Ante una encrucijada en la historia política y económica del mundo

CONFERENCIA PRONUNCIADA EN EL CÍRCULO MERCANTIL DE MADRID, EL DIA 9 DE ABRIL DE 1935

No creáis que me concedo a mí mismo ese crédito de aplausos que acabáis de otorgarme. Para concedérmelo tenían que ser menores en este instante mi gratitud enorme por haber sido invitado a ocupar esta cátedra, en la que tantas voces autorizadas se oyeron, y mi sentido de la responsabilidad de la empresa que acometo ahora; primero, por la altura misma de la cátedra y por el agradecimiento que las palabras, tan cariñosas, de don Mariano Matesanz me imponen, y después, porque os diré que no es tarea tan fácil acertar, precisamente en esta noche, con el tono que he de dar a mi disertación.

Desde luego, supongo que ninguno de vosotros espera de mí un mitin político. El darlo seria corresponder mal a la abierta hospitalidad de esta cátedra libre; pero es que, además, entiendo que, reunidos unos cuantos españoles, muchos españoles, como ahora, y teniendo encima cada uno de nosotros, y todos nosotros, la congoja apremiante de España resulta tan desproporcionado reducirnos al comentario de la peripecia, al pormenor de la política española, que cabalmente, al hacerlo, nos alejaríamos de la misión de una grande y una trágica política. En cuanto esta noche intentara poner en claro si las Cortes van a reunirse más o menos pronto, si van a hacer las paces más o menos pronto, los grupos que hasta ha poco fueron amigos; en cuanto me deleitara, y quisiera deleitaros con eso, estoy seguro de que desaprovecharíamos una de las ocasiones en que nos reunimos para interesamos por las cosas trágicas y apremiantes que nos angustian.

No puedo, pues, dar un mitin, pero tampoco puedo hacer una disertación académica; ni ése sería vuestro humor, ni tengo para ello autoridad, ni están los tiempos para disertaciones académicas de dilettante. Generalmente, cuando las cosas graves se traducen en disertaciones académicas, es que una hecatombe se aproxima en Europa; la que España tiene delante, como parte de Europa, empieza en unos salones, acaso en los más refinados que la historia de los salones ha visto nunca. Si queréis (y con esto podemos dar una cierta variedad a estos momentos primeros, algo nerviosos, en parte por vuestra benévola curiosidad, en parte por mi justa emoción, en parte no sé si por algún entorpecimiento de este aparato que tengo delante); si queréis, digo, podemos trasladarnos con la imaginación a esos salones de que os hablaba.

Vamos a pensar que estamos, por un instante, en el último tercio del siglo XVIII. Del siglo XIII al XVI, el mundo vivió una vida fuerte, sólida, en una armonía total; el mundo giraba alrededor de un eje. En el siglo XVI empezó esto ya a ponerse en duda. El siglo XVII introdujo el libre examen, se empezó a dudar de todo. El siglo XVII ya no creía en nada; si queréis, no creían en nada los más elegantes, los más escogidos del siglo XVIII; no creían ni siquiera en sí mismos. Empezaron a asistir a las primeras representaciones, a las primeras lecturas en que los literatos y los filósofos de la época se burlaban de esa misma sociedad afanada en festejarlos. Vemos que las mejores sátiras contra la sociedad del siglo XVIII son aplaudidas y celebradas por la misma sociedad a la que satirizaba. En este ambiente del siglo XVIII, en este siglo XVIII que todo lo reduce a conversaciones, a ironías, a filosofía delgada, nos encontramos dos figuras bastante distintas: la figura de un filósofo ginebrino y la figura de un economista escocés.

El filósofo ginebrino es un hombre enfermizo, delicado, refinado; es un filósofo al que, como dice Spengler que acontece a todos los románticos –y éste era el precursor ya directo del romanticismo–, fatiga el sentirse viviendo en una sociedad demasiado sana, demasiado viril, demasiado robusta. Le acongoja la pesadumbre de esa sociedad ya tan formada y siente como el apremio de ausentarse, de volver a la Naturaleza, de librarse de la disciplina, de la armonía, de la norma.

Esta angustia de la Naturaleza es como la nota constante en todos sus escritos: la vuelta a la libertad. El más famoso de sus libros, el libro que va a influir durante todo el siglo XIX y que va a venir a desenlazarse casi ya en nuestros días, no empieza exactamente como habéis leído en muchas partes, pero sí casi empieza en una frase que es un suspiro. Dice: "El hombre nace libre y por doquiera se encuentra encadenado." Este filósofo –ya lo sabéis todos– se llama Juan Jacobo Rousseau; el libro se llamaba El contrato social.

El contrato social quiere negar la justificación de aquellas autoridades recibidas tradicionalmente o por una designación que se suponía divina o por una designación que en la tradición se apoyaba. Él quiere negar la justificación de esos poderes y quiere empezar la construcción de nuevo sobre su nostalgia de la libertad. Dice: El hombre es libre; el hombre, por naturaleza, es libre y no puede renunciar de ninguna manera a ser libre; no puede haber otro sistema que el que él acepte por su libre voluntad; a la libertad no puede renunciarse nunca, porque equivale a renunciar a la cualidad humana; además, si se renunciara a la libertad, se concluiría un pacto nulo por falta de contraprestación; no se puede ser más que libre e irrenunciablemente libre; por consecuencia, contra las libres voluntades de los que integran una sociedad no puede levantarse ninguna forma de Estado; tiene que haber sido el contrato de origen de las sociedades políticas; este contrato, el concurso de estas voluntades, engendra una voluntad superior, una voluntad que no es la suma de las otras, sino que es consistente por sí misma; es un yo diferente, superior e independiente de las personalidades que lo formaron con su asistencia. Pues bien, esta voluntad soberana, esta voluntad desprendida ya de las otras voluntades, es la única que puede legislar; ésta es la que tiene siempre razón; ésta es la única que puede imponerse a los hombres sin que los hombres tengan nunca razón contra ella, porque si se volvieran contra ella se volverían contra ellos mismos; esta voluntad soberana ni puede equivocarse ni puede querer el mal de sus súbditos.

