley-Abdelquerim-ben-Becr, y era hombre sagaz, según se cuenta, y de buen juicio práctico; pero tuvo los vicios ordinarios de su nación y de su ley, y le impidió ser justo el modo mismo con que se había elevado. Desde luego fué recibido con horror, aunque sin resistencia, por los vasallos que amaban al muerto Muley-Abbas, por su sobrado candor y bondad con extremo. Marchó contra la ciudad de Saffi, que se le había rebelado, y no pudo tomarla. Lleno de recelo y suspicacia mandó derribar el convento que tenían los frailes españoles en Marruecos, aunque, en verdad, á ellos los persiguió menos que otros de sus antecesores. No le faltaron, mientras vivió, á este príncipe disgustos y alteraciones, nacidas de la mala voluntad de todos. Refrenólas como pudo, y logró así reinar nueve años, hasta que un criado suyo, de quien él hacía gran confianza, trayéndolo por inmediata guarda de su persona, le acometió un día al entrar en su alcázar con la alabarda de que iba armado, y lo atravesó de parte á parte. No pudo saberse el motivo que tuvo para acción tan osada, porque en el instante mismo fué hecho pedazos por la servidumbre del muerto soberano. Luego fué aclamado por los cortesanos su hijo primogénito Muley-Becr, que sólo gozó de la corona dos meses. Enviaron los principales vecinos de Marruecos, como habían hecho en otras ocasiones, secretos emisarios á los sublevados señores de Tafilete, estimulándoles á que viniesen á tomar posesión del imperio. Y como llegase este mensaje cuando más pujantes se hallaban precisamente y con más deseo de hacer conquistas los nuevos reyes de los Fililies ó Filelis, que así se llamaban los habitantes de Tafilete, no se hicieron esperar por cierto.

Eran estos filelis, como los fundadores de las más famosas dinastías de la Mauritania ó Mogreb-alacsa, unos impostores, que, afectando cierto origen sagrado y grandes virtudes, habían logrado atraerse la voluntad de las fanáticas é incultas cabilas que residen en las yermas soledades del Sur del imperio. Su origen se cuenta de esta manera[1]. Por los años de 1620 de nuestra era volvieron de la Meca ciertos hagis ó peregrinos amazirgas, y se establecieron en las cercanías de Tafilete, de donde eran naturales. Traían con ellos á un tal Alí-ben Mohamed-ben Alí-ben Yusuf, al cual, aunque extraño, todos amaban y respetaban por sus admirables virtudes, y por ser, al decir de algunos, si ya no es que él propio lo cundía, vigésimoséptimo descendiente de Alí y de Fátima la Perla, hija única de Mahoma. En cuanto á su origen, era de nación árabe y natural de Yambo, en las costas del mar Rojo, no distante de Medina; y por tal descendencia^ como se le suponía, andaba en reputación de xerife. Establecido aquí con los filelis, se empleó por algunos años en el cultivo y labor de los campos, los cuales dieron en todo aquel tiempo abundantísimas cosechas, cuando antes no solían producir nada, ó bien abrasados con espantosa sequía, ó bien asolados con frecuentes tormentas. Y como la fama de sus virtudes era tanta, y la santidad de su origen creída, no dudaron aquellos sencillos moradores en atribuir á su presencia lo que era obra del azar y de la naturaleza. Persuadiéronse de todo punto de que era un bienhechor de la tierra, favorecido de Dios, y enviado del Profeta, su abuelo, para repartir entre ellos felicidad y abundancia; y tanto pudo esta voz, que, encendidos en veneración y entusiasmo los habitantes de Tafilete y sus inmediaciones, le alzaron al fin por rey de la comarca. No se puede asegurar de cierto si este xerife estaba ó no emparentado con los que á la sazón reinaban en Marruecos; y mucho menos aún podría afirmarse que aquéllos ni él descendiesen verdaderamente de Alí y de Fátima la Perla. Más qué duda merecen, á la verdad, tales parentescos, contemplando que los fundadores de todas las dinastías muslimes que han reinado sobre el Mogreb-alacsa no han presentado por título de sus pretensiones sino motivos ó pretextos religiosos, siendo de los mayores y más apreciados en todas ocasiones el descender del Profeta. Pero ello es que Alí-ben-Mohamed levantó un trono en Tafilete, sin que de su tranquilo y feliz reinado quede otra memoria.

