Anaconda (cuento)/Capítulo VII
Capítulo VII
Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creía necesaria tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. Llegó al corredor y se arrolló allí, esperando. Pasó así media hora. El calor sofocante que reinaba desde tres días atrás comenzaba a pesar sobre los ojos de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la pieza. La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.
—¡Maldita bestia!... —se dijo Cruzada—. Hubiera preferido un hombre.
En ese instante el perro se detuvo husmeando y volvió la cabeza... ¡Tarde ya! Ahogó un aullido de sorpresa y movió desesperadamente el hocico mordido.
—Ya tiene éste su asunto listo... —murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.
—¿Qué pasa? —preguntaron desde el otro corredor.
—Una Alternatus... Buen ejemplar —respondió el hombre. Y antes que la víbora hubiera podido defenderse, sintióse estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo de un palo.
La yarará crujió de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados, trató en vano de recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo sin el cual una poderosa boa se encuentra reducida a la más vergonzosa impotencia. El hombre la llevó así colgando, y fue arrojada en el Serpentario.
Constituíalo un simple espacio de tierra cercado con chapas de cinc liso, provisto de algunas jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta víboras. Cruzada cayó en tierra y se mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego.
La instalación era evidentemente provisional; grandes y chatos cajones alquitranados servían de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecían reparo a los huéspedes de ese paraíso improvisado.
Un instante después la yarará se veía rodeada y pasada por encima por cinco o seis compañeras que iban a reconocer su especie.
Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará. Curiosa a su vez se acercó lentamente.
Se acercó tanto, que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. Quedaba realmente extraordinaria así.
—¿Quién eres? —murmuró Cruzada—. ¿Eres de las nuestras? Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no había habido intención de ataque en la aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes orejas.
—Sí —repuso—. Pero no de aquí; muy lejos... de la India.
—¿Cómo te llamas?
—Hamadrías... o cobra capelo real.
—Yo soy Cruzada.
—Sí, no necesitas decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya... ¿Cuándo te cazaron?
—Hace un rato... No pude matar.
—Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto...
—Pero maté al perro.
—¿Qué perro? ¿El de aquí?
—Sí.
La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenia una nueva sacudida: el perro lanudo que creía haber matado estaba ladrando...
—¿Te sorprende, eh? —agregó Hamadrías—. A muchas les ha pasado lo mismo.
—Pero es que lo mordí en la cabeza... —contestó Cruzada, cada vez más aturdida—. No me queda una gota de veneno concluyó—. Es patrimonio de las yararás vaciar casi en una mordida sus glándulas.
—Para él es lo mismo que te hayas vaciado no...
—¿No puede morir?
—Sí, pero no por cuenta nuestra... Está inmunizado. Pero tú no sabes lo que es esto...
—¡Sé! —repuso vivamente Cruzada—. Ñacaniná nos contó.
La cobra real la consideró entonces atentamente.
—Tú me pareces inteligente...
—¡Tanto como tú..., por lo menos! —replicó Cruzada.
El cuello de la asiática se expandió bruscamente de nuevo, y de nuevo la yarará cayó en guardia.
Ambas víboras se miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó lentamente.
—Inteligente y valiente —murmuró Hamadrías—. A ti se te puede hablar... ¿Conoces el nombre de mi especie?
—Hamadrías, supongo.
—O ñaja búngaro... o cobra capelo real. Nosotras somos respecto de la vulgar cobra capelo de la India, lo que tú respecto de una de esas coatiaritas... Y ¿sabes de qué nos alimentamos?
—No.
—De víboras americanas..., entre otras cosas –concluyó balanceando la cabeza ante la Cruzada.
Esta apreció rápidamente el tamaño de la extranjera ofiófaga.
—¿Dos metros cincuenta?... —preguntó.
—Sesenta... dos sesenta, pequeña Cruzada — repuso la otra, que había seguido su mirada.
—Es un buen tamaño... Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía ¿Sabes de qué se alimenta?: de víboras asiáticas —y miró a su vez a Hamadrías.
—¡Bien contestado! —repuso ésta, balanceándose de nuevo. Y después de refrescarse la cabeza en el agua agregó perezosamente—: ¿Prima tuya, dijiste?
—Sí.
—¿Sin veneno, entonces?
—Así es... Y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.
Pero la asiática no la escuchaba ya, absorta en sus pensamientos.
—iÓyeme! —dijo de pronto—. ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas... Llevo año y medio encerrada en una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada periódicamente. Y, lo que es peor, despreciada, manejada como un trapo por viles hombres... Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para concluir con todos ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparación de sueros antivenenosos. ¡No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! ¿Me entiendes? —concluyó mirando en los ojos a la yarará.
—Sí —repuso la otra—. ¿qué debo hacer?
—Una sola cosa; un solo medio tenemos de vengarnos. Acércate, que no nos oigan... Tú sabes la necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza. Toda nuestra salvación depende de esto. Solamente...
—¿Qué?
La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada.
—Solamente que puedes morir...
—¿Sola?
—¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán...
—¡Es lo único que deseo! Continúa.
—Pero acércate aún... ¡Más cerca!
El diálogo continuó un rato en voz tan baja, que el cuerpo de la yarará frotaba, descamándose, contra las mallas de alambre. De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por tres veces a Cruzada. Las víboras, que habían seguido de lejos el incidente, gritaron:
—¡Ya está! ¡Ya la mató! ¡Es una traicionera!
Cruzada, mordida por tres veces en el cuello, se arrastró pesadamente por el pasto. Muy pronto quedó inmóvil, y fue a ella a quien encontró el empleado del Instituto cuando, tres horas después, entró en el Serpentario. El hombre vio a la yarará, y empujándola con el pie, le hizo dar vuelta como a una soga y miró su vientre blanco.
—Está muerta, bien muerta... —murmuró—. Pero ¿de qué? — Y se agachó a observar a la víbora. No fue largo su examen: en el cuello y en la misma base de la cabeza notó huellas inequívocas de colmillos venenosos.
—¡Hum! —se dijo el hombre—. Esta no puede ser más que la hamadrías... Allí está, arrollada y mirándome como si yo fuera otra Alternatus... Veinte veces le he dicho al director que las mallas del tejido son demasiado grandes. Ahí está la prueba... En fin —concluyó, cogiendo a Cruzada por la cola y lanzándola por encima de la barrera de cinc—, ¡un bicho menos que vigilar! Fue a ver al director:
—La hamadrías ha mordido a la yarará que introdujimos hace un rato. Vamos a extraerle muy poco veneno.
—Es un fastidio grande —repuso aquél— Pero necesitamos para hoy el veneno... No nos queda más que un solo tubo de suero... ¿Murió la Alternatus?
—Sí: la tiré afuera... ¿Traigo a la hamadrías?
—No hay más remedio... Pero para la segunda recolección, de aquí a dos o tres horas.