Apuntes para la historia de Marruecos/VII




VII


A

BDELMUMEN, que puede reputarse como el fundador de la dinastía de los almohades, era hombre de prendas, como lo probaron sus hechos, habiendo subido á tan alto estado desde el taller humilde de un alfarero, que fué su padre; y cierto que sin su valor y talentos militares no habría logrado Mohammed-el-Mahdí establecer en el Mogreb las doctrinas que enseñaba, derrocando el poder colosal de los almoravides. Pero la historia puede acusarle con razón de muy cruel y de tan fanático en la reforma anunciada por su maestro, que entre otras cosas mandó quemar cuantos libros de versos halló en sus Estados. Dueño del imperio, empleó Abdelmumen el resto de sus días en sosegar algunas insurrecciones de otros falsos santones ó codiciosos soldados, de las cuales no fué poco nombrada una en Ceuta, que obligó al nuevo príncipe á demoler los fortísimos muros de aquella plaza, y en sojuzgar la parte del Mogreb-el-Aula ó Yfriquia, arrojando de algunas plazas marítimas de por allá á ciertos aventureros cristianos ó al rey de Sicilia, según la versión de Conde[1], que era quien las tenía ocupadas hacía algún tiempo. Á lo último de su vida pensó en pasar á España á la guerra santa, y juntó para ello grandísima armada y ejército innumerable de africanos; pero la muerte atajó sus propósitos.

Realizólos su hijo Yusuf, apellidado Abu-Yacub, que le heredó en el trono, el cual ganó muchas victorias, plantando por mucho tiempo la silla de su imperio en la ciudad de Sevilla, donde edificó gran mezquita y puente de barcas y otras obras de no menor alteza. Éste logró dominar la tierra de España desde el Mediterráneo hasta el Océano, hallando sólo valladar su valentía en los muros de Tarragona, Toledo y Santarén. Hallábase delante de la última plaza cuando sus capitanes, equivocando una orden suya, ordenaron cierta noche la retirada del ejército y tomaron el camino de Sevilla. Despertó Yusuf al amanecer y se encontró sin ejército, con pocos guardas etiopes y andaluces, y algunos servidores en su compañía. Mandó entonces levantar precipitadamente las tiendas, y ya iba á ponerse en marcha, cuando los guerreros de Santarén, apercibidos del caso, abrieron las puertas, y saliendo contra él, le rodearon y acometieron por todas partes. Con todo eso no se amilanó el rey; antes, puesto delante de las mujeres que como concubinas le seguían, y alentando con la voz y con el ejemplo á los suyos, se defendió bravamente hasta obligar á los cristianos á volverse á la ciudad. La ira de ellos fué tanta, que mataron á los pies del príncipe á tres de sus mujeres; y éste tan esforzado, que postró por su mano á seis de los contrarios. Pero Yusuf no pudo loarse con la victoria, porque habiendo recibido una herida grave en el combate, murió de ella, no muchos días después, en las cercanías de las Algeciras. Así refiere este hecho el Cartas, y así lo describen también las historias portuguesas[2], diciendo que «casi sin levantar la espada, con mirarlos (á los sarracenos), fueran vistos desamparar los cuarteles, y desamparados de sus propios corazones correr por la campaña sin orden, con miedo, huyendo». Reinaba á la sazón en Portugal D. Alfonso I, con noventa años de edad, según se supone.

