Antes, ahora y después

Antes, ahora y después
de Ramón de Mesonero Romanos
I
El tiempo se ve retratado

con exactitud en las

generaciones vivas; de

suerte que los viejos

representan lo pasado,

los jóvenes lo presente y los

niños el porvenir.


Addison



La filosófica observación de un célebre moralista, que queda estampada como epígrafe del presente artículo, nos conduciría como por la mano a entrar de lleno en aquella cuestión tantas veces agitada de la mayor o menor corrupción de los tiempos; y después de bien debatida, sucederíanos lo que de ordinario acontece, esto es, que acaso no sabríamos decidirnos entre los recuerdos pasados, la actualidad presente y las esperanzas futuras.

Las mujeres, según la observación también exacta de otro autor crítico, son las que forman las costumbres, así como los hombres hacen las leyes; quedando igualmente por resolver la eterna duda de cuál de estas dos causas influye principalmente en la otra, a saber: si las costumbres son únicamente la expresión de las leyes, o si éstas vienen a reproducirse como el reflejo de aquéllas.

Parece, sin embargo, lo más acertado el creer que este es un círculo sempiterno en que quedan absolutamente confundidos el principio y el fin, pues si vemos muchos casos en que el legislador se limitó a formular las costumbres y las inclinaciones de los pueblos, también hay otros en que éstos se vieron prevenidos por la atrevida mano de aquél.

De todos modos, no puede negarse que la educación es la base principal que sustenta y modela casi a voluntad el carácter del hombre, y de aquí la importancia de las leyes que la dirijan; también habrá de convenirse en que las mujeres están llamadas por la naturaleza a prestar al hombre los primeros cuidados, a inspirarle sus primeras ideas; y he aquí explicada también naturalmente la otra observación, o sea su influencia en el futuro desarrollo de la sociedad.

Todas estas y otras muchas verdades se ven materializadas, por decirlo así, en cada país, en cada ciudad, en cada casa. Mas cuenta, que no a todos es dado el apreciar distintamente el espectáculo que delante se les presenta; no todos saben adivinar sus causas, medir sus efectos, calcular sus consecuencias; el libro de la vida todos lo escriben, muy pocos son los que aciertan a leer en él; y allí donde por lo regular acaba el horizonte del vulgo, suele empezar el del filósofo observador.

II - La madre


Mucho más locas las viejas

son en Madrid que las mozas,

y es natural, porque llevan

muchos más años de locas.


León de Arroyal.


Doña Dorotea Ventosa, de quien ya en otra ocasión tengo hablado a mis lectores, era una señora que por mal de sus pecados tuvo la fatal ocurrencia de nacer en los felices años del reinado de Carlos III, y si bien esta circunstancia no fuese sabida más que de ella misma, y del señor cura de la parroquia, y pareciese hallarse desmentida por las continuas modificaciones y revoque de su persona monumental, sin embargo, los arqueólogos y amantes de antigüedades (que como es sabido tienen la descortés osadía de señalar fechas a todo lo que miran) creyeron poder arriesgarse a colocar la del nacimiento de nuestra heroína a los setenta y cinco del pasado siglo, mes más o menos.

Nacida de padres nobles, y sesudamente originales, en aquellos tiempos en que los españoles no se habían aún traducido del francés, vio deslizarse sus primeros años en aquel reducido círculo de sensaciones que constituían por entonces la felicidad de las familias; y el respeto a señores padres y el santo temor de Dios eran los únicos pensamientos que alternaban en su imaginación con los juegos infantiles. Enseñáronla a leer, lo necesario para hojear el Desiderio y Electo y las Soledades de la vida; y en cuanto a escribir, nunca llegó a hacerlo, por considerarse en aquellos tiempos la pluma como arma peligrosa en las manos de una mujer.

No bien cumplió doce años, y antes que la razón viniese como suele a perturbar la tranquilidad de su espíritu, fue colocada en un convento, donde aprendió a trabajar mil primorosas fruslerías, y a pedir a Dios, en una lengua que no entendía, perdón de unos pecados que no conocía tampoco.