Por otra parte, tenemos el economista escocés. El economista escocés es otro tipo de hombre; es un hombre exacto, formal, sencillo en sus gustos, algo volteriano, bastante distraído y algo melancólico. Este economista, antes de serlo, explicó Lógica en la Universidad de Glasgow, después Filosofía moral. Entonces la Filosofía moral se componía de varias cosas bastante diferentes: Teología Natural, Etica, Jurisprudencia y Política. Había, incluso, escrito, en el año 1759, un libro que se titulaba Teoría de los sentimientos morales; pero, en realidad, no es este un libro el que le abrió las puertas de la inmortalidad; el libro que le abrió las puertas de la inmortalidad se llama Investigaciones acerca de la riqueza de las naciones. El economista escocés, ya lo habéis adivinado todos, se llamaba Adam Smith.

Pues bien: para Adam Smith el mundo económico era una comunidad natural creada por la división del trabajo Esta división del trabajo no era un fenómeno consciente, querido por aquellos que se habían repartido la tarea; era un fenómeno inconsciente, un fenómeno espontáneo. Los hombres se habían ido repartiendo el trabajo sin ponerse de acuerdo; a ninguno, al proceder a esa división, había guiado el interés de los demás, sino la utilidad propia; lo que es cada uno, al buscar esa utilidad propia, había venido a armonizar con la utilidad de los demás, y así, en esta sociedad espontánea, libre, se presentan: primero, el trabajo, que es la única fuente de toda riqueza; después, la permuta, es decir, el cambio de las cosas que nosotros producimos por las cosas que producen los otros; luego, la moneda, que es una mercancía que todos estaban seguros habían de aceptar los demás; por último, el capital, que es el ahorro de lo que no hemos tenido que gastar, el ahorro de productos para poder con él dar vitalidad a emoresas nuevas. Adam Smith cree que el capital es Ia condición indispensable para la industria: el capital condiciona la industria –son sus palabras–. Pero todo esto pasa espontáneamente, como os digo; nadie se ha puesto de acuerdo para que esto ande así y, sin embargo, anda así, tiene que andar así; además, Adam Smith considera que debe andar así, y está tan seguro, tan contento de esta demostración que va enhebrando, que, encarándose con el Estado, con el soberano –él también le llama el soberano–, le dice: "Lo mejor que puedes hacer es no meterte en nada, dejar las cosas como están. Estas cosas de la economía son delicadísimas; no las toques, que no tocándolas se harán solas ellas e irán bien."

El libro de Rousseau se ha publicado en 1762; el de Adam Smith se ha publicado en 1776, con muy pocos años de diferencia. Hasta entonces son dos disquisiciones doctrinales: una tesis que aventura un filósofo y una tesis que aventura un economista; pero he aquí que en aquel final agitado del siglo XVIII ocurre lo que tiene que ocurrir para que estas dos tesis teóricas se pongan inmediatamente a prueba. Como si estuviéramos en un cinematógrafo, ante una de esas películas que hacen desfilar delante de nuestros ojos diversos acontecimientos y hacen aparecer, como surgiendo de un fondo lejano y adelantándose a la pantalla, cifras de fechas –1908, 1911, 1917–, esta noche podemos imaginar que vemos saltar hacia la pantalla todas esas cifras: 1765, 1767, 1769, 1770, 1785 y 1789 por último. Las cinco primeras de estas fechas corresponden a la invasión de las máquinas, máquinas que van a transformar la industria, sobre todo la industria de los hilados y los tejidos; corresponden al invento de la primera máquina de hilar, de la primera máquina de vapor, de la primera máquina de ejer ... ; la última, 1789, no hay que decirlo, corresponde nada menos que a la Revolución francesa. La Revolución se encuentra con los principios rousseaunianos ya elaborados, y los acepta. En la Constitución de 1789, en la del 91, en la del 93, en la del año tercero, en la del año octavo, se formula, casi con las mismas palabras usadas por Rousseau, el principio de la soberanía nacional: "E] principio de toda soberanía reside, esencialmente, en la nación. Ninguna corporación, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane de ella expresamente." No creáis que siempre se da entrada, al mismo tiempo que se declara esto, al sufragio universal. Sólo en una de las Constituciones revolucionarias francesas, en la de 1793, que no llegó a aplicarse, se establece ese sufragio; en las demás, no; en las demás, el sufragio es restringido, y aun en la del año octavo desaparece; pero el principio siempre se formula: "Toda soberanía reside, esencialmente, en la nación".

Sin embargo, hay algo en las Constituciones revolucionarias que no estaba en El contrato social, y es la declaración de los derechos del hombre. Ya os dije que Rousseau no admitía que el individuo se reservase nada frente a esta voluntad soberana, a este yo soberano, constituido por la voluntad nacional. Rousseau no lo admitía; las Constituciones revolucionarias, sí. Pero era Rousseau el que tenía razón. Había de llegar, con el tiempo, el poder de las Asambleas a ser tal que, en realidad, la personalidad del hombre desapareciera' que fuera ilusorio querer alegar contra aquel poder ninguna suerte de derechos que el individuo se hubiese reservado.

