Ana Karenina VII/Capítulo XIII
Capítulo XIII
No hay situación a la que el hombre no se acostumbre, especialmente si todos los que le rodean la soportan como él.
Tres meses antes, Levin no se hubiera creído capaz de dormir tranquilo en las condiciones en que estaba viviendo ahora sin fin definido, desordenadamente, con gastos superiores a sus recursos económicos, emborrachándose como lo había hecho aquella noche en el Círculo, y, sobre todo, sosteniendo relaciones amistosas con el hombre del cual, en algún tiempo, había estado enamorada su mujer). Le habría quitado el sueño, también, pensar que había visitado a una mujer a la que se consideraba como una mujer perdida, sentirse cautivado por ella, y se lo habría quitado, sobre todo, el pesar de haber disgustado a su querida Kitty.
No, Levin antes no habría dormido tranquilo con el peso de todo aquello sobre la conciencia, pero esta noche, ya fuera por el cansancio del ajetreo que había tenido durante todo el día, ya por no haber dormido la noche anterior o por los efectos del vino, se durmió en un sueño profundo.
A las cinco de la mañana, el ruido de una puerta que se abría le despertó. Se incorporó de un salto y miró alrededor.
Kitty había abandonado la cama. Pero en el gabinete contiguo se veía luz y sintió los pasos de ella, que se movía por aquella estancia.
–¿Qué hay Kitty? –le preguntó, alarmado–. ¿Qué haces?
–No pasa nada –contestó Kitty entrando en el cuarto con la luz encendida–. Me sentí algo indispuesta –explicó sonriente y con acento cariñoso.
–¿Qué, ya empieza eso? ¿Hay que ir a buscar a la comadrona? –preguntó él. Y comenzó a vestirse apresuradamente.
–No, no –contestó Kitty sonriendo. Y le detuvo y le obligó a acostarse de nuevo.
–No es nada –explicó–. Sentí un pequeño malestar. Pero ya ha pasado.
Y Kitty apagó la luz y se metió otra vez en la cama, quedando quieta y tranquila.
A Levin le resultaba sospechosa aquella tranquilidad en la respiración, pareciéndole que Kitty hacía esfuerzos por no aparecer agitada, y más que nada consideraba extraña la expresión dulce y animada con que ella, al volver a la habitación, le había dicho « no es nada», sin duda –pensaba él para tranquilizarle. Pero Levin tenía tanto sueño que, apenas hubo acabado de hablar, se quedó dormido en seguida.
Solamente después se acordó del acento tranquilo de Kitty y comprendió lo que había pasado en el alma de su mujer durante aquellos momentos en que ella, inmóvil pero con el alma llena de inquietudes, de dudas, de temores, de alegrías y de sufrimientos físicos, esperaba el hecho más transcendental de su vida.
A las siete sintió la mano de Kitty sobre su hombro y le oyó decir algo, aunque no la entendió, porque hablaba en voz baja, con un débil murmullo, dudando entre la necesidad de despertarle y la lástima de estropearle el tranquilo sueño de que estaba gozando.
–Kostia, no te asustes –le dijo, al fin–, pero me parece que habrá que mandar a buscar a Elisabeta Petrovna.
La luz estaba otra vez encendida y Kitty, sentada en la cama, tenía en sus manos la labor en que estaba trabajando aquellos días (una prenda para el niño que esperaba).
–Por favor, no te asustes. Yo no tengo miedo alguno –dijo ella al ver la cara de espanto de Levin. Y cariñosamente le apretó la mano contra su pecho y luego se la llevó a los labios.
Levin se incorporó precipitadamente, se tiró de la cama, se puso la bata y se quedó sentado en el lecho, sin saber lo que hacía, sin apartar los ojos de su esposa.
Sabía lo que tenía que hacer, tenía que ocuparse en seguida de todo lo preciso para aquel trance, pero no se movía, no podía apartar la mirada de aquel rostro querido que tantas veces había contemplado. Ahora descubría en él una expresión nueva, mezcla de ansiedad y de alegría. ¡Cuán miserable se consideraba al recordar el disgusto que aquella misma noche le había ocasionado al verla ahora ante sí tal como estaba en aquel instante! El rostro de Kitty le parecía más bello que nunca, encendido y rodeado de los rubios cabellos que se escapaban de su cofia de noche, radiante de alegría y de resolución.
Nunca aquel alma cándida y transparente se le había aparecido ante los ojos con tanta claridad, toda entera y sin velo alguno, y Levin se sentía ante ella maravillado y sorprendido.
Kitty le miraba sonriendo.