El amor paterno, velando por su porvenir en tanto que ella dormía y crecía en el seno de la inocencia, negociaba con eficacia un ventajoso matrimonio para cuando llegase el momento de salir al mundo; y así que hubo llegado a los diez y ocho años de su edad, fue vuelta a la casa paterna, y desposada de allí a pocos meses con un hombre a quien ella apenas conocía, pero que tenía la ventaja de colocarla en una brillante posición, y añadir a sus apellidos siete u ocho apellidos más.

Pasó, pues, sin transición gradual, desde el dominio de la hermana superiora, al más positivo del marido superior. Porque es bien que se sepa que por entonces todos los maridos lo eran, y tenían más punto de contacto con la arrogancia de los árabes, que con la acomodaticia cortesanía francesa.

Convencidos, no sé si con razón, de lo peligroso que es el aire libre y el contacto de la sociedad a la pureza de las costumbres femeniles, tocaban en el opuesto extremo; convertían sus casas en fortalezas, sus mujeres en esclavas, y en austera obligación los voluntarios impulsos del amor.

Ya se deja conocer, y todas mis lectoras convendrán en ello, que sistema tan descortés supone, como si dijéramos, una sociedad incivilizada, una ilustración en mantillas; y todas las jóvenes darán en el interior de su corazón mil gracias al cielo por haberlas hecho nacer en un siglo más filosófico y conciliador. Pero esto no es del caso, ni ahora la ocasión del obligado encomio del siglo en que vivimos; todo ello podrá tener su lugar más adelante; por ahora habremos de reposar la imaginación en los últimos años del que pasó.

Nuestra bella mal maridada llevó con paciencia el primer año de aquel tiránico amor: en este punto hay que alabarla la constancia, que en el día podría hacerla pasar por una Penélope; pero al fin, el primer año pasó, y vino el segundo; y entonces observó que su marido siempre era el mismo; un señor por otro lado muy formal y muy buen cristiano, pero sin espada ni redecilla, ni botones de acero, ni mucho sebo en el peluquín; que entonces las mujeres se enamoraban de las pelucas, como ahora se enamoran de las barbas.

Observó que a su edad (que tenía ya treinta cumplidos) todavía no sabía bailar el bolero, ni cantar la Tirana, ni había podido tomar partido entre Costillares y Romero, ni sabía qué cosa era el arrojar confites a Manolito García; cosas todas muy puestas en razón, y que para servirme de una expresión galo-moderna, hacían furor por aquellos tiempos de gracia. Advirtió que su casa era siempre su casa, y las ventanas siempre con celosías, y el perro siempre acostado a la entrada, y el Rodrigón siempre en acecho a la salida, y los muebles siempre silenciosos, y los libros siempre Santa Teresa y Fray Luis, y las estampas siempre el Hijo Pródigo y las Bodas de Caná.

Por algunas expresiones sueltas de algunas amigas (que nunca faltan amigas para venir a enredar las casas) llegó a adivinar que extramuros de la suya había alguna otra cosa que no era ni su marido, ni sus pájaros, ni sus celosías, ni sus tiestos, ni sus lignum crucis, ni sus San Juanitos de cera. Supo que había teatros, y toros, y meriendas, y Prado, y abates, y devaneos; y como la privación es salsa del apetito, rabió por los abates y por las meriendas, y por el Prado y por los toros, y por la comedia y por los devaneos.

Pero a todos estos extraños deseos hacía frente la faz austera del esposo, que rayando en una edad madura, y práctico conocedor de los peligros mundanos, se consideraba en el deber de apartar de ellos con vigilante constancia a su joven compañera, sin que ésta por su parte se lo agradeciese, como que sólo veía en ello un exceso de egoísmo, y una implacable manía de ejercer con ella su conyugal autoridad.

Desengañada, en fin, de la inutilidad de sus esfuerzos para quebrantar sus odiosas cadenas, hubo de conformarse al reducido círculo de sus obligaciones domésticas. Por fortuna el amor maternal pudo hacerla más halagüeña su existencia: tres hermosos niños vinieron sucesivamente a endulzarla; criábalos ella misma, por no haberse establecido aún la funesta moda que releva a las madres de este sublime deber; vivía con ellos y para ellos, y sus gracias inocentes casi la llegaron a reconciliar con unos lazos que antes miraba como tiránicos y opresivos.