El liberalismo (se puede llamar así porque no a otra cosa que a levantar una barrera contra la tiranía aspiraban las Constituciones revolucionarias), el liberalismo tiene su gran época, aquella en que instala todos los hombres en igualdad ante la ley, conquista de la cual ya no se podrá volver atrás nunca. Pero lograda esta conquista y pasada su gran época, el liberalismo empieza a encontrarse sin nada que hacer y se entretiene en destruirse a sí mismo. Como es natural, lo que Rousseau denominaba la voluntad soberana, viene a quedar reducida a ser la voluntad de la mayoría. Según Rosseau, era la mayoría –teóricamente, por expresar una conjetura de la voluntad soberana; pero en la práctica, por el triunfo sobre la minoría disidente– la que había de imponerse frente a todos; el logro de esa mayoría implicaba que los partidos tuvieran que ponerse en lucha para lograr más votos que los demás; que tuvieran que hacer propaganda unos contra otros, después de fragmentarse. Es decir, que bajo la tesis de la soberanía nacional, que se supone indivisible, es justamente cuando las opiniones se dividen más, porque como cada grupo aspira a que su voluntad se identifique con la presunta voluntad soberana, los grupos tienen cada vez más que calificarse, que perfilarse, que combatirse, que destruirse y tratar de ganar en las contiendas electorales. Así resulta que en la descomposición del sistema liberal (y naturalmente que este tránsito, este desfile resumido en unos minutos, es un proceso de muchos años), en esta descomposición del sistema, liberal, los partidos llegan a fragmentarse de tal manera, que ya en las últimas boqueadas del régimen, en algún sitio de Europa, como la Alemania de unos días antes de Hitler, había no menos de treinta y dos partidos. En España no me atrevería a decir los que hay, porque yo mismo no lo sé; ni siquiera sé, de veras, los que hay representados en las Cortes, porque aparte de todos los grupos representados oficialmente y de los difundidos en agrupaciones parlamentarias, aparte de los diputados que por sí mismos o con uno o dos amigos entrañables ostentan una denominación de grupo, hay en nuestro Parlamento –don Mariano Matesanz lo sabe– algo extraordinariamente curioso, a saber: dos minorías, compuestas cada una por diez señores y que se llaman minorías independientes; pero fijaos, no porque ellas, como tales minorías, sean independientes de las demás, sino porque cada uno de los que las integran se sienten independientes de todos los otros. De manera que los que pertenecen a esas minorías, a las que ni don Maríano Matesanz ni yo pertenecemos, porque nosotros somos independientes del todo; los que pertenecen a esas minorías se agrupan, tienen como vínculo de ligazón precisamente la nota característica de no estar de acuerdo; es decir, están de acuerdo sólo en que no están de acuerdo en nada. Y, naturalmente, aparte de esa pulverización de partidos; mejor, cuando se sale de esta pulverización de los partidos, porque circunstancialmente unas cuantas minorías se aúnan. entonces se da el fenómeno de que la mayoría, la mitad más uno o la mitad más tres de los diputados, se siente investido de la plena soberanía nacional para esquilmar y para agobiar, no sólo al resto de los diputados. sino al resto de los españoles, se siente portadora de una ilimitada facultad de autojustificación, es decir, se cree dotada de poder hacer bueno todo lo que se le ocurre, y ya no considera ninguna suerte de estimación personal, ni jurídica ni humana, para el resto de los mortales.

Juan Jacobo Rousseau había previsto algo así, y decía: "Bien; pero es que como la voluntad soberana es indivisible y además no se puede equivocar, si por ventura un hombre se siente alguna vez en pugna con la voluntad soberana, este hombre es el que está equivocado, y entonces, cuando la voluntad soberana le constriñe a someterse a ella, no hace otra cosa que obligarle a ser libre." Fijaos en el sofisma y considerar si cuando, por ejemplo, los diputados de la República, representantes innegables de la soberanía nacional, os recargamos los impuestos o inventamos alguna otra ley incómoda con que mortificaros, se os había ocurrido pensar que en el acto este de recargar vuestros impuestos, o de mortificaros un poco más, estábamos llevando a cabo la labor benéfica de haceros un poco más libres, quisierais o no quisierais.

Esta ha sido, en una síntesis brevísima y un poco confusa, la historia del liberalismo político. Aproximadamente corre paralela la historia del liberalismo económico.

Lo mismo que Rousseau se encontró con que la Revolución francesa, al poco tiempo, acogió sus principios, Smith tuvo la suerte, raras veces alcanzada por ningún escritor, de que Inglaterra estableció poco después la completa libertad económica. Abrió la mano al libre juego de la oferta y de la demanda, que, según Adam Smith, iba a producir, sin más, sin presión de nadie más, el equilibrio económico. Y, en efecto, también el liberalismo económico vivió su época heroica, una magnífica época heroica. Nosotros no nos tenemos que ensañar nunca con los caídos, ni con los caídos físicos, con los hombres que, por ser hombres, aunque fueran enemigos nuestros, nos merecen todo el respeto cine implica la dignidad y la cualidad humanas, ni con los caídos ideológicos. El liberalismo económico tuvo una gran época, una magnífica época de esplendor; a su ímpetu, a su iniciativa, se debieron el ensanche de riquezas enormes hasta entonces no explotadas; las llegadas, aun a las capas inferiores, de grandes comodidades y hallazgos; la competencia, la abundancia, elevaron innegablemente las posibilidades de vida de muchos. Ahora bien: por donde iba a morir el liberalismo económico era porque, como hijo suyo, iba a producirse muy pronto este fenómeno tremendo, acaso el fenómeno más tremendo de nuestra época, que se llama el capitalismo ( y desde este momento sí que me parece que ya no estamos contando viejas historias).

Yo quisiera, de ahora para siempre, que nos entendiéramos acerca de las palabras. Cuando se habla del capitalismo no se hace alusión a la propiedad privada; estas dos cosas no sólo son distintas, sino que casi se podría decir que son contrapuestas. Precisamente uno de los efectos del capitalismo fue el aniquilar casi por entero la propiedad privada en sus formas tradicionales. Esto está suficientemente claro en el ánimo de todos, pero no estará de más que se le dediquen unas palabras de mayor esclarecimiento. El capitalismo es la transformación, más o menos rápida, de lo que es el vínculo directo del hombre con sus cosas en un instrumento técnico de ejercer el dominio. La propiedad antigua, la propiedad artesana, la propiedad del pequeño productor, del pequeño comerciante, es como una proyección del individuo sobre sus cosas. En tanto es propietario en cuanto puede tener esas cosas, usarlas, gozarlas, cambiarlas, si queréis; casi en estas mismas palabra ha estado viviendo en las leyes romanas durante siglos, el concepto de la propiedad; pero a medida que el capitalismo se perfecciona y se complica, fijaos en que va alejándose la relación del hombre con sus cosas y se va interponiendo una serie de instrumentos técnicos de dominar; y lo que era esta proyección directa, humana, elemental de relación entre un hombre y sus cosas, se complica; empiezan a introducirse signos que envuelven la representación de una relación de propiedad, pero signos que cada vez van sustituyendo mejor a la presencia viva del hombre, y cuando llega el capitalismo a sus últimos perfeccionamientos, el verdadero titular de la propiedad antigua ya no es un hombre, ya no es un conjunto de hombres, sino que es una abstracción representada por trozos de papel: así ocurre en lo que se llama la sociedad anónima. La sociedad anónima es la verdadera titular de un acervo de derechos, y hasta tal punto se ha deshumanizado, hasta tal punto le es indiferente ya el titular humano de esos derechos, que el que se intercambien los titulares de las acciones no varía en nada la organización jurídica, el funcionamiento de la sociedad entera.

