Apóstrofe
de Pedro Bonifacio Palacios


Para mis amigos los doctores C. Carlos Madariaga y D. Francisco A. Barroetaveña


Mentecato razonante, -amoral y razonante,

amoral y atrabiliario-

como aquellos Federicos, tus abuelos,
como aquél tu regio primo que arrojaron a las ondas:

tragicómico.

Personaje de Moliére incorporado a la técnica de Hugo:

un mediocre, un secundario,

con desplantes de Nerón; declamatorio y homicida:

medio histrión, medio chacal.

Dulcamara de las artes y las letras
que profanas los prodigios del ingenio

grave y hondo,
noble y fuerte,

de los jóvenes artistas de Alemania,
con los necios cascabeles petulantes
y los místicos remiendos incongruentes

de tu inflada medianía,
de tu enorme fatuidad.
Dictador de un pueblo manso,

que a virtud de un cientifismo más brutal que los azotes,

le has hundido en el abyecto

gran trajín de los insectos laboriosos:

en su helado mecanismo;

en aquella disciplina de colmena
que persigue un fin extraño a las abejas.

Democracia encasillada,

donde todos son felices, -donde todos
dan la misma sensación de ser felices-

porque nadie es personal.
Democracia de inconscientes,
de resortes aceitados,

incapaz de las preñeces inefables

de las madres de los Cristos.


Democracia subalterna, sin historia,

que es idéntica por siempre

de una punta a la otra punta de los tiempos,
¡que es la misma democracia miseranda
que conduces al asalto en batallones,

y la misma que desdoras,

sometida a las liturgias de la higiene

como un torpe lupanar!
Mientras tú, -zángano y pulpo,
hiperbólico parásito
tenebroso-

te reservas el derecho de ser libre,

de ser hombre, de ser loco,
de ser genio extravagante,
de dar rienda a tus impulsos;

porque Dios así lo quiso, porque Dios así lo manda,

porque Dios te necesita

para el logro de sus planes y designios...

charlatán.
Asesino coronado,

con las manos empapadas en la sangre de millones de inocentes;
de mujeres y de niños y de ancianos -

base y cumbre de la vida-,

de ignorantes campesinos y de bestias de labranza -
compañeras de los tristes y los pobres
y factores de riqueza y de alegría

como el pobre y como el triste.-

Impostor, grotesco Atila, descendiente putativo

del monarca de los Hunos,
tragediante,

cuyas manos sumergidas en la sangre de cien pueblos,

ya no manchan lo que tocan
con la sangre que destilan;
porque todo está sangriento,

porque todo está purpúreo como un coágulo fantástico;

tierra y mar.
Mitológico demonio,
cuyas fauces, cuyos cuernos,

cuyas garras y pezuñas chorreantes
en la sangre generosa de la flor de los varones
dejarán por luengos años apagadas

las antorchas de Himeneo;

las tribunas populares sin apóstrofes,
como bocas desdentadas y sin lengua;
polvorosos y vacíos y yacentes

alambiques y retortas;

el taller de los artistas infecundo,

pues las musas, -

que se entregan por sí mismas al ingenio

de mancebos y de ancianos-,

no darán a otra mujer todas sus gracias;

mudo y frío,
mudo y trágico,

como un alma bajo el peso de su crimen,

el taller de los obreros, -

maculado con la sangre de los parias de la tierra
y acusado, por la suma de los tiempos y los hombres,

de traición y fratricidio-;

los terrenos de labor -ayer gloriosos
como el vientre de las madres campesinas-,

hoy siniestros y baldíos -
deshonrados y horadados
por las furias de la guerra,

cual pudiera deshonrarlos y horadarlos
un ejército de búfalos en marcha,

una piara fabulosa-;
las ciudades enlutadas;
los caminos solitarios;

los portentos seculares de alarifes ignorados -
cuyas torres, como súplicas de pìedra,

se perdían en las nubes-,

convertidos en refugio de alimañas;
las aldeas -visitadas por los lobos-,
reducidas a unos viejos y unos niños
haraposos, macilentos, lamentables...

¡sin honor la Humanidad!

