Ante el golpe de estado

Ante el golpe de Estado (22 sep 1923)
de Álvaro Alcalá-Galiano y Osma
Nota: «Ante el golpe de Estado». (ABC, 22 de septiembre de 1923, p. 3)
ANTE EL GOLPE
DE ESTADO

¿Cómo hemos de permanecer impasibles frente a los graves sucesos recientes? En todo el reinado de D. Alfonso XIII no ha habido un cambio de mayor trascendencia nacional, ni se ha vislumbrado en el horizonte de España, hasta la fecha, un amanecer más risueño de optimismo. Si la rebelión militar y la conjura contra el fantasma de Gobierno liberal, que dejaba a España desgobernada, ha podido triunfar tan fácilmente, es porque dicho Gobierno, como la mayoría de los anteriores, no era una realidad, sino una ficción. El tinglado artificioso de la España oficial se ha venido abajo al primer soplo como un castillo de naipes. No ha hecho falta pasar por encima del cadáver del Sr. García Prieto ni verter una gota de sangre para que el tan decantado Poder cayese a tierra, cual fruto podrido de su árbol. Y es que la reacción violenta contra los políticos que han llevado al país de desastre en desastre se respiraba en el ambiente. Era necesario desinfectar nuestra política si no queríamos infeccionarnos todos, pereciendo como nación. El desastre de Annual y la sangre de Marruecos, la esterilidad de las Cortes y el escamoteo de las responsabilidades habrán siquiera logrado despertar de su modorra al pueblo español. Yo, desde luego, me enorgullezco de haber sido uno de los sepultureros del antiguo régimen, aunque me asaltan ahora temores de que el supuesto muerto no sea cadáver, sino que padezca únicamente catalepsia. ¡Dios no lo quiera! Sin embargo, el lector recordará que hacia estas fechas, el año pasado, mirando hacia Italia y viendo ascender de entre el caos parlamentario-comunista el astro naciente de Mussolini, señalaba yo aquí el ocaso del parlamentarismo y de los viejos dogmas democráticos. Mi profecía fué cierta, no sólo respecto a Italia con el triunfo del fascismo, sino respecto a otras naciones europeas donde una corriente reaccionaria tiende a desbordar los carcomidos diques del liberalismo anticuado. En España al fin, ha sonado la hora. No ha sido tal como hubiéramos deseado; es decir, un Mussolini español, un fascismo civil, ajeno a la política oficial, que ocupase repentinamente los ministerios, los Ayuntamientos y las oficinas del Estado. Pero no había opción. España, como indiqué en estas columnas a principio del actual verano, se hallaba ante el siguiente dilema: o dictadura o revolución. Por desgracia a falta del dictador que anhelaba la parte sana del país, ha tenido que ser el elemento militar el encargado de dar realidad a los anhelos nacionales. A los que se amendrentan del empleo de la fuerza, calificándolo de rebeldía, les diremos que preferimos el uso del mando y de la autoridad al abuso de la indisciplina y la anarquía. España estaba sin Gobierno. La nave estaba sin nadie al timón. Alegrémonos de que unos hombres decididos, valerosos, honrados, hayan sabido empuñarlo. A los que a mí me preguntan: "Pero ¿usted cree que éstos tienen capacidad para gobernarnos?", les contesto: "No lo sé; pero tampoco la tenían los otros, y ya ven ustedes los años que han venido turnando en el Poder para desdicha nuestra.".