Desgraciadamente de estos tres niños desaparecieron dos, antes que la muerte arrebatase también al papá; y cuando este acontecimiento vino a cambiar la existencia de nuestra heroína, quedó ésta a los cuarenta y ocho de su edad, con una sola niña de quince abriles, que revelaba a la mamá en sus lindas facciones una verdad que apenas había tenido lugar de advertir, esto es, que ella también había sido hermosa.

Las mujeres en general suelen tener dos épocas de agitación y de ruido: una cuando en la primavera de la edad recogen los obsequios que la sociedad las dirige, y otra cuando vuelven a recibirlos en la persona de sus hijas. La mamá de que vamos hablando, por las razones que quedan dichas, no había tenido ocasión de disfrutar de aquella primera época; pero nada la impedía aprovecharse de la segunda. Y como es una observación generalmente constante que el que ha sido viejo cuando joven, suele querer ser joven cuando llega a viejo, déjase conocer la buena voluntad con que aprovecharía la ocasión de rendir al mundo el tributo que tan sin su voluntad le había negado un tiempo.

Escudada con el pretexto de la hija (que suele ser en madres verdes el salvo-conducto de su ridícula disipación), halagada por la fortuna con una brillante posición social, dueña absolutamente de su persona y de sus bienes, y todavía no maltratada por el medio siglo que disimulaba su espejo, trató de indemnizarse de las privaciones pasadas por las delicias presentes. Abrió su casa a la sociedad, y se relacionó con las más elegantes de la corte; dio bailes y conciertos, visitó teatros, dispuso giras de campo y lucidas cabalgatas; observó hasta la extravagancia los más extraños preceptos de la moda; y como ésta lo autorizaba y su posición lo permitía también, supo fijar al dorado carro de su triunfo, y disputar a su propia hija mil adoradores, que suspiraban por los bellos ojos de su bolsillo, y que ofuscados por su esplendor, sabían disimular sus postizos adornos, su incansable e insulsa locuacidad, su dominante altivez y sus voluntarios caprichos.

El tiempo, sin embargo, iba imprimiendo su huella cada día más hondamente en aquella agitada persona; pero ella, tenazmente sorda a sus avisos, disputaba paso a paso al viejo alado la victoria, en términos que a creerla, tenía el singular privilegio de caminar hacia su origen, porque si un año confesaba cuarenta, al otro no tenía más que treinta y cinco, y al siguiente treinta y dos, hasta que se plantó en veinte y nueve, y ya no hubo forma de hacerla adelantar más.

A la implacable rueca de las Parcas oponía ella las tijeras de la modista y la media caña del peluquero, y las preparaciones del químico; allí donde anochecía un diente de amarillento hueso, la industria corría presurosa a colocarla otro de oro purísimo y marfil; allí donde empezaba a amanecer la blanca cabellera, el arte sabía correr el denso velo de un elegante prendido.


...¿Quién hay

que cuente los embelecos,

los rizos, guedejas, moños

que están diciendo: Memento,

calva, que ayer fuiste raso,

aunque hoy eres terciopelo?


Ella, en fin, era un códice antiguo, cuidadosamente encuadernado en magnífica cubierta; un cuadro del Ticiano restaurado por manos profanas; casco viejo y carenado, como aquel en que el inmortal Teseo marchó a libertar a los atenienses del tributo de Minos, del cual se cuenta que fue conservado por éstos en señal de veneración, reponiendo continuamente las piezas que se rompían, en términos que después de nueve siglos, siempre era el mismo, aunque había desaparecido del todo.

No sin ocultos celos esta arrogante mamá veía crecer y desenvolverse diariamente las gracias de Margarita (que así se llamaba la niña), y más de una ocasión llegó a disputarla, con grandes esfuerzos, tal cual conquista que ella había hecho sin ninguno. Bien hubiera deseado ocultarla a los ojos del mundo, como un argumento vivo de su edad, o como un formidable contraste de sus artificiales perfecciones; pero entonces se hubiera ella misma condenado a igual reclusión y silencio. Más fácil era hacerla pasar por sobrina o por hermana menor; afectar con ella la mayor familiaridad y renunciar a todo respeto; disminuir su brillantez con la sencillez de su traje; dejarla correr con sus amigas distinto rumbo y diversas sociedades, y evitar, en fin, todo término posible de odiosa comparación.