Invasor indiferente como un bruto,

cual un asno enfurecido,

cual un férvido bisonte trashumante
que no ve lo que destruye con sus patas,

en su fiebre ambulatoria,
en sus ansias de migrar;
invasor indiferente

a lo bello, a lo sagrado y lo indefenso -

que están siempre por arriba
de la cólera de un hombre,
como un niño en sus pañales,

como el sol en su dominio sideral;-
destructor de catedrales portentosas,
y colegios, y hospitales, y ambulancias,

y barcazas pescadoras,

y ciudades tan abiertos como el cielo,
y poblachos tan risueños e inocentes

como el patio de una escuela;
por jactancia,
por barbarie enardecida,
por llenar de espanto al mundo,

porque así lo hicieron antes los Atilas y Alaricos:

por maldad.

Incendiario de las granjas admirables

de los belgas y franceses;

de jardines y de huertos deliciosos;

de viñedos seculares;

de jocundas, lujuriantes sementeras,-

sudor mismo de los mansos

y alimento de los pobres y los ricos-;
sementeras melodiosas como arpas
y doradas y flotantes como túnicas de oro,
que sembraron manos próvidas y fuertes...

¡Más augustas y más fuertes que las tuyas,

ruin taroso,
asimétrico inservible,

mutilado por herencia desde el seno de tu madre,

sanguijuela de los otros,

incapaz de arar un palmo de terreno,
de sembrar cuatro puñados de simiente,

de moler un haz de trigo,
de amasar un solo pan!

Asesino de Miss Cavell;
victimario de mujeres;
victimario de mujeres más heroicas
que tus rudos almirantes, -
que los rudos almirantes
de los barcos de tu escuadra embotellada;-
más heroicas que tu ejército de topos;-
inventor de laberintos y tuneles,
y trincheras subterráneas,-
que rehúye los encuentros singulares,
las batallas frente a frente,
brazo a brazo,
pecho a pecho,
bajo el sol y a sol medido;
a lo César y Alejandro,
San Martín y Bonaparte,
suerte a suerte, genio a genio, faz a faz.

Asesino de Miss Cavell;
asesino sin entrañas de mujeres estupendas,
imponentes, sobrehumanas:
superiores al estrago,
superiores a su carne femenina,
superiores a la muerte,
como santas, como diosas;
que cruzaban impasibles bajo el fuego formidable
de tus hórridos cañones,
por la zona pestilente de tus gases asfixiantes, -
tan hediondos como tu alma,-
sin más yelmo que sus tocas,
sin más armas de defensa que una cruz atada al brazo;
arrastradas al fragor de la contienda, -
como madres que buscaran a sus hijos
a través de los tizones de un incendio-,
conducidas al fragor de la contienda
-¡oh, sonámbulas sublimes!-
por el ¡ay! de los heridos,
por la sangre borboteante de los pechos,
por los hipos de agonía,
por la súplica sin ayes de unos ojos nunca vistos,
por el gesto indefinible de los héroes moribundos,
que al mirar a la enfermera,
como en síntesis suprema de visiones anteriores,
ven en ella a sus hijitos, a sus padres,
a su esposa, a sus hermanos;
ven en ella a sus amigos y a la torre de su pueblo,
que ya nunca,
nunca, nunca,-
ni despiertos ni dormidos
verán más,
soñarán más.

Mientras tú, bajo tus cotas, tus corazas y tus cascos,-
fiera indigna de sus garras-,
sumergido en lo más hondo de tus autos imperiales,
artillados y blindados como andantes fortalezas;
custodiado por tu guardia y tus aviones,
en la tierra y en los aires -
como un mísero Heliogábalo lloroso,
como un viejo Ganimedes angustiado,
inferior a las mujeres
del harem y el gineceo-,
estallabas en histéricos chillidos
azuzando a tus mesnadas,
más atrás de tus cañones,
más atrás de tus fortines y tus fosos,
más atrás de tus reservas,
más atrás de los fogones donde hierven tus marmitas,
más atrás del más cobarde de los tuyos...
más atrás.