Sucedió al muerto Yusuf su hijo Abu-Yusuf-Yacub, apellidado el Vencedor por sus muchas victorias contra los cristianos, entre las cuales fué la principal aquella tan nombrada de Alarcos, en donde perdió Alfonso VIII la flor de sus caballeros y soldados. Los historiadores árabes aseguran que Abu-Yusuf vino esta vez á España estimulado por una carta que desde Algeciras le envió á África el rey Alfonso, y decía de esta manera: «Príncipe muslín: Si por ventura no puedes ó no quieres dejar esas tierras y venir á estas playas á verte conmigo en el campo, envíame navios bastantes en que yo pase allá con mis guerreros, y lograrásete el gusto de que lidiemos como mejor te cuadre, y sea á condición de que el vencido se ponga con los de su nación debajo de la ley del vencedor». Si esto fué así, caro pagó su reto el rey castellano. Luego murió Yusuf y le sucedió su hijo Mohammed-Annasir, á quien nuestros cronistas apellidan Mohamad el Verde. Quiso éste proseguir las conquistas de su padre, y llamando á los guerreros de las cabilas y á cuantos hombres podían traer armas en sus Estados, juntó ejército tan poderoso como otro no se había visto jamás entre los muslimes, puesto que llegaba á seiscientos mil combatientes de á pie y de á caballo, y con él desembarcó del África en España. Salieron á su encuentro los príncipes cristianos, coligados por el común peligro que les amenazaba, y encontrándose los ejércitos en las Navas de Tolosa, tuvo lugar aquella famosísima batalla que hizo decir al Cartas estas melancólicas palabras[3]: «Desapareció la fuerza de los musulmanes de Andalucía desde aquella derrota; en adelante no les quedó estandarte victorioso, se levantó el enemigo con dominio y soberbia sobre ella, se apoderó de lo más de ella». Se ve, pues, que no es tan exagerada como se ha supuesto la relación que hacen de esta batalla nuestros historiadores. Mohamad se retiró á Marruecos; si algún esfuerzo hubo en su corazón, lo apagó tamaño desastre; confuso, temeroso y avergonzado se encerró en su palacio, y allí dio su vida á los placeres, hasta que dos de sus servidores le privaron de ellos con un tósigo. En los principios de su reinado había logrado refrenar algunas revueltas y anunciado ciertas virtudes; pero sus ulteriores desdichas y vicios deshonraron para siempre su memoria. Almostansir, su hijo, que le sucedió en el trono, vivió en placeres y liviandades y murió mozo. Después de este rey, el imperio fué todo revueltas y parcialidades.

Porque como Almostansir no dejó hijos, hubieron sus parientes de disputarse el trono. Los de Marruecos obligaron á aceptar el imperio al anciano Abdelwahed, tío suyo, hermano de su abuelo; y al propio tiempo se proclamaba por soberano en Murcia otro de sus tíos, hermano de su padre, á quien llamaban Abu-Mohammed-Aladel. Sin duda con los débiles reinados de Annasir y de Almostansir, los xeques y caudillos de las cabilas habían alcanzado sobradas licencias, frisando antes en atrevimiento que no en honrada libertad su conducta. Ello es que los mismos que habían levantado por emperador de Marruecos á Abdelwahed, forzando su voluntad para que aceptase, le depusieron á los pocos días; y no contentos con esto, le dieron muerte, prestando en seguida obediencia al príncipe Aladel ó el Justiciero, que tal significa ese nombre. Así corrió por primera vez la sangre de Abdelmumen; funestísimo ejemplo para lo futuro. No tardó en alzarse contra Aladel un primo hermano suyo, llamado Abu-Zaid, señor de Valencia, denominado el de Baeza, por haber proclamado su rebelión en aquella plaza, el cual, llamando en su socorro á los castellanos, dio harto que hacera su adversario, puesto que derrotó en un combate á Abulalá, hermano de Aladel, que vino en contra suya. Y esta fué la primera vez, al decir de sus escritores, que llamaron los muslimes á los cristianos para emplearlos en sus contiendas civiles; señal segura, si otras faltasen, de que entonces andaba ya en decadencia su espíritu nacional, y de que su imperio no estaba lejos de total ruina. Pero si Abulalá no se había mostrado feliz capitán en el campo, no quiso parecer mejor hermano, y al frente del ejército que mandaba se proclamó emperador. No bien lo supieron los xeques y principales de Marruecos, se levantaron contra Aladel, prendiéronle, y como se negara animosamente á reconocer á Abulalá, que era aclamado de todos por soberano, le quitaron en suplicio bárbaro la vida. Los rebeldes enviaron al punto embajadores á Abulalá, ofreciéndole el trono; pero antes que volviesen con la respuesta, arrepentidos de ello, nombraron por emperador á Yahya, hermano de Almostansir, que era sin duda, de los parientes de éste, quien más derechos tenía al imperio. Abulalá, denominado Almamon, que se juzgaba ya seguro en él por la embajada que le habían enviado de Marruecos, sintió mucho la afrenta, y determinó mover guerra á su sobrino; mas éste, que era sagaz y determinado, aunque mozo, se le adelantó enviando ejércitos á España que lo combatiesen. Duró la guerra por muchos años con varia fortuna entre ambos competidores, ora en la parte de acá, ora en la parte de allá del Estrecho, peleando por Almamon y dándole las más de las veces la victoria un escuadrón de doce mil aventureros castellanos al mando de un capitán á quien llamaban los árabes Farro-Casil, dado que otro debía ser su nombre, y se ignora.