Pues bien; este gran capital, este capital técnico, este capital que llega a alcanzar dimensiones enormes, no sólo no tiene nada que ver, como os decía, con la propiedad en el sentido elemental y humano, sino que es su enemigo. Por eso, muchas veces, cuando yo veo cómo, por ejemplo, los patronos y los obreros llegan, en luchas encarnizadas, incluso a matarse por las calles, incluso a caer víctimas de atentados donde se expresa una crueldad sin arreglo posible, pienso que no saben los unos y los otros que son ciertamente protagonistas de una lucha económica, pero una lucha económica en la cual, aproximadamente, están los dos en el mismo bando; que quien ocupa el bando de enfrente, contra los patronos y contra los obreros, es el poder del capitalismo, la técnica del capitalismo financiero. Y sí no, decídmelo vosotros, que tenéis mucha más experiencia que yo en estas cosas: cuantas veces habéis tenido que acudir a las grandes instituciones de crédito a solicitar un auxilio económico sabéis muy bien qué intereses os cobran, del 7 y del 8 por 100, y sabéis no menos bien que ese dinero que se os presta no es de la institución que os lo presta, sino que es de los que se lo tienen confiado, percibiendo el 1,5 ó el 2 por 100 de intereses, y esta enorme diferencia que se os cobra por pasar el dinero de mano a mano gravita juntamente sobre vosotros v sobre vuestros obreros, que tal vez os están esperando detrás de una esquina para mataros.

Pues bien: ese capital financiero es el que durante los últimos lustros está recorriendo la vía de su fracaso, y ved que fracasa de dos maneras: primero, desde el punto de vista social (esto deberíamos casi esperarlo); después, desde el punto de vista técnico del propio capitalismo, y esto lo vamos a demostrar en seguida.

Desde el punto de vista social va a resultar que, sin querer, voy a estar de acuerdo en más de un punto con la crítica que hizo Carlos Marx. Como ahora, en realidad desde que todos nos hemos lanzado a la política, tenemos que hablar de él constantemente; como hemos tenido todos que declararnos marxistas o antimarxistas, se presenta a Carlos Marx, por algunos –desde luego, por ninguno de vosotros–, como una especie de urdidor de sociedades utópicas. Incluso en letras de molde hemos visto aquello de "Los sueños utópicos de Carlos Marx". Sabéis de sobra que si alguien ha habido en el mundo poco soñador, éste ha sido Carlos Marx: implacable, lo único que hizo fue colocarse ante la realidad viva de una organización económica, de la organización económica inglesa de las manufacturas de Manchester, y deducir que dentro de aquella estructura económica estaban operando unas constantes que acabarían por destruirla. Esto dijo Carlos Marx en un libro formidablemente grueso; tanto, que no lo pudo acabar en vida; pero tan grueso como interesante, esta es la verdad; libro de una dialéctica apretadísima y de un ingenio extraordinario; un libro, como os digo, de pura crítica, en el que, después de profetizar que la sociedad montada sobre este sistema acabaría destruyéndose, no se molestó ni siquiera en decir cuándo iba a destruirse ni en qué forma iba a sobrevenir la destrucción. No hizo más que decir: dadas tales y cuales premisas, deduzco que esto va a acabar mal; y después de eso se murió, incluso antes de haber publicado los tomos segundo y tercero de su obra; y se fue al otro mundo (no me atrevo a aventurar que al infierno, porque sería un juicio temerario) ajeno por completo a la sospecha de que algún día iba a salir algún antimarxista español que le encajara en la línea de los poetas.

Este Carlos Marx ya vaticinó el fracaso social del capitalismo sobre el cual estoy departiendo ahora con vosotros. Vio que iban a pasar, por lo menos, estas cosas: primeramente, la aglomeración de capital. Tiene que producirla la gran industria. La pequeña industria apenas operaba más que con dos ingredientes: la mano de obra y la primera materia. En las épocas de crisis, cuando el mercado disminuía, estas dos cosas eran fáciles de reducir: se compraba menos primera materia, se disminuía la mano de obra y se equilibraba, aproximadamente, la producción con la exigencia del mercado; pero llega la gran industria; y la gran industria, aparte de ese elemento que se va a llamar por el propio Marx capital variable, emplea una enorme parte de sus reservas en capital constante; una enorme parte que sobrepuja, en mucho, el valor de las primeras materias y de la mano de obra; reúne grandes instalaciones de maquinaria, que no es posible en un momento reducir. De manera que para que la producción compense esta aglomeración de capital muerto, de capital irreducible, no tiene más remedio la gran industria que producir a un ritmo enorme, como produce; y como a fuerza de aumentar la cantidad llega a producir más barato, invade el terreno de las pequeñas producciones, va arruinándolas una detrás de otra y acaba por absorberlas.

Esta ley de la aglomeración del capital la predijo Marx, y aunque algunos afirmen que no se ha cumplido, estamos viendo que sí, porque Europa y el mundo están llenos de trusts, de Sindicatos de producción enorme y de otras cosas que vosotros conocéis mejor que yo, como son esos magníficos almacenes de precio único, que pueden darse el lujo de vender a tipos de dumpimg, sabiendo que vosotros no podéis resistir la competencia de unos meses y que ellos en cambio, compensando unos establecimientos con otros, unas sucursales con otras, pueden esperar cruzados de brazos nuestro total aniquilamiento.

Segundo fenómeno social que sobreviene: la proletarización. Los artesanos desplazados de sus oficios, los artesanos que eran dueños de su instrumento de producción y que, naturalmente, tienen que vender su instrumento de producción porque ya no les sirve para nada; los pequeños productores, los pequeños comerciantes, van siendo aniquilados económicamente por este avance ingente, inmenso, incontenible, del gran capital y acaba incorporándose al proletariado, se proletarizan. Marx lo describe con un extraordinario acento dramático cuando dice que estos hombres, después de haber vendido sus productos, después de haber vendido el instrumento con que elaboran sus productos, después de haber vendido sus casas, ya no tienen nada que vender, y entonces se dan cuenta de que ellos mismos pueden una mercancía, de que su propio trabajo puede ser una mercancía, y se lanzan al mercado a alquilarse por una temporal esclavitud. Pues bien: este fenómeno de la proletarización de masas enormes y de su aglomeración en las urbes alrededor de las fábricas es otro de los síntomas de quiebra social del capitalismo.