Sucedióle su hijo Muley-Xerife, al cual reputan algunos como fundador de su dinastía, llamada, desde luego, de los Filelis, por la provincia de Tafilete, donde se levantó, y también de los Hoseinitas, nombre tomado de Hosein, segundo hijo de Alí y de Fátima, tenido, según queda referido, por su progenitor, con razón ó sin ella. Tuvo este príncipe en sus mujeres hasta ochenta y cuatro hijos varones y ciento veinticuatro hijas, número que deja entender sus costumbres y cuánto más dado fuese al descanso y tratos de amor que no á trabajos y peligros de guerra. Fuéle preciso pelear, sin embargo. Declaróse por enemigo suyo Sidi-Omar, rey de Ylej, y, venciéndolo en una batalla, se apoderó de su persona y lo retuvo como prisionero. Muley-Xerife, reducido de esta suerte á la condición particular, después de haber sido rey, no echó de menos, por cierto, su grandeza antigua, ni sus alcázares, ni sus ejércitos, ni sus servidores, sino solamente el regio harén y el trato de las hermosas mujeres que allí tenía. A tanto llegó su sentimiento en este punto, que despachó mensajes al vencedor, pidiéndole que le diese una concubina al menos con quien compartir sus días; y oyendo el de Ylej tan vil demanda, indignado de que tal hiciese hombre que había llevado nombre de rey, le envió por burla y menosprecio la más grosera y deforme de sus esclavas negras. No la desdeñó, no obstante, Muley-Xerife, y de ella tuvo dos hijos, que se llamaron Arraxid el uno, é Ismael el otro, ambos harto famosos luego. Al cabo, Muley-Xerife fué restituido al trono de Tafilete por la piedad del vencedor, y el resto de su vida lo pasó, según se dice, en hacer felices á sus vasallos, porque, aparte de lo lujurioso, dícese de él que era humano y prudente, aunque eran muy desiguales siempre sus virtudes á las del padre, que se tuvieron por grandes y son muy nombradas en África. Este Muley-Xerife fué, sin duda, el que antes de sus desventuras logró, con el valor de sus alarbes, poner á Muley-Mohammed-Xeque en los grandes apuros que le hicieron solicitar nuestra alianza.

El hijo primero que le sucedió fué Mohammed, que ha dejado nombre de justo y de amable; fué muy querido de sus vasallos y reinó poco. Aquel mulato Arraxid, el mayor de los hijos que tuvo Muley-Xerife de la esclava negra de Ylej, se levantó contra él, y, no pudiendo ó no osando resistir Mohammed, se quitó por sí mismo la vida.

Era este mulato intrépido capitán, activo y sagaz, cuanto cruel y sanguinario, y se hizo desde el principio temible, lo mismo á los vasallos de su padre que á los extraños. Apenas se vio señor de Tafilete, tendió la vista en derredor, y, viendo cuan dividido andaba el antiguo imperio moro, comprendió que no le sería difícil sujetarlo todo él á su cetro. Juntó bien pronto un ejército copioso en las cabilas bárbaras que le seguían, y marchó con él hacia Fez, que apenas hizo resistencia, y se rindió á su poder lo mismo que toda la comarca. Continuó luego por algún tiempo afirmando y extendiendo su poder, y de todo el Mogreb-alacsa se le reunieron muchos soldados á la fama de su valor, que hacía tiempo no tenía igual en África. En este punto las cosas, fué cuando recibió la embajada de los ciudadanos de Marruecos, y cuando, marchando contra el débil y aborrecido Muley-Becr, se apoderó sin esfuerzo alguno de la cabeza del imperio. Entró Muley-Arraxid en Marruecos en medio de las aclamaciones de los ciudadanos, que le tenían por verdadero xerife, corriendo el año de 1668. Mandó luego cargar de cadenas al destronado Muley-Becr y á los pocos alcaides que le habían servido, y á él y á ellos los hizo decapitar públicamente. No paró en esto su saña contra aquellos usurpadores; antes bien, para aparentar ser mejor xerife y vengador de aquella