Imperial infanticida; rey Herodes;
ogro enorme de los párvulos de Bélgica,
a los cuales perseguiste por las calles,
por las plazas, por los campos,
por las cuevas y los montes-
tigre suelto,-
hasta el pie de los santuarios
y el regazo de sus madres;
angelitos intangibles,
querubines inviolables
en su vida, su candor y su belleza,
para Dios y para el Hombre;
a los cuales arrancaste las pupilas,
mutilaste las dos manos,
profanaste y degollaste,-
¡gran maldito!-
por envidia, por venganza, por bestial represalia;
padre triste,
padre lleno de vergüenza
del borracho incorregible, del imbécil incurable
que ha de ser, si Dios no media,
como el propio Carlos Quinto de Alemania,
majestad.

Corruptor de la conciencia de los hombres;
musa roja de filósofos y sabios,
de políticos y estetas;
Mefistófeles.
Seductor de la Gran Virgen,-
de la hija cerebral del padre Zeus,
de la hermética Minerva;-
cuyo pecho saturaste de pasiones inferiores,
de satánicos instintos;
cuyos sesos inefables,
armoniosos, fulgurantes como astros,
sometiste a pensamientos tenebrosos,
disolventes, agresivos;
al pensar de las raposas, si pensasen,
y al ardor del alacrán.
Animal apocalíptico; precursor de las tinieblas;
enemigo del derecho y la justicia;
enemigo de los hombres;
Antecristo.

En un mundo tan estrecho y fugitivo
cual un campo de gitanos,
que hoy es vida clamorosa
y mañana soledad;
en un mundo tan endeble y reducido,
tan astroso y vacilante
como el triste carromato gemebundo,
donde ultrajan a Talía por las plazas y las ferias
los histriones derrotados,
los tediosos comediantes derrotados
que darían los imperios de la tierra
por un pan;
en un mundo tan pequeño como éste,
tan pequeño y deleznable
que un insecto deleznable
deposita en la bruñida superficie
de una copa de cristal;
en un mundo como éste en que nacimos,
así frágil y menguado,
así vil y transitorio,
que hoy es nota bien precisa en el espacio
y mañana no será:
no hay siquiera la esperanza
de una vida y una forma permanentes;
no hay el ámbito geográfico bastante,
ni alargándole su diámetro
hasta dar con el volumen de cien soles;
no habrá nunca
ni metales, ni carbones, ni bastantes calorías,
ni energías suficientes,
ni apropiadas resistencias,
para el horno,
para el cráter,
para el círculo dantesco,
para el báratro sin fondo y sin orillas,
para todos los abismos inflamados
que te deben supliciar.
No; la Tierra es tan fugaz, tan reducida,
como un campo de gitanos:
para ti la Eternidad.

Y la Historia es un momento,
una mísera palabra,-
una mísera palabra que resuena altisonante-,
un clamor en el desierto, nada más.
Son los siglos como un sueño:
eran nada y se hacen nada,-
nada mismo, olvido mismo: noche y paz.
Los archivos van al polvo
y a la sombra impenetrable
de un lenguaje incomprensible
como cuentos de otros mundos,
como el verbo de unos seres que no fuesen
ni siquiera el antropoide,
ni siquiera una vislumbre de razón,
de humanidad.
Los azotes de la Historia no castigan:
crean dioses;
crean tipos fabulosos, mitológicos,
arrastrados al dolor por el destino,
condenados al delito por las horas,
sometidos al horror de la tragedia.-
del incesto al parricidio-,
por las fuerzas del ambiente;
porque así lo dispusieron las costumbres,
las pasiones imperantes,
los impulsos, los delirios,
las herencias y atavismos: lo fatal.
No; la Historia es un momento, una mísera palabra-
una mísera palabra que resuena altisonante...
Para ti, para la serie
larga y negra de tus crímenes horrendos,
cien millones, mil millones de centurias
son un soplo.
Te reclaman los archivos de lo eterno:
vida eterna, fuego eterno, llanto eterno,
sin Plutarcos,
sin siquiera la sonrisa de Caín el fratricida:
dolor pleno, dolor sumo, dolor puro
por los siglos de los siglos;
y en aquella angustia eterna,
tú y Satán.


La Plata, 29 de diciembre de 1915