Las consecuencias naturales de semejante sistema no se hicieron esperar por largo tiempo; desamparada la joven de la tutela y del escudo maternal, entregó inadvertidamente su corazón al primer pisaverde que quiso recogerlo, y lo entregó con tal verdad, que haciendo frente a la terrible oposición de la madre (que quiso entonces usar de un derecho a que ella misma había renunciado con su conducta), e impulsada por el primer movimiento de su pasión, imploró la protección de las leyes para satisfacer su voluntad, contrayendo matrimonio con el susodicho galán. Y mientras esto sucedía, la mamá, libre ya absolutamente de toda traba y responsabilidad, se propuso dar rienda suelta a sus caprichos y disipación, llegando a lograrlo en términos, que sólo fue capaz de atajarla una aguda pulmonía, que supo aprovechar la ocasión de la salida de un baile, para llevarla aún cubierta de flores a las afueras de la puerta de Fuencarral.

III - LA HIJA

Ya la notoriedad es el más noble

atributo del vicio, y nuestras Julias,

más que ser malas, quieren parecerlo.


Jovellanos.

Dicho se está lo importante a par que difícil del acierto en la educación de una mujer. Hemos visto en el ejemplo anterior las consecuencias de la excesiva suspicacia paterna y de la opresión conyugal; pero antes de decidirnos por el opuesto término, bueno será fijar la vista en sus naturales inconvenientes. Y las siguientes líneas van a ofrecernos una prueba más de que así es de temer en la mujer el extremado rigor y la absoluta ignorancia, como la falsa ilustración y una completa libertad.

Hemos dejado a Margarita en aquel momento en que colocada por su matrimonio en una situación nueva, podía tomar su rumbo propio, y reducir a la práctica el resultado de su educación y sus principios.

Poco queda que adivinar cuáles serían éstos, si traemos a la memoria el ejemplo de la mamá, y las apasionadas exageraciones que no podría menos de escuchar de su boca, contra la rígida severidad de sus padres y de su esposo. Añádase a esto el continuo roce con lo más disipado y bullicioso de la sociedad, las conversaciones halagüeñas de los amantes, las pérfidas confianzas de las amigas, y la indiscreta lectura de todo género de libros; porque ya por entonces las jóvenes, a vuelta de las Veladas de la Quinta y la Pamela Andrews, solían leer la Presidenta de Turbel, y la Julia de Rousseau.

Por fortuna el carácter de Margarita era naturalmente inclinado a lo bueno, y ni las lecturas, ni el ejemplo, pudieron llegar a corromper su corazón hasta el extremo que era de temer; sin embargo, la adulación continuada hubo de imprimirla cierto sentimiento de superioridad y de orgullo, que veía celebrado con el título de «amable coquetería»; la irreflexión propia de su edad y de sus escasos conocimientos pudo a veces ofuscarla contra su propio interés; y esta misma veleidad y esta misma irreflexión fueron las que la guiaron, cuando desdeñando otros partidos más convenientes, dio la preferencia al joven que al fin llegó a llamarla su esposa.

Era éste, a decir verdad, lo que se llama en el mundo una conquista brillante, muy a propósito para lisonjear el amor propio de Margarita. Joven, buen mozo, alegre, disipador, sombra fatal de todos los maridos, grata ilusión de todas las mujeres, cierto que ni por su escasa fortuna, ni por sus ningunos estudios, ni por su carácter inconstante y altivo, parecía llamado a conquistar entre los demás hombres una elevada posición social, y que hubiera representado un papel nada airoso en un tribunal o en una academia; pero en cambio ¿quién podía disputarle la ventaja en un estrado de damas, siendo el objeto de su admiración, o cabalgando a la portezuela de un coche sobre un soberbio alazán? Estas circunstancias unidas a su buen decir, sus estudiados transportes, y su tierna solicitud, fueron más que suficientes para dominar un corazón infantil, y alejar de él toda idea de calculada reflexión.