familia extinta, hizo desenterrar el cadáver de Muley-abdelquerim y quemarlo en una plaza. Luego nombró por lugarteniente suyo en Marruecos á su sobrino Muley-Mohammed, y, reservándose el título de sultán ó emperador, él al frente de su ejército continuó la carrera de sus conquistas. Favorecido siempre por la fortuna embiste y rinde á Salé y Rabat, que, al parecer, habían vuelto á declararse independientes; entra por tierra de Sus, y todos los pueblos obedecen su ley; subyuga ó extermina, no sin recios combates, á los moros rebeldes, que ocupaban ciertos pasos del Atlas, descendientes éstos, según algunos, de más de cincuenta mil cautivos cristianos, que Yacub el vencedor trajo de España y empleó en la fábrica de Marruecos; y por vengar en el de Ylej la rota de su padre y antigua afrenta de su familia, camina contra él, triunfa y toma la capital por fuerza de armas, persigue al príncipe Sidi-Alí, que había heredado á Sidi-Omar, hasta los confines de la Nigricia, é iba ya á traspasarlos en demanda aún de su enemigo, cuando un ejército de cien mil negros vino á estorbárselo, declarando que el fugitivo había tomado seguro entre ellos, y que no permitirían que allí se le tocase ó hiciese mal alguno. Arraxid, disimulando su cólera, por no sentirse con poder bastante para arrollar aquel enjambre de negros, se volvió á Fez, donde había puesto su corte desde que la conquistó. Allí supo que su sobrino Mohammed, mozo ligero y sin experiencia, seducido por algunos alcaides que pretendían medrar en los disturbios, y contaban con ser más poderosos debajo de su débil imperio que debajo del de su tío, y estimulado por el descontento de los vecinos de Marruecos, al ver que Muley-Arraxid había establecido en su rival Fez la corte, comenzaba á juntar armas y soldados para declararse independiente. Pronto como un rayo, Muley-Arraxid[2] se puso al frente de la caballería de su guarda, y de improviso se presentó delante de Marruecos, donde por más disimular el sobrino lo recibió en triunfo. Pero Muley-Arraxid no era hombre á quien fácilmente pudieran engañar los conjurados, y, después de ocupar los mejores puntos de la ciudad, los prendió á todos y los mandó decapitar al punto, desterrando al sobrino con humanidad, poco usada por él, á los castillos de Tafilete. No gozó Arraxid, sin embargo, de su triunfo, porque habiendo querido tomar parte en los festejos de la ciudad, corriendo la lanza y la escopeta, cayó ebrio del caballo, y murió á los tres días sin acertar á decir más una palabra. Fué este Muley-Arraxid, como se ve por sus hechos, hombre de grandes cualidades; pero las afectaba su crueldad, que aun en Marruecos parecía excesiva. Dio, según se cuenta, en mirar el oficio de verdugo como uno de los que más honraban la majestad imperial, y por su propia mano solía castigar á los criminales. Los suplicios que ordenaba eran tales, que con emplearse casi siempre contra hombres malvados, infundían ordinariamente horror y vergüenza. Preciábase de justo, pero no le quedó sino reputación de bárbaro y cruento. Cuéntase de él un hecho notable. Uno de sus ministros encarecía en presencia de Arraxid la seguridad en que estaban las calles de la capital, y dijo: «Días ha que anda en mitad de ellas un saco de nueces, sin que nadie sea osado á recogerlo.» «Pues ¿cómo sabes que sean nueces?», preguntó el sultán. «Sélo porque di con el pie en el saco», repuso el ministro. «Cortarle el pie »que en tal culpable curiosidad empleara», dijo entonces el sultán á sus guardas, y aquella sentencia fué ejecutada. Como estas cosas podrían referirse otras muchas, aun negando crédito á algunas que no parecen bien averiguadas ó desmienten las noticias más dignas de crédito. Fué sultán ó poseedor del imperio sólo cuatro años.