Al fin Almamon logró dominar en Marruecos y en la mejor parte de Mauritania, arrojando á Yahya á los desiertos, de suerte que á él debe considerársele como verdadero emperador. Era aquel príncipe natural de Málaga y hombre de prendas, pero iracundo y cruel, como lo demostraron sus hechos. Él puede decirse que acabó con el imperio de los almohades, á los cuales persiguió cruelmente; degollando á muchos de ellos y proscribiendo sus usos y leyes, á tal punto, que llegó á maldecir el nombre del falso Mahdi en el púlpito de la mezquita de Marruecos, mandando que fuesen quemados sus libros y destruida en todo lugar su memoria. Al propio tiempo protegía sobremanera á los cristianos que ayudaban sus empresas, permitiéndoles edificar iglesia dentro de la ciudad de Marruecos, y concediéndoles otras muchas preeminencias, en disfavor todas ellas del Islam y en contra de los preceptos del Profeta. En un imperio levantado á la voz de la religión por los almoravides y almohades no podían pasar tales hechos sin ruido, y así fué que de una parte se rebeló contra Almamon su hermano Abu-Muza, fiel mahometano, en la ciudad de Ceuta; de otra, se alzó con las provincias de Yfriquia un cierto Abu-Mohammed-Ebn-Abi-Hafss, que las gobernaba, y en las de España fué aclamado como soberano independiente Mohammed-Ebn-Hud, también estos dos celosísimos creyentes y observadores de la ley alcoránica. Mirando la ruina que causó la conducta de Almamon, párase el ánimo sin acertar á explicar ni comprender sus móviles. Acaso un novelista sabría representarlo como encubierto cristiano, y por consecuencia jurado enemigo del Islam; y tal ficción parecería más verosímil con recordar que la mujer que con él compartía el lecho de ordinario era de familia cristiana. Aunque á la verdad, esto de amar á las mujeres cristianas fué tan común entre almorávides y almohades, que de ellos nacieron los más famosos de sus príncipes. De todas suertes, es indudable que Almamon trajo grandes desdichas al islamismo; aprovechóse de ellas el glorioso San Fernando para ejecutar sus maravillosas conquistas, ahuyentando de los reinos de Sevilla, Córdoba y Murcia el imperio muslímico, y considerándole de esta manera, no puede menos de recordarlo con regocijo nuestra historia.

Muerto Almamon, le sucedió un hijo suyo apellidado Abdelowahed Ar-raxid, al cual presentaron unos alárabes la cabeza de Yahya, asesinado en el desierto por ellos. Tras él vino su hermano Ab-l-hasan Alí, y luego uno de sus parientes llamado Abu-Hafss, y por último Abu-Dabbus, que siendo capitán famoso entre los almohades, se pasó al campo contrario, ofreciéndole á la nueva dinastía de los benimerines la mitad del imperio si le ayudaban á ganarlo.

Y así sucedió; pero no tardaron en originarse contiendas sobre el repartimiento de las tierras, las cuales pararon en que los benimerines se alzasen con todo, protestando que Abu-Dabbus les negaba lo prometido. De la ambición de los nuevos conquistadores bien puede creerse que fuera pretexto, y no otra cosa, para señorearse del imperio. Durante aquellas contiendas civiles y guerras extranjeras figuraron constantemente en los ejércitos almohades los aventureros cristianos que había traído Almamon de Castilla. Los hechos de aquella gente fueron maravillosos, al decir de la historia africana; su amistad era buscada y temido su nombre; su influjo tal, que solos supieron mantener aquel resto del poder de los almohades, desde Almamon hasta Abu-Dabbus, contra enemigos tan formidables como lo combatían. Pero al fin todo cayó; y el imperio vastísimo, que contaba á un tiempo por capitales á Sevilla, Marruecos y Fez, desapareció del mundo para siempre. Aquí acaba el mejor período de la historia mauritana: el imperio del Mogreb-el-Aksa, ó el África occidental, había en él tocado el punto más alto de su fama, grandeza y poderío.


  1. Historia de la dominación de los árabes, tomo ii, capítulo 41.
  2. Véase Faria y Souza, Epítome de las historias portuguesas.
  3. En estas frases no sigo la traducción de Moura, sino la de Bacas Merino, que hay en un tomo de Mss. de la Academia de la Historia.