Pudo, en fin, Margarita ostentar sujeto al carro de su triunfo aquel bello adalid, objeto de la envidia de sus celosas compañeras; pudo al fin pasear el Prado colgada de su brazo, llamarse con su apellido, y darle de paso a conocer a él mismo la superioridad a que le había elevado, y el respeto y el amor que le exigía en justa retribución.

Las primeras semanas no tuvo, por cierto, motivo alguno de queja de parte de su esposo, antes bien calculando por ellas, no podía menos de prometerse una existencia de contentos y de paz. Siguiendo en un todo las máximas de la moda, ella era la que recibía las visitas, ella la que ofrecía la casa, ella la que reñía a los criados, ella la que disponía los bailes, ella la que presentaba al esposo a la concurrencia, ella, en fin, la que dominaba en aquella voluntad en otro tiempo tan altiva.

Entre tanto la suya se conservaba perfectamente libre, sin que ninguna observación, ni la más mínima queja vinieran a turbar aquella aparente felicidad. Margarita (en uso de los derechos que nuestra moderna sociedad concede tan oportunamente a una mujer casada) pudo desde el siguiente día de su matrimonio entrar y salir cuando la acomodaba, recorrer las calles sin compañía, visitar las tiendas, pasear con las amigas a larga distancia del marido; pudo conversar con todo el mundo con mayor familiaridad y descoco, y dar a sus discursos cierto colorido más expresivo y malicioso; ningún capricho de la moda, ninguna extravagancia del lujo estaban ya vedadas a la que podía titularse señora de su casa; y cuando a vuelta de pocas semanas advirtió o creyó advertir los primeros síntomas de su futura maternidad... ¡oh! entonces ya no hubo género de impertinencia que no estuviese en el orden, capricho que no se convirtiese en necesidad.

Llegó, en fin, después de nueve meses de sustos y sinsabores, el suspirado momento del parto... ¡Santo Dios! todo el colegio de San Carlos era poco para semejante lance... pero en fin, la naturaleza, que sabe más que cien doctores, no quiso que éstos se llevasen la gloria de aquel triunfo, y antes que ellos acudiesen a estorbarla, salió a luz un primoroso pimpollo de muchacho, que fue recibido con sendas aclamaciones de toda la familia; y reconocido y bien manoseado por una vecina vieja, se vio saludado por ella con aquel apóstrofe de costumbre: -«Clavadito al padre, bendígale Dios.»

Al siguiente día se celebró el bateo con toda solemnidad, y ya de antemano habían mediado acaloradas disputas sobre el nombre que le pondrían al muchacho; volviéronse a renovar aquella noche, y toda ella la pasaron el papá y la mamá haciendo calendarios, pues que el común ya no sirve sino para gentes añejas de suyo, retrógradas y sin pizca de ilustración. Bien hubiera querido el papá, a quien alguna cosa se le alcanzaba de historia, haber impuesto al joven infante algún nombre sonoro y de esperanzas, como Escipión o Epaminondas, mas por qué tanto la mamá aborrecía de muerte a griegos y romanos, y estaba más bien por los Ernestos y los Maclovios, y otros nombres así, cantábiles, mantecosos y que naturalmente llevan consigo mayor sentimentalismo e idealidad. Y como en casos semejantes la influencia femenil raya en su mayor altura, no hay necesidad de decir más, sino que Margarita consiguió su deseo, y que el chico fue inaugurado con el fantástico nombre de Arturo.

