Ana Karenina VII/Capítulo V

Capítulo V

En el concierto ejecutaban dos piezas interesantes.

Una era El rey Lear en la estepa y otra el cuarteto dedicado a la memoria de Bach.

Las dos obras eran nuevas, compuestas en estilo moderno, y Levin deseaba formar juicio acerca de ellas. Con esta intención, después de haber acompañado a su cuñada a la butaca, se puso al lado de una columna, decidido a escuchar con toda atención.

Procuró no distraerse, no estropear la impresión de la obra mirando los movimientos del director de orquesta, solemne con su corbata blanca, lo que entretiene tanto la atención en los conciertos. Tampoco quería mirar a las mujeres, tocadas con sombreros, cuyas cintas, especialmente destinadas a tales fiestas, ocultaban delicadamente sus lindas orejas, ni a todas aquellas fisonomías no preocupadas por nada o sólo por las cuestiones más diversas fuera de la música. Quiso sobre todo evitar a los aficionados, grandes habladores casi todos, y con los ojos fijos en el espacio se puso a escuchar.

Pero cuanto más oía la fantasía de El rey Lear tanto más lejos se sentía de poder formar una opinión definida. Juntándose las melodías sin cesar, empezaba la expresión musical del sentimiento para en seguida diluirse en los principios de nuevas expresiones según el capricho del compositor, dejando como única impresión la de la búsqueda penosa de una difícil instrumentación. Pero estos trozos que a veces encontraba excelentes, otras le eran desagradables por inesperados, o bien provocados sin ninguna preparación. Alegría y tristeza, y desesperación, y dulzura, y exaltación, se sucedían con la incoherencia de las ideas de un loco para desaparecer después de la misma manera.

Durante la audición, Levin experimentaba continuamente la impresión de un sordo contemplando una danza.

Cuando la pieza hubo terminado, se sintió perplejo a invadido de una inmensa fatiga provocada por la tensión nerviosa a que inútilmente se había sometido.

Desde todas partes se escucharon grandes aplausos. Todos se levantaron, se movieron de una parte a otra y empezaron a hablar. Queriendo aclarar su desconcierto con la