Por estos tiempos el alzamiento de Portugal y la decadencia de España habían ya quitado á la Península todos los medios antiguos de influir en la Mauritania. No dejó de sufrir hostilidades España de parte de los moros vecinos á sus fortalezas desde el reinado de Felipe III. Un moro andaluz, llamado el Blanquillo, ejercitó por mucho tiempo la piratería con fortuna, hasta que D. Jorge Mascareñas, gobernador de Tánger, destruyó su bajel, persiguiéndole con dos medias galeras, hasta que embarrancó en la playa. Por la parte de Mazagán se peleó siempre mucho y con varia fortuna, distinguiéndose su gobernador, Téllez de Meneses, en muchas salidas; en una de las cuales tal vez los moros habrían sorprendido la plaza, á no ser por el esfuerzo de su mujer, que al frente de los habitantes defendió los muros. Logró entonces Téllez una victoria muy señalada de los moros, que acaudillaba un santón, llamado Seid, predicando la guerra santa. A la muerte de Felipe IV quedaban en nuestro poder Melilla, el Peñón, Larache, la Mamora y Ceuta, que, al tiempo de la separación, fué conservada á España por su gobernador Francisco de Almey. Limitábase en la propia época el dominio portugués en Mauritania á la plaza de Mazagán, que Martín Correa de Silva, su gobernador, puso á disposición del duque de Braganza, no bien supo la sublevación de Lisboa. Tánger, la más importante de las posesiones que heredó Felipe IV en Mauritania, pasó por bastantes vicisitudes entretanto. Mantuvo al principio aquella plaza por España, al estallar la sublevación de Portugal, su gobernador Rodrigo de Silveira, conde de Sarcedas; pero de allí á poco la guarnición y los habitantes se levantaron contra él, lo prendieron y proclamaron rey al duque de Braganza, Debióse esto á la consideración de los monarcas católicos, que no tenían más que tropas y gobernadores portugueses en las plazas de aquel reino.

Corriendo el año de 1657, y durante las revueltas que acompañaron en su caída á los xerifes, tuvieron los portugueses que sostener en Tánger una guerra bastante empeñada con los moros de las inmediaciones[3]. Gobernaba á los de Alcázar con cierta independencia, al parecer, un tal Gailán, y en los mismos términos regía un cierto Algazuán á los tetuaníes. A la muerte del rey Juan juzgó Gailán que los portugueses, desanimados, no sabrían defender á Tánger, y con las gentes de Alcázar y las de Tetuán, que acudieron en su ayuda, formó un ejército de veinticinco mil hombres, sin artillería, con el cual embistió la plaza. Fácil fué á su gobernador D. Fernando de Meneses, conde de Ericera, contrastar con sus baterías las espingardas de los moros y rechazar con su lealtad las propuestas de soborno que le dirigió el mahometano. Atrájolos un día á las puertas de la ciudad, fingiéndose casi rendido, y allí, con granadas de mano, que los inexpertos moros no conocían, les causó daño muy considerable. En otra ocasión, al salir á forrajear la caballería de la plaza, tuvo que sostener un choque, en el cual las desordenadas turbas de Gailán llevaron la peor parte. Levantó con esto el sitio el moro, sin acertar siquiera á romper los conductos que desde fuera llevaban una parte del agua necesaria á la ciudad; y al retirarse, le tendió una celada el adalid portugués Simón López de Mendoza, en que le causó mucha pérdida. Irritó esto á Gailán, de nuevo, y, coligado con Algazuán, volvió sobre Tánger y la acometió otra vez, distinguiéndose por su habilidad los escopeteros tetuaníes; pero todo fué en vano, y, maltratados por el fuego de la plaza y de una carabela armada que allí tenían los portugueses, renunciaron al fin los moros á su empresa. En Mazagán, donde se peleaba como de costumbre, pereció en 1657 el adalid Gonzalo Barreto al ir á socorrer un centinela avanzado acometido por los moros; y el gobernador Francisco de Mendoza, que hizo algunas correrías afortunadas por el campo moro, ganando mucho botín y cautivos, fué al fin derrotado en un encuentro, aunque él se