El amor maternal es un sentimiento tan grato de la naturaleza que cuesta mucho trabajo a la sociedad el contrariarlo; así que nuestra joven mamá en los primeros momentos de su entusiasmo, casi estuvo determinada a criar por sí misma a su hijo, y como que sentía una nueva existencia al aplicarle a su seno y comunicarle su propio vivir; pero la moda, esta deidad altiva, que no sufre contradicción alguna de parte de sus adoradores, acechaba el combate interior de aquella alma agitada, y apareciendo repentinamente sobre el lecho, mostró a su esclava la seductora faz, y con voz fuerte y apasionada: -«¿Qué vas a hacer (la dijo), joven deidad, a quien yo me complazco en presentar por modelo a mis numerosos adoradores? ¿Vas a renunciar a tu libre existencia, vas a trocar tus galas y tus tocados, tus fiestas y diversiones, por esa ocupación material y mecánica, que ofuscando tu esplendor presente, compromete también las esperanzas de tu porvenir? ¿Ignoras los sinsabores y privaciones que te aguardan, ignoras el ridículo que la sociedad te promete, ignoras, en fin, que tu propio esposo acaso no sabrá conciliar con tu esplendor ese que tú llamas imperioso deber, y acaso viendo marchitarse tus gracias?...»

-«No digas más», prorrumpió agitada Margarita, «no digas más»; y la voz de la naturaleza se ahogó en su pecho, y el eco de la moda resonó en los más recónditos secretos de su corazón.

Impulsada por este movimiento, tira del cordón de la campanilla, llama a su esposo, el cual sonríe a la propuesta, y conferencia con ella sobre la elección de madre para su hijo. Cien groseras aldeanas del valle de Pas vienen a ofrecerse para este objeto; el facultativo elige la más sana y robusta; pero la mamá no sirve a medias a la moda, y escoge la más linda y esbelta; al momento truécase su grosero zagalejo en ricos manteos de alepín y terciopelo con franja de oro; su escaso alimento, en mil refinados caprichos y voluntariosos antojos, y cargada con la dulce esperanza de una elegante familia, puede pasearla libremente por calles y paseos, retozar con sus paisanos en la Virgen del Puerto, y disputar con sus compañeras en la plazuela de Santa Cruz.

De esta manera pudo ser madre Margarita, y multiplicar en pocos años su descendencia, llenando la casa de Carolinas y Rugeros, Amalteas y Pharamundos, con otros nombres así, desenterrados de la edad media, que daban a la familia todo el colorido de una leyenda del siglo X. Y hasta en esto se parecía la casa a los dramas modernos, en que no había unidad de acción; porque el papá, la mamá y los niños formaban cada uno la suya aparte, tan independiente y sin relación, que sería de todo punto imposible el seguir simultáneamente su marcha.

Porque si nos empeñásemos en seguir al papá, le veríamos ya desdeñando la compañía de su esposa como cosa plebeya y anticuada, abandonar día y noche su casa, correr con otros calaveras los bailes y tertulias, sostener la mesa del juego, proseguir sus conquistas, entablar y dirigir partidas de caza y viajes al extranjero, y afectar con su esposa una elegante cortesanía; entrar a visitarla de ceremonia, y rara vez, o saludarla cortésmente en el paseo, o subir a su palco en el entreacto de la ópera.

La esposa por su lado nos ofreciera un espectáculo no menos digno de observar; ocupada gran parte de la mañana en debatir con la modista sobre la forma de las mangas o el color del sombrerillo, entregada después en manos de su peluquero mientras hojeaba con interés el Courrier des Salons o el último cuento filosófico de Balzac, el resto del día lo empleaba en recibir las visitas de aparato, en murmurar con las amigas de las otras amigas, en escuchar los amorosos suspiros de los apasionados, y aunque riendo de ellos en el fondo de su corazón, ostentarlos a su lado en el paseo, en la tertulia, en el teatro; y vivir, en fin, únicamente para el mundo exterior, representando no sin trabajo el difícil papel de dama a la moda.

Fina y delicada es la observación que nuestro buen Jovellanos consiguió en el bellísimo terceto que arriba queda citado: la moda y los preceptos del gran mundo obligan a muchas mujeres a aparentar lo que no son, al paso que el orgullo y el amor a la independencia suelen a veces ser los escudos de la virtud, si es que sea virtud aquella tan disfrazada que procura ocultarse a los ojos del mundo, y fingir abiertamente un contrario sistema. Grande error es en la mujer no tomar en cuenta las apariencias, pues las más veces suele juzgarse por éstas, y como no todos leen en el interior de su corazón, no todos llegan a distinguir la realidad de la ilusión, la consecuencia del vicio, de la que sólo es nacida del imperio de la moda. Y aunque se me moteje de la manía de estampar citas, no quiero dejar de hacerlo aquí con unos bellísimos versos de Tirso de Molina que expresan este pensamiento.