Y todavía se produce otro, que es la desocupación. En los primeros tiempos de empleo de las máquinas se resistían los obreros a darles entrada en los talleres. A ellos les parecía que aquellas máquinas, que podían hacer el trabajo de veinte, de cien o de cuatrocientos obreros, iban a desplazarlos. Como se estaba en los tiempos de fe en el "progreso indefinido", los economistas de entonces sonreían y decían: "Estos ignorantes obreros no saben que esto lo que hará será aumentar la producción, desarrollar la economía, dar mayor auge a los negocios...; habrá sitio para las máquinas y para los hombres." Pero resultó que no ha habido este sitio; que en muchas partes las máquinas han desplazado a la casi totalidad de los hombres en cantidad exorbitante. Por ejemplo, en la fabricación de botellas de Checoslovaquia –éste es un dato que viene a mi memoria– donde trabajan, no en 1880, sino en 1920, 8000,obreros, en este momento no trabajan más de 1.000, y, sin embargo, la producción de botellas ha aumentado.

El desplazamiento del hombre por la máquina no tiene ni la compensación poética que se atribuyó a la máquina en los primeros tiempos, aquella compensación que consistía en aliviar a los hombres de una tarea formidable. Se decía: "No; las máquinas harán nuestro trabajo, las máquinas nos liberarán de nuestra labor." No tiene esa compensación poética, porque lo que ha hecho la máquina no ha sido reducir la jornada de los hombres, sino, manteniendo la jornada igual, poco más o menos –pues la reducción de la jornada se debe a causas distintas–, desplazar a todos los hombres sobrantes. Ni ha tenido la compensación de implicar un aumento de los salarios, porque, evidentemente, los salarios de los obreros han aumentado; pero aquí también lo tenemos que decir todo tal como lo encontramos en las estadísticas y en la verdad. ¿Sabéis en la época de prosperidad de los Estados Unidos, en la mejor época, desde 1922 hasta 1929, en cuánto aumentó el volumen total de los salarios pagados a los obreros? Pues aumentó en un 5 por 100. ¿Y sabéis, en la misma época, en cuánto aumentaron los dividendos percibidos por el capital? Pues aumentaron en el 86 por 100. ¡Decid si es una manera equitativa de repartir las ventajas del maquinismo!

Pero era de prever que el capitalismo tuviera esta quiebra social. Lo que era menos de prever era que tuviera también una quiebra técnica, que es, acaso, la que está llevando su situación a términos desesperados.

Por ejemplo: las crisis periódicas han sido un fenómeno producido por la gran industria, y producido, precisamente, por esa razón que os decía antes, cuando explicaba la aglomeración del capital. Los gastos irreducibles del primer establecimiento son gastos muertos que en ningún caso se pueden achicar cuando el mercado disminuye. La superproducción, aquella producción a ritmo violentísimo de que hablaba antes, acaba por saturar los mercados. Se produce entonces el subconsumo, y el mercado absorbe menos de lo que las fábricas le entregan. Si se conservase la estructura de la pequeña economía anterior se achicaría la producción proporcionalmente a la demanda mediante la disminución en la adquisición de primeras materias y mano de obra; pero como esto no se puede hacer en la gran industria, porque tiene ese ingente capital constante, ese ingente capital muerto, la gran industria se arruina; es decir, que técnicamente la gran industria hace frente a las épocas de crisis peor que la pequeña industria. Primera quiebra para su antigua altanería.

Pero después, una de las notas más simpáticas y atractivas del período heroico del capitalismo liberal falla también; era aquella arrogancia de sus primeros tiempos, en que decía: "Yo no necesito para nada el auxilio público; es más, pido a los Poderes públicos que me dejen en paz, que no se metan en mis cosas." El capitalismo, muy en breve, en cuanto vinieron las épocas de crisis, acudió a los auxilios públicos; así hemos visto cómo las instituciones más fuertes se han acogido a la benevolencia del Estado, o para impetrar protecciones arancelarias o para obtener auxilios en metálico. Es decir, que, como dice un escritor enemigo del sistema capitalista, el capitalismo, tan desdeñoso, tan refractario a una posible socialización de sus ganancias, en cuanto vienen las cosas mal es el primero en solicitar una socialización de las pérdidas.

Por último, otra de las ventajas del libre cambio, de la economía liberal, consistía en estimular la concurrencia. Se decía: compitiendo en el mercado libre todos los productores, cada vez se irán perfeccionando los productos y cada vez será mejor la situación de aquellos que los compran. Pues bien: el gran capitalismo ha eliminado automáticamente la concurrencia al poner la producción en manos de unas cuantas entidades poderosas.

Y vienen todos los resultados que hemos conocido: la crisis la paralización, el cierre de las fábricas, el desfile inmenso de proletarios sin tarea, la guerra europea, los días de la posguerra... Y el hombre que aspiró a vivir dentro de una economía y una política liberales. dentro de un principio liberal, que llenaba de sustancia y dé optimismo a una política y a una economía, vino a encontrarse reducido a esta cualidad terrible: antes era artesano. pequeño productor, miembro de una corporación acaso dotada de privilegios, vecino de un Municipio fuerte; ya no es nada de eso. Al hombre se le ha ido librando de todos sus atributos, se le ha ido dejando químicamente puro en su condición de individuo; ya no tiene nada; tiene el día y la noche; no tiene ni un pedazo de tierra donde poner los pies, ni una casa donde cobijarse; la antigua ciudadanía completa, humana, íntegra, llena, se ha quedado reducida a estas dos cosas desoladoras: un número en las listas electorales y un número en las colas a las puertas de las fábricas.

