Ana Karenina VII/Capítulo XXV

Capítulo XXV

La reconciliación era completa. Ana, desde por la mañana, se puso a hacer los preparativos para la salida de Moscú. Aunque todavía no habían decidido si se marcharían el lunes o el martes, porque ambos se cedían el uno al otro la decisión, se ocupaba activamente en los preparativos de la partida.

Estaba en su habitación, ante el baúl abierto, metiendo en él las cosas que iba a llevar, cuando Vronsky habiéndose vestido antes de la hora acostumbrada, entró a verla.

–Ahora voy a ver a maman. Ella me mandará el dinero por medio de Egor. Y mañana podremos irnos.

A pesar de la buena disposición de ánimo en que se encontraba, Ana creyó advertir algo sospechoso en la forma en que Vronsky acababa de hablar de su viaje a la casa veraniega de su madre.

–No, mañana, no –contestó–. Ni yo misma tendría tiempo de arreglar mis cosas.

Y quedó pensativa.

«Esto quiere decir», pensaba, «que era posible arreglar los asuntos como decía yo y él porfió que no».

–Ve al comedor ––dijo a Vronsky–, que yo iré allí ahora mismo. Sólo dejaré fuera estas cosas que necesito– y entregó varias prendas a Anuchka, que ya tenía en sus brazos otras ropas.

Vronsky estaba comiendo un filete cuando Ana entró en el comedor.

–No puedes imaginar cuánto me aburren estas habitaciones –dijo a Vronsky, sentándose a su lado para tomar su café–. No hay nada tan horrible como estas chambres garnies . No tienen expresión; les falta el alma. Este reloj, estas cortinas y, lo principal, estos papeles pintados de las paredes, todo esto ha sido una pesadilla para mí. Pienso en Vosdvijenskoe como en la tierra prometida. No mandes todavía allí los caballos.

–No, los enviarán cuando nos hayamos marchado de aquí. ¿Tú quieres ir a alguna parte?

–Quería ir a casa de Wilson. Tengo que llevarle mis trajes. Entonces, ¿decididamente nos marchamos mañana? –preguntó con voz alegre.

De pronto su rostro se tomó sombrío. El ayuda de cámara de Vronsky le trajo a éste para que lo firmara el recibo de un telegrama que acababa de llegar de San Petersburgo. No esperaba Vronsky nada de particular en aquel telegrama, pero, como deseando ocultar algo a Ana, dijo al criado que tenía que extender el recibo en el gabinete y se dirigió allí con precipitación.

Al volver, dijo a Ana:

–Mañana, sin falta, estará todo terminado.

–¿De quién es el telegrama? –preguntó Ana sin prestar atención a aquellas palabras.

–De Stiva ––contestó Vronsky de mal grado.

–¿Y por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto puede haber entre Stiva y yo?

Vronsky llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que trajera el telegrama.

–No quería mostrártelo porque no dice nada de particular. Stiva tiene debilidad por el telégrafo. No sé a qué viene telegrafiar cuando no hay nada decisivo.

–¿Se trata del divorcio?

–Sí, pero dice que no ha podido obtener nada, que para estos días le ha prometido una respuesta decisiva. Míralo, léelo.

Ana cogió el despacho con manos temblorosas y leyó lo que Vronsky le había dicho. El telegrama terminaba así: «Hay pocas esperanzas, pero haré lo posible y lo imposible».

–Ayer te dije que me es indiferente que se lleve a cabo o no el divorcio –dijo Ana ruborizándose, No había necesidad ninguna de ocultarme esas dificultades que señala Stiva. «Así puede ocultar y seguramente oculta su correspondencia con las otras mujeres», pensó también.

–Jachvin quería venir hoy por la mañana –dijo Vronsky–. Parece ser que ganó a Peszov todo lo que éste tenía y hasta más de lo que puede pagar. Cerca de sesenta mil rublos.

–¡No es eso! –interrumpió ella, irritada porque Vronsky cambiara de conversación. «¿Era que pensaba que la disgustaba no obtener el divorcio, no poder retenerle casándose con él», pensó–. ¿Por qué has creído –le dijo, con irritaciónque esa noticia me iba a doler hasta el punto de que era conveniente ocultármela? Te he dicho que no quiero ni pensar en el divorcio y me gustaría que tú te interesaras en esa cuestión tan poco como yo...