La mujer en opinión

mucho más pierde que gana

pues son como la campana,

que se estiman por el son.

IV - LOS NIETOS

Margarita tenía, como queda dicho, un corazón excelente, amaba a su marido y a sus hijos, y más de una vez hubiera deseado disfrutar con ellos de aquella paz doméstica, única verdadera en este mundo engañador; pero el ejemplo de su esposo por un lado, la adulación por otro, triunfaban casi siempre de aquellos sentimientos, y a pesar suyo veíase arrastrada en un torbellino de difícil salida.

Para conservar lo que ella llamaba su independencia, y que más pudiéramos apellidar vasallaje de la moda, había apartado de su lado a los dos únicos niños que le quedaban, Arturo y Carolina, colocándoles en elegantes colegios, donde pudiesen aprender lo que ahora se enseña. De esta manera se privó voluntariamente de los puros placeres de la maternidad, y sus propios hijos, cuando por acaso solían verla, la miraban con la extrañeza y cumplido que era consiguiente.

No paró aquí su desconsuelo; el esposo, que hasta allí había dado libre rienda a sus caprichos sin fijarse en ninguno, llegó a apasionarse verdaderamente de otra mujer, y a hacer sentir a la propia toda la inconveniencia de su existir. Margarita, por el extremo contrario, o sea que la edad fuese desenvolviendo en ella sus inclinaciones racionales, o fuese el sentimiento natural de verse suplantada por otro amor, vio renovarse en su corazón el que le inspiraba su esposo. Éste por su parte, para librarse de sus importunidades, la echó en cara su disipación y ligereza anterior, el abandono de sus hijos, las injurias que la edad y la tristeza imprimieran en su semblante, y en fin, no pudiéndose resignar a esta continua reconvención, huyó del lado de su esposa, dejándola abandonada a su desesperación y a sus remordimientos.

Quedóla, pues, por único consuelo el cariño de sus hijos; pero éstos apenas la conocían ni la debían nada, y por consecuencia no la tenían amor. Por otro lado, educados con aquella independencia y descuido, era ya difícil variar sus primeras inclinaciones, darles a conocer sus más sólidas ideas.

Arturo era ya un muchacho fatuo y presumido, charlatán y pendenciero, que saludaba en francés, cantaba en italiano, y escribía a la inglesa; que hablaba de tú a su mamá, y terciaba en todas las conversaciones; que huía de los muchachos, y los hombres huían de él; que retozaba con las criadas, y alborotaba en los cafés, y bailaba en Apolo, y fumaba en el Prado, y en todas partes era temido por su insoportable fatuidad.

Carolina era una niña prematura, apasionada y tierna por extremo, que lloraba sin saber por qué, y se miraba al espejo, y dormía los ojos, y hablaba con él, y chillaba al ver un ratón, y aplaudía en los dramas la escena del veneno, y se enamoraba de las estampas de los libros, y se ponía colorada cuando la hablaban de muñecas y bordados, y cantaba con expresión el tenero ogetto y el morir per te.

Margarita vio entonces de lleno todo el horror de su situación, y tembló por ella misma y por sus hijos. Vio en Arturo una fiel continuación de la imprudencia de su esposo; vio en Carolina un espejo fiel de su propia imprudencia; se vio ella misma víctima del ejemplo de su madre, modelo que dejaba a sus hijos; y no pudiendo resistir a esta terrible idea, sucumbió de allí a poco, dejándolos abandonados en el mar proceloso de la vida.

La sociedad, empero, recogió su herencia, la inspiró sus ideas, la comunicó sus ilusiones, y como había modelado a la abuela y a la madre, modeló también a los nietos, y éstos servirán de fiel continuación de aquel drama, y no hay que dudarlo, lo que fue antes, y lo que es ahora, eso mismo será después.

(Diciembre de 1837.)