De pronto, sus cejas temblaron, levantó la cabeza y, acercándose rápidamente a su esposo, lo cogió por la mano, le atrajo hacia sí, le abrazó fuertemente y le besó, sofocándole con su aliento. Debía de sentir fuertes dolores, y le abrazaba como buscando un lenitivo, y a Levin le pareció, como siempre, que él era el culpable de aquel dolor.
Sin embargo, la mirada de Kitty, en la que había una gran dulzura, le decía que ella, no sólo no le reprochaba, sino que le amaba más por aquellos mismos sufrimientos.
«Pues si no soy yo el culpable, ¿quién es?», se dijo involuntariamente Levin, como buscando al culpable con ánimo de darle su castigo.
Pero en seguida se dio cuenta de que allí no había culpable a quien castigar.
Kitty sufría, se quejaba, mas se sentía orgullosa de sus sufrimientos, que la colmaban de alegría, y hacían que los deseara.
Levin presentía que en el alma de ella nacía y se desarrollaba algo cuya grandeza y sublimidad escapaba a su comprensión.
–Yo haré avisar a mamá mientras corres en busca de Elisabeta Petrovna... ¡Kostia!... No, no es nada, ya ha pasado.
Se apartó de Levin para llegar al timbre y oprimió el botón.
–Ahora ya puedes irte. Pacha vendrá en seguida. Ya estoy bien –terminó.
Y Levin vio, con sorpresa, que Kitty tomaba su labor y se ponía a trabajar tranquilamente.
En el instante en que él salía por una de las puertas de la habitación, entraba la criada de servicio por la otra. Se paró y oyó cómo Kitty daba órdenes precisas a la muchacha y, junto con ésta, empezaba a mover la cama.
Levin se vistió y, mientras enganchaban los caballos, porque a aquella hora no había coches de alquiler, subió corriendo al dormitorio. Entró en la habitación de puntillas (como llevado por alas le pareció). Dos sirvientas iban de un lado a otro de la habitación atareadas, trasladando cosas y arreglándolas, mientras Kitty se paseaba dando órdenes y sin dejar de hacer labor a la vez.
–Ahora voy a casa del médico. Han ido ya a buscar a Elisabeta Petrovna. De todos modos, pasaré yo por allí. ¿Necesitas algo más? –le preguntó.
Kitty le miró sin contestar, y, frunciendo las cejas a causa del intenso dolor que experimentaba, le despidió con un ademán.
–¡Sí, sí... ve ...!
Cuando atravesaba el comedor, oyó un débil gemido que salía del dormitorio, y de nuevo se restableció el silencio. Se detuvo, y, durante un largo rato, no pudo comprender lo que sucedía.
«Sí, es ella», se dijo al fin. Y, llevándose las manos a la cabeza, corrió escaleras abajo.
« ¡Señor, Dios mío, perdóname y ayúdanos! » , imploró.
Y el hombre sin fe repetió varias veces la misma imploración, y le brotaba de lo más profundo del alma.
En momentos como aquel, de incertidumbre y angustia, Levin olvidaba todas sus dudas respecto a la existencia de Dios y, considerándose impotente, recorría al Todopoderoso implorándole que le ayudase. Su escepticismo había desaparecido al punto de su alma, como el polvo barrido por el vendaval. Él no se sentía con fuerzas para afrontar debidamente aquel trance, ¿y a quién podría recurrir mejor que a Aquel en cuyas manos creía ahora entregada a la que era todo su amor, su alma y aun su propia vida?
El caballo no estaba todavía enganchado y Levin, con la gran ansiedad y tensión nerviosa que le dominaba, no quiso esperar y comenzó a caminar a pie, encargando a Kusmá que le alcanzase con el carruaje.
En la esquina encontró un trineo de alquiler del servicio de noche que se acercaba veloz. Sentada en él iba Elisabeta Petrovna, con una capa de terciopelo y la cabeza cubierta con un pañuelo de lana.
–¡Loado sea Dios! ––dijo Levin con alegría al reconocer el rostro, pequeño y rosado de la comadrona, cuya expresión era entonces severa y hasta preocupada. Salió al encuentro del trineo y sin hacerle parar, le fue siguiendo a pie sin dejar de correr.
–¿Sólo dos horas dice usted? ¿Sólo dos? –preguntó ella–. A Pedro Dmitrievich le encontrará en su casa, pero no hace falta que le dé prisa. ¡Ah!, oiga: entre en una farmacia y compre opio.
–¿Cree usted que todo irá bien? ¡Dios mío, perdóname y ayúdanos! –exclamó Levin.
En aquel momento su trineo salía del portal de su casa. De un salto se colocó al lado de Kusmá y ordenó a éste que le llevara a casa de Pedro Dmitrievich lo más rápidamente posible.