Y entonces mirad qué dos perspectivas para Europa: de una parte, la vecindad de una guerra posible; Europa, desesperada, desencajada, nerviosa, acaso se precipite a otra guerra; de otro lado, el atractivo de Rusia, el atractivo de Asia, porque no se os olvide el ingrediente asiático de esto que se llama el comunismo ruso, en el que hay tanto o más de influencia marxista germánica, influencia típicamente anarquista, asiática. Lenin anunciaba, como última etapa del régimen que se proponía implantar –lo anunció en un libro que se publicó muy poco antes de triunfar la Revolución rusa–, que al final vendría una sociedad sin Estado y sin clases. Esta última etapa tenía todas las características del anarquismo de Bakunin y de Kropotkin; pero para llegar a esta última etapa había que pasar por otra durísima, marxista, de dictadura del proletariado. Y Lenin, con extraordinario cinismo irónico, decía: "Esta etapa no será libre ni justa. El Estado tiene la misión de oprimir; todos los Estados oprimen; el Estado de la clase trabajadora también sabrá ser opresor; lo que pasa es que oprimirá a la clase recién expropiada, oprimirá a la clase que hasta ahora la oprimía a ella. El Estado no será libre ni justo. Y, además, el paso a la última etapa, a esa etapa venturosa del anarquismo comunista, no sabemos cuándo llegará." Esta es la hora en que no ha llegado todavía; probablemente no llegará nunca. Para una sensibilidad europea, para una sensibilidad de burgués o de proletario europeo, esto es terrible, desesperadamente. Allí sí que se llega a la disolución en el número, a la opresión bajo un Estado de hierro. Pero el proletariado europeo, desesperado, que no se explica su existencia en Europa, ve aquello de Rusia como un mito, como una posible remota liberación. Observad adónde nos ha conducido la descomposición postrera del liberalismo político y del liberalismo económico: a colocar a masas europeas enormes en esta espantosa disyuntiva: o una nueva guerra, que será el suicidio de Europa, o el comunismo, que será la entrega de Europa a Asia.

¿Y España, mientras tanto? En realidad, nuestro liberalismo político y nuestro liberalismo económico casi se han podido ahorrar el trabajo de descomponerse, porque apenas han existido nunca. El liberalismo político ya sabéis lo que era. Las elecciones, hasta tiempo muy reciente, se organizaban en el Ministerio de la Gobernación, y aun muchos españoles se felicitaban de que anduvieran así las cosas. Uno de los españoles más brillantes, Angel Ganivet, allá por el año 1887, decía, poco más o menos: "Por fortuna, en España tenemos una institución admirable, que es el encasillado; él evita que las elecciones se hagan, porque el día que las elecciones se hagan, la cosa será gravísima. Evidentemente, para adueñarse de la voluntad de las masas hay que poner en circulación ideas muy toscas y asequibles; porque las ideas difíciles no llegan a una muchedumbre; y como entonces va a ocurrir que los hombres mejor dotados no van a tener ganas de irse por esas calles estrechando la mano al honrado elector y diciéndole majaderías, acabarán por triunfar aquellos a quienes las majaderías les salen como cosa natural y peculiar."

Y años después –me parece que era el año 1893– recalcitrante, tenaz en su posición antidemocrática, venía a decir: "Yo soy un admirador entusiasta del sufragio universal, con una sola condición: la de que nadie vote." Y añadía: "No se crea que esto es una broma de mal gusto. Yo entiendo que en esencia, en principio, todos los hombres deben tomar parte en los destinos de su país, como encuentro que la situación perfecta del hombre es llegar a ser padre de familia; pero como las dos cosas son tan difíciles ' a aquellos que veo en el camino de contraer matrimonio les aconsejo que no lo hagan; y a aquellos que veo dispuestos a votar, les aconsejo que no voten. Por fortuna, el pueblo español no necesita estos consejos, porque él mismo ha decidido no votar."

Este era, en realidad, nuestro liberalismo político. Y cuando dejó de ser esto, cuando hubo unas elecciones sinceras, hemos asistido al espectáculo de unas Cortes que, convencidas de que su triunfo las autorizaba a hacer lo que les viniera en gana, lo hicieron verdaderamente, hasta arrollar al resto de los mortales.

Pero fuera de este vaivén entre el régimen liberal, que no existía, y las Cortes, que existieron demasiado, nos encontramos con que el Estado español, con que el Estado constitucional español, tal como lo vemos configurado en !a carta fundamental y en las leyes accesorias, no existe; es una pura broma, es un puro simulacro de existencia. El Estado español no existe en ninguna de sus instituciones más importantes. Nosotros, por ejemplo, somos miembros del Parlamento; el Parlamento tiene un deber primordial; este deber primordial consiste en aprobar todos los años una ley económica. Estamos viviendo con una ley económica que se aprobó –todos los sabéis, porque se os ha dicho con más autoridad que la que yo tengo– para el año 1934. Se liquidó aparentemente un déficit de 592 millones de pesetas; este déficit, en realidad, debe ser de unos 800 millones, porque faltan por liquidar, por pagar, algunas obligaciones contraídas. Pues bien: con este Presupuesto así, que todos los que formamos parte de las Cortes hemos vituperado como horrendo, hemos entrado en el año 1935. Nos ha dado pereza elaborar un nuevo Presupuesto, y entonces hemos empezado a prorrogar aquél por trimestres; pero en el primer trimestre ya le añadimos, por si era poco, me parece que 73 millones de gastos, y después se irá añadiendo una serie de créditos extraordinarios, gracias a lo cual, cuando este Presupuesto se liquide, tendremos el orgullo de mostrar a los ojos de Europa la satisfacción de un Presupuesto que, no más que en el transcurso de doce meses, entrampa al país en 1.000 millones de pesetas

Pues bien: cuando estábamos con esto y con el problema del vino, que no admite espera, y con el problema del trigo, y con el problema del paro, que es una verdadera angustia, que es una verdadera vergüenza, los diputados acordamos un día concedemos a nosotros mismos unas vacaciones de Carnaval, de un Carnaval que ya no celebra nadie, pero que tenemos que celebrar los diputados, yo no entiendo por qué.

Pues ¿y el paro? Tenemos alrededor de 700.000 parados. ¡Setecientos mil parados en una nación que no está convaleciente de la guerra, que ni siquiera ha tenido una gran industria, que no está, por tanto, liquidando la crisis del gran capitalismo! Tenemos 700.000 parados, cuya vida física es un puro milagro todas las mañanas. Pues bien: de estos 700.000 parados venimos hablando no sé cuanto tiempo hace. Una minoría poderosa dijo que iba a aportar para el socorro o para el auxilio de estos 700.000 parados cien millones de pesetas, que iban a proponer a las Cortes se votasen cien millones de pesetas. Entonces, otra minoría, que no se deja ganar en estas cosas; una minoría que ahora ya es minoría y totalidad, porque ocupa por entero el poder, dijo: "¿Cien millones? ¡Mil millones! ¡Nosotros vamos a dar mil millones!"