En resumen: era ineludible la operación quirúrgica. Los que se asustan de sus posibles consecuencias no piensan que el aplazarla indefinidamente significaba la muerte de España. Si no se operaba el tumor infeccioso de la vieja política española, extirpándole sin contemplaciones, la gangrena mortal se corría a todo el organismo social del país. Aunque los eternos pesimistas auguren que el tumor ha de reproducirse, les diremos que al menos la operación significa un plazo de vida y una posibilidad de salvación. Porque la dictadura militar nos ha salvado por ahora de la revolución sangrienta y de la anarquía. Si la opinión pública ha acogido con aplauso el manifiesto del general Primo de Rivera, es porque en él se pintaba con meridiana claridad la disolución social de España. Sindicalismo, regionalismo, separatismo, caciquismo, favoritismo, asesinatos, huelgas, indulto para todo crimen, benevolencia para toda indisciplina, aplauso para todo incumplimiento de la ley y relajación de los Poderes públicos. ¿Qué significaba sino la enfermedad mortal de un régimen político? Todo ese sistema corrompido y caduco es el que nos hemos ufanado en barrer, como sabe el lector, desde estas columnas, empleando unas veces las armas de la sátira, otras las de la polémica. No es posible España sin renovar antes su política, principal causa de su atraso. Esto lo vengo diciendo aquí desde que escribo en el periódico, y tendrá que reconocerlo todo el que se haya inquietado ante el abismo existente entre la España oficial y los elementos vitales del país. España, desde hace muchos año, está siendo explotada y desgobernada por una verdadera aristocracia política nacida del caciquismo y de la ficción parlamentaria. Esta aristocracia política, que ejerce sobre el pueblo un verdadero feudalismo, la componen los máximos caciques, convertidos en jefes de partido o de grupo, los abogados influyentes, que acaparan los Consejos de Administración y sus respectivos grupos, formados por sus hijos, yernos, secretarios, pasantes, tertulianos y partidarios. En España un hombre inteligente, culto y honrado podrá morirse de hambre, pero un yerno o pariente de político, aunque se le conozca sólo por el loable esfuerzo de andar sobre sus dos patas de atrás, tiene asegurado un porvenir risueño. No en vano nuestra aristocracia política acapara sabiamente, no sólo los distritos, que pasan de padres a hijos y nietos, como una herencia de derecho indiscutible, sino los puestos de Gobierno, los cargos productivos, los títulos, los honores y cuanto lleva el sello del botín político-oficial. El día que salga a la luz pública el cuadro cómico-trágico de nuestra vieja política española, se verá hacia qué abismos de degradación han llevado al país esas dos llagas sociales que llamamos la burocracia y la yernocracia. Han sido los dos focos de infección de la sociedad española, sis mayores agentes disolventes. Sin ellos, la orgía parlamentaria y administrativa no habría alcanzado tan bochornoso triunfo. Del parlamentarismo español sólo cabe decir que es una ficción más, creada por el favoritismo o el dinero, a espaldas del país. Las Cortes, como se ha demostrado una y otra vez, no sirven nunca los intereses nacionales, sino los intereses del partido. Cuando se nos recuerda que la política española cuenta con hombres de rectas intenciones y de acrisolada honradez, también recordamos nosotros que apenas se hallará un político en España que no haya amparado el favoritismo, el abuso y la injusticia desde las altas esferas del Poder. Acaso se puedan defender individualmente a determinadas personalidades, pero lo que no es defendible es el régimen político en que vivimos hasta ahora. Su repentina desaparición al más lev soplo de la calle, sólo han de lamentarla aquellos que vivían del presupuesto, cobraban dietas o cesantías y rodaban en los coches oficiales a costa del país. El pueblo español ha sentido una sensación de alivio al verse libre de sus explotadores y al ver que, sin pegar tiros ni derramar sangre, le basta y sobra al nuevo Directorio con hacer uso de las escobas. Estos hombres de buena voluntad que vienen a barrer los establos de Augias y a desinfectar España, han tenido el acierto de salvar la Monarquía, desligándola de los políticos. Por eso merecen el aplauso del país y el beneplácito de la opinión pública. Salvar el Trono y echar a los políticos profesionales fué la primera medida del fascismo en Italia. Aquí en España el instinto popular ha comprendido que era el único camino para librarnos del caos y de la revolución. Hoy el país está necesitado de orden, de autoridad, de disciplina. Concedamos, pues, crédito al elemento militar que nos gobierna, ya que tanto se han desacreditado los gobernantes civiles.

Alvaro ALCALA GALIANO
San Sebastián. Septiembre de 1923