vengó todavía con otra algarada que hizo, en que volvió victorioso. No cesaban en tanto los ingleses de esforzarse por adquirir influjo en Mauritania. Ofrecióles ocasión de adquirir en ella un puesto importante la sublevación de Portugal y la guerra que se siguió contra los españoles, y en la cual tuvieron los portugueses que buscar auxilios por Europa. Diéronselos cumplidos franceses é ingleses: aquéllos sólo por acabar de hundir nuestra potencia; éstos por lograr algún ventajoso partido. Ya D. Juan de Austria, con las reliquias de los ejércitos que habían sostenido la guerra de veintisiete años contra la Francia, se disponía á invadir á Portugal; confiaba el anciano Felipe IV en aquel esfuerzo supremo, y los portugueses parecían dispuestos á entrar en algún honroso concierto, cuando doña Luisa de Guzmán, tan funesta á su patria, España, logró, á pesar de la oposición tenaz de los ministros españoles, traer la Inglaterra á aliarse descubiertamente con ella por medio del matrimonio del rey Carlos II, recientemente restablecido en el trono, con la infanta doña Catalina, su hija, á la cual se dio en dote la plaza de Tánger[4]. Ajustóse en 1662 el tratado. Precisamente por entonces estaban muy desanimados los portugueses que guarnecían á Tánger, porque en varias salidas habían sido maltratados por los moros, y especialmente en una que, aprovechando la guerra civil en que estaban, hizo el adalid de la plaza, siendo gobernador de ésta el conde de Avintes. Internóse en los bosques y las montañas á alguna distancia de Tánger el adalid, y aunque era cierto que los más de los moros estaban ocupados en sus discordias, todavía hubo de ellos bastante número para caer sobre él y cortarle la retirada. Fué preciso abrir paso á viva fuerza, y el adalid logró que el grueso de su gente se salvase, quedando él gloriosamente en el campo y cincuenta de sus caballeros. Las lágrimas que este suceso ocasionó en la ciudad se juntaron á las que excitó en sus moradores la orden de entregarla á los ingleses, que fué para casi todos ellos la de abandonar sus hogares. Díjose por entonces en España que la rota de los caballeros tangerinos había sido preparada por el gobernador Avintes y la reina doña Luisa, á fin de que ellos no resistiesen la entrega de la plaza; pero no hay bastante fundamento para autorizar tan negra sospecha. Más cierto parece que Felipe IV procurase ganar, como se pretende, al conde de Avintes, para que, en lugar de entregar la ciudad á los herejes, la devolviese á sus antiguos señores los reyes de España. Lo cierto es que los ingleses ocuparon á Tánger, y que gastaron grandes sumas en su puerto y sus fortalezas, como si hubiesen de conservarlo para siempre. Pelearon también con los naturales, y, en una salida que hicieron contra ellos en número de quinientos ó seiscientos hombres, fueron cogidos en una celada y muertos todos con el conde de Teviot, gobernador de la plaza que los mandaba. No dejó, sin embargo, de continuar la guerra en aquella parte, como solía suceder en todas las que había fortalezas de cristianos, hasta que volvió Tánger á poder de los moros, según veremos más adelante.

Tal era la situación de los cristianos en el imperio, y del imperio mismo, cuando definitivamente se estableció en él la dinastía presente[5].







  1. Tomo muchas noticias referentes al origen de la actual dinastía y á los hechos de algunos de sus príncipes, señaladamente los más modernos, del libro del Conde Graberg de Hemsóo, titulado Spechio geográfico e statistico dell'impero di Marocco.
  2. Misión historial de Marruecos. Sevilla, 1708, caps, xxxix á xli del libro v. Llámanle en esta obra Muley-Raxet-Arfis.
  3. Francisco Brandano: Dell'Istoria delle guerre di Portogallo che continua quella di Alessandro Brandano. Roma, 1716, L. xiv, segunda parte.
  4. Véase Memorias de la sucesión de Portugal.
  5. Hacia este tiempo vino un príncipe marroquí á España. Véase la edición del P. Mariana, de Gabriel de León. Madrid.