Y veréis. Estos mil millones han sido objeto de estudio y reparto por el Gobierno que nos administra. De esos mil millones que se dedican a remediar el paro obrero, setecientos cincuenta van aplicados a la construcción de edificios públicos. Ya comprenderéis que la construcción de edificios públicos no parece que sea una manera de normalizar la economía. Es de esperar que no emplearemos setecientos cincuenta millones de pesetas al año en construir edificios públicos. Pero es que, además, se cogen las estadísticas del paro y resulta que más de 400.000 parados, de los 700.000 que hay, son obreros rurales, a los que no va a llegar una peseta de los setecientos cincuenta millones.

Este es nuestro Estado, un Estado que gasta en personal (y encuentro respetabilisimo que el personal del Estado cobre sus sueldos: no ha asaltado los cargos públicos; ha entrado todo él porque la Administración le abrió sus puertas; de modo que en esto no hay censura para el personal que sirve en los cargos públicos); que gasta en personal, digo, según cálculos muy autorizados, 1.350 millones de pesetas al año, aparte de los 313 de Clases Pasivas.

Y yo digo: esto estaría muy bien si este Estado sirviera de algo; pero este Estado lujoso, este Estado que no se priva de nada, este Estado que sostenemos con todos los impuestos, con todas las contribuciones v además, con lo que prestamos cada año, y que ya pronto no podrá seguir pidiendo, porque nadie le fiará, este Estado no realiza ningún servicio. Ahora, ¡eso sí!, él los tiene montados todos. Me han dicho (no lo he comprobado; las cosas que no he comprobado os las digo a ese título, para que las aceptéis a beneficio de inventario) que las plagas del campo son atendidas por el Estado de esta manera: cuando la plaga llega al campo, el dueño del campo promueve un expediente para la extinción de la plaga. Naturalmente, cuando se resuelve el expediente, ya no hay que molestarse en la extinción.

El liberalismo económico tampoco, en realidad, tuvo que fallar en España, porque la mejor época del liberalismo económico, la época heroica del capitalismo en sus orígenes, el capital español, en general, no la ha vivido nunca. Aquí las grandes empresas, desde el principio, acudieron al auxilio del Estado: no sólo no lo rechazaron, sino que acudieron a él; y muchas veces –lo sabéis perfectamente, está en el ánimo de todos– no sólo impetraron el auxilio del Estado, no sólo gestionaron aumentos del arancel protectores, sino que hicieron de esa discusión un arma de amenaza para conseguir del Estado español todas las claudicaciones. Y no hablemos más de esto.

Pues bien: en esta España que no fue nunca superindustrializada, que no está superpoblada, que no ha padecido la guerra; donde conversamos la posibilidad de rehacer una artesanía que aún permanece en gran parte; donde tenemos una masa fuerte, entramada, disciplinada y sufrida de pequeños productores y de pequeños comerciantes; donde tenemos una serie de valores espirituales intactos; en una España así, ¿a qué esperamos para recobrar nuestra ocasión y ponernos otra vez, por ambicioso que esto suene, en muy pocos años, a la cabeza de Europa? ¿A qué esperamos? Pues bien: esperamos a esto: a que los partidos políticos hagan el favor de dar por terminadas sus querellas sobre si van o no a liquidar las pequeñas diferencias que tienen pendientes en el Parlamento y fuera del Parlamento. Esta es la verdad; he prometido rigurosamente no dar a esto, ni por un instante, caracteres de mitin; pero decidme si la situación de los partidos españoles no es desoladora. Fijaos en la característica (y ya veis que quiero colocar la cosa todo lo alto que puedo) de la tragedia española y de la tragedia europea, que habéis tenido la benevolencia de ir siguiendo conmigo esta noche: el hombre ha sido desintegrado, ha sido desarraigado, se ha convertido, como os decía antes, en un número en las listas electorales y en un número en la cola de la puerta de las fábricas; este hombre desintegrado lo que está pidiendo a voces es que le vuelvan a poner los pies en la tierra, que se le vuelva a armonizar con un destino colectivo, con un destino común, sencillamente –llamando a las cosas por su nombre–, con el destino de la Patria. La Patria es el único destino colectivo posible. Si lo reducimos a algo más pequeño, a la casa, al terruño, entonces nos quedamos con una relación casi física; si lo extendemos al Universo, nos perdemos en una vaguedad inasequible. La Patria es, justamente, lo que configura sobre una base física una diferenciación en lo universal; la Patria es, cabalmente, lo que une y diferencia en lo universal el destino de todo pueblo; es, como decimos nosotros siempre, una unidad de destino en lo universal.

Pues bien: esta integración del hombre y de la Patria, ¿a qué esperamos para hacerla? Pues esperamos a que los partidos de izquierda y los partidos de derecha se den cuenta de que estas dos cosas son inseparables, y ya veis que no les censuro por ninguna menuda peripecia; les censuro por esta incapacidad para colocarse ante el problema total del hombre integrado en su Patria.

Los partidos de izquierda ven al hombre, pero le ven desarraigado. Lo constante de las izquierdas es interesante por la suerte del individuo contra toda arquitectura política, como si fueran términos contrapuestos. El izquierdismo es, por eso, disolvente; es, por eso, corrosivo; es irónico, y, estando dotado de una brillante colección de capacidades, es, sin embargo, muy apto para la destrucción y casi nunca apto para construir. El derechismo, los partidos de derecha, enfilan precisamente el panorama desde otro costado. Se empeñan en mirar también con un solo ojo, en vez de mirar claramente, de frente y con los dos. El derechismo quiere conservar la Patria, quiere conservar la unidad, quiere conservar la autoridad; pero se desentiende de esta angustia del hombre, del individuo, del semejante que no tiene para comer.

Esta es, rigurosamente, la verdad, y los dos encubren su insuficiencia bajo palabrería: unos invocan a la Patria sin sentirla ni servirla del todo; los otros atenúan su desdén, su indiferencia por el problema profundo de cada hombre, con fórmulas que, en realidad, no son más que mera envoltura verbal, que no significa nada. ¡Cuántas veces habréis oído decir a los hombres de derechas: estamos en una época nueva, hace falta ir a un Estado fuerte, hay que armonizar el capital con el trabajo, tenemos que buscar una forma corporativa de existencia! Yo os aseguro que nada de esto quiere decir nada, que son puros buñuelos de viento. Por ejemplo: ¿qué es eso de un Estado fuerte? Un Estado puede ser fuerte cuando sirva un gran destino, cuando se sienta ejecutor del gran destino de un pueblo. Si no, el Estado es tiránico. Y, generalmente, los Estados tiránicos son los más blandengues. Cuando Felipe II asistía a la entrega de un hereje a la hoguera, estaba seguro de que dejándole ir a la hoguera servía al designio de Dios. En cambio, cuando un Gobierno liberal de nuestros días tiene que fusilar a uno que ha traicionado a su Patria, no se atreve a fusilarle porque no se siente suficientemente justificado por dentro.