–Me intereso porque me gusta la claridad –contestó Vronsky.

–La claridad en nuestra unión no consiste en la forma externa, sino en el amor ––dijo Ana aún más irritada, no por las palabras de Vronsky, sino por la fría tranquilidad con que hablaba él–. ¿Por qué deseas mi divorcio? –insistió.

«¡Dios mío! Otra vez el amor», pensó Vronsky frunciendo el ceño.

–Ya lo sabes... Por ti y por los niños –contestó.

–No tendremos más niños.

–Pues lo siento mucho.

–Lo necesitas por los niños. Eso es: en mí no piensas –dijo Ana, que no había oído completa la frase «por ti y por los niños».

La probabilidad de tener más hijos era cuestión que habían discutido los dos hacía tiempo y que a ella la irritaba. El deseo de Vronsky de tener hijos lo consideraba Ana como una prueba de indiferencia hacia su belleza, que, como era natural, desaparecería o aminoraría con un nuevo embarazo y alumbramiento.

–He dicho que por ti también –aclaró Vronsky–. Y más que por nada, por ti –añadió frunciendo el ceño como si sufriera algún dolor– porque estoy seguro de que la mayor parte de tu malestar proviene de tu situación indefinida.

«Ahora ha dejado de fingir y se ve claramente el odio frío que siente por mí», pensó Ana sin atender las palabras de él pero viendo con horror en sus ojos a un juez frío y cruel que la condenaba.

–Siento mucho que no entiendas o no quieras entender –dijo Vronsky deseando aclarar aún más su idea–. El carácter «indefinido» de la situación consiste en esto: tú crees que yo soy libre...

–En lo que respecta a esto puedes estar completamente tranquilo –contestó Ana. Y, dejando de prestarle atención, se puso a tomar su café.

Cogió la taza con la mano, la levantó, separando el dedo meñique, la acercó a la boca y bebió paladeando. Después de tomar así unos sorbos, miró a Vronsky y en la expresión de su rostro le pareció adivinar que a él le eran desagradables su mano, su gesto y el ruido que producía con los labios al sorber el café.

–A mí me es completamente indiferente lo que piense tu madre y cómo quiera casarte –dijo Ana, poniendo otra vez la taza sobre la mesa, temblándole la mano.

–No hablábamos de esto –cortó Vronsky.

–Pues es de eso precisamente de lo que tenemos que hablar. Y cree que a mí, una mujer sin corazón, sea

vieja o no, sea tu madre o la madre de otro cualquiera, no me interesa, no quiero conocerla.

–Ana, te suplico que respetes a mi madre –le rogó Vronsky.

–La mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo no tiene corazón –insistió ella.

–Repito mi ruego de que no faltes al respeto a mi madre, a la que quiero y respeto –volvió a decir Vronsky, levantando la voz y mirándola con severidad.

Ana sostuvo la mirada de él sin contestar. Recordó en aquel momento con todo detalle la escena de la reconciliación del día antes y las caricias que él le había prodigado y pensó: «¡Cuántas mujeres habrán conocido las mismas caricias! ¡Cuántas acaso las conocen aún!».

–Tú no amas a tu madre. Eso es una frase hueca, palabras y nada más –le dijo, mirándole con odio.

–¡Ah! ¿Lo crees así? Pues hay que...

–Hay que terminar y estoy decidida a ello –interrumpió ella. Y se dispuso a salir del comedor.

En aquel momento entró Jachvin.

Ana se detuvo y saludó al que llegaba.

«¿Por qué cuando se sentía con el alma combatida por una tempestad, cuando se disponía a dar un paso decisivo en su vida, a llevar a cabo una determinación que podía tener las más terribles consecuencias para ella, por qué en aquel preciso instante se veía obligada a fingir ante un extraño que, no obstante, tarde o temprano lo conocería todo?» Estas preguntas pasaron rápidas por su mente; y en seguida, ahogando su íntimo dolor, se sentó y se puso a hablar tranquilamente con el que acababa de llegar.

–¿Qué, como va su asunto? ¿Ha cobrado usted su crédito?

–Parece que va por buen camino, aunque creo que no podré recibirlo todo. No obstante, el miércoles he de marchar de aquí. Y ustedes, ¿cuándo se marchan? –preguntó a su vez Jachvin. Y, mirando a Vronsky, que tenía el ceño fruncido, adivinó que entre ellos se había producido una disputa.

–Creo que nos iremos pasado mañana –dijo Vronsky.

–Pues me parece recordar que hace ya tiempo que querían ustedes marcharse –comentó Jachvin.

–Ahora ya está completamente decidido –dijo Ana, mirando a los ojos de Vronsky fijamente y de modo que comprendiera que no había ni la más remota posibilidad de reconciliación entre ellos. Y tranquilamente siguió hablando con Jachvin.

–¿Es posible –le dijo– que usted no tenga compasión de ese pobre Peszov?

–Jamás me he preguntado en estos casos, Ana Arkadievna, si he de tener o no compasión. Todo lo que poseo lo tengo aquí –y Jachvin señalaba al bolsillo izquierdo de su chaleco–. Ahora soy un hombre rico, pero hoy iré al Círculo y quizá salga de allí convertido en un mendigo. Y considero que el que se pone a jugar en contra de mí quiere dejarme hasta sin camisa, como yo a él; y así luchamos. Esto es lo que nos da emoción, lo que constituye la salsa del juego.

–Y si estuviese usted casado, ¿qué diría su mujer?

Jachvin rió.

–Por eso no me he casado –dijo en tono de broma– y jamás he tenido intención de hacerlo.

–¿Y Helsingfors? –dijo Vronsky entrando en la conversación y mirando a Ana, que sonreía. Pero, al encontrarse sus miradas, el rostro de ella adoptó de repente una expresión severa y fría con lo que parecía querer decir que las cosas estaban igual.

–¿Es posible que no se haya usted enamorado nunca? –preguntó Ana a Jachvin.

–¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas veces! Pero, compréndalo: ¿puede uno ponerse a jugar a las cartas pensando levantarse de la mesa cuando llegue el momento del rendez-vous ? Yo puedo ocuparme del amor, pero a condición de no hacer esperar al juego... Así obro en esta cuestión.

–No le pregunto por un entretenimiento cualquiera, sino por un amor verdadero, por..

Ana iba a decir «Helsingfors», pero no quiso repetir aquella palabra que había dicho ya Alexey.

Entonces llegó Voitov, para tratar la compra de un semental, y Ana se levantó y salió de la habitación.

Antes de salir de casa, Vronsky entró en la habitación de su amada. Ella quiso simular que estaba buscando algo encima de la mesilla, pero, avergonzada de fingir, le miró resueltamente con una mirada fría y le preguntó en francés:

–¿Qué quiere usted?

–Recoger los documentos de «Hambette», pues lo he vendido ––explicó él con un tono que más que las palabras parecía decirle «no tengo tiempo para explicaciones y, además, éstas serían inútiles».«No tengo culpa alguna», pensaba Vronsky. « Si quiere mortificarse ella mi sma, tant pis pour elle.

Mas, al salir de la habitación, le pareció que Ana le había dicho algo y su corazón se estremeció de piedad por ella; retrocedió y le preguntó afectuosamente:

–¿Qué dices, Ana?

–Nada –contestó ella fría y tranquila.

«Si no dices nada, tant pis», se dijo él, indiferente de nuevo. Y dio media vuelta y salió de la habitación.

Al cerrar la puerta, vio en el espejo la imagen de Ana. Tenía el rostro pálido, los ojos llorosos, y le temblaban el cuerpo y las manos.

Vronsky quiso volver de nuevo para decirle algo que la librara de aquella tribulación que al parecer sufría pero dudó un momento, pensó que no le recibiría bien, y continuó hacia la calle.

Todo este día lo pasó Vronsky fuera de su casa.

Cuando volvió, ya bien entrada la noche, la doncella le dijo que Ana Arkadievna tenía una fuerte jaqueca y rogaba que no la molestaran.