Otra de las frases: hay que armonizar el capital con el trabajo. Cuando dicen esto, creen que han adoptado una actitud inteligentísima, humanísima, ante el problema social. Armonizar el capital con el trabajo..., que es como si yo dijera: "Me voy a armonizar con esta silla." El capital –y antes he empleado bastante tiempo en distinguir el capital de la propiedad privada– es un instrumento económico que tiene que servir a la economía total y que no puede ser, por tanto, el instrumento de ventaja y de privilegio de unos pocos que tuvieron la suerte de llegar antes. De manera que cuando decimos que hay que armonizar el capital con el trabajo no decimos –no dicen, porque yo nunca digo esas cosas– que hay que armonizaras a vosotros con vuestros obreros (¿es que vosotros no trabajáis también?; ¿es que vosotros no sois empresarios?; ¿es que no corréis los riesgos?; todo esto forma parte del bando de trabajo). No; cuando se habla de armonizar el capital con el trabajo lo que se intenta es seguir nutriendo una insignificante minoría de privilegiados con el esfuerzo de todos, con el esfuerzo de obreros y patronos... ¡Vaya una manera de arreglar la cuestión social y de entender la justicia económica!

¿Y el Estado corporativo? Esta es otra de las cosas. Ahora son todos partidarios del Estado corporativo; les parece que si no son partidarios del Estado corporativo les van a echar en cara que no se han afeitado aquella mañana, por ejemplo.

Esto del Estado corporativo es otro buñuelo de viento.

Mussolini, que tiene alguna idea de lo que es el Estado corporativo, cuando instaló las veintidós corporaciones, hace unos meses, pronunció un discurso en el que dijo: "Esto no es más que un punto de partida; pero no es un punto de llegada". La organización corporativa, hasta este instante, no es otra cosa, aproximadamente, en líneas generales, que esto: los obreros forman una gran Federación; los patronos forman otra gran Federación (los dadores del trabajo, como se los llama en Italia), y entre estas dos grandes Federaciones monta el Estado como una especie de pieza de enlace. A modo de solución provisional, está bien; pero notad igualmente que éste es, agigantado, un recurso muy semejante al de nuestros Jurados Mixtos. Este recurso mantiene hasta ahora intacta la relación del trabajo en los términos en que la configura la economía capitalista; subsiste la posición del que da el trabajo y la posición del que arrienda su trabajo para vivir. En un desenvolvimiento futuro que parece revolucionario y que es muy antiguo, que fue la hechura que tuvieron las viejas corporaciones europeas, se llegará a no enajenar el trabajo como una mercancía, a no conservar esta relación bilateral del trabajo, sino que todos los que intervienen en la tarea, todos los que forman y completan la economía nacional, estarán constituidos en Sindicatos Verticales, que no necesitarán ni de comités paritarios ni de piezas de enlace, porque funcionarán orgánicamente como funciona el Ejército, por ejemplo, sin que a nadie se le haya ocurrido formar comités paritarios de soldados y jefes.

Pues con estas vaguedades de una organización corporativa del Estado y del Estado fuerte y de armonizar el capital y el trabajo, se creen los representantes de partidos de derecha que han resuelto la cuestión social y han adoptado la posición política más moderna y justa.

Todo eso son historias. La única manera de resolver la cuestión es alterando de arriba abajo la organización de la economía. Esta revolución en la economía no va a consistir –como dicen por ahí que queremos nosotros los que todo lo dicen porque se les pega al oído, sin dedicar cinco minutos a examinarlo– en la absorción del individuo por el Estado en el panteísmo estatal.

Precisamente la revolución total, la organización total de Europa, tiene que empezar por el individuo, porque el que más ha padecido con este desquiciamiento, el que ha llegado a ser una molécula pura, sin personalidad, sin sustancia, sin contenido, sin existencia, es el pobre individuo, que se ha quedado el último para percibir las ventajas de la vida. Toda la organización, toda la revolución nueva, todo el fortalecimiento del Estado y toda la reorganización económica, irán encaminados a que se incorporen al disfrute de las ventajas esas masas enormes desarraigadas por la economía liberal y por el conato comunista.

¿A eso se llama absorción del individuo por el Estado? Lo que pasa es que entonces el individuo tendrá el mismo destino que el Estado, que el Estado tendrá dos metas bien claras: lo que nosotros dijimos siempre: una, hacia afuera, afirmar a la patria; otra, hacia adentro, hacer más felices, más humanos, más participantes en la vida humana a un mayor número de hombres. Y el día en que el individuo y el Estado, integrados en una armonía total, vueltos a una armonía total, tengan un solo fin, un solo destino, una sola suerte que correr, entonces sí que podrá ser fuerte el Estado sin ser tiránico, porque sólo empleará su fortaleza para el bien y la felicidad de sus súbditos. Esto es precisamente lo que debiera ponerse a hacer España en estas horas: asumir este papel de armonizadora del destino del hombre y del destino de la Patria, darse cuenta de que el hombre no puede ser libre, no es libre si no vive como un hombre, y no puede vivir como un hombre si no se le asegura un mínimo de existencia, y no puede tener un mínimo de existencia si no se le ordena la economía sobre otras bases que aumenten la posibilidad de disfrute de millones y millones de hombres, y no puede ordenarse la economía sin un Estado fuerte y organizado, y no puede haber un Estado fuerte y organizador sino al servicio de una gran unidad de destino, que es la Patria; y entonces ved cómo todo funciona mejor, ved cómo se acaba esta lucha titánica, trágica, entre el hombre y Estado que se siente opresor del hombre. Cuando se logre eso (y se puede lograr, y esa es la clave de la existencia de Europa, que así fue Europa cuando fue y así tendrán que volver a ser Europa y España), sabremos que en cada uno de nuestros actos, en el más familiar de nuestros actos, en la más humilde de nuestras tareas diarias, estamos sirviendo, al par que nuestro modesto destino individual, el destino de España y de Europa, y del mundo, el destino total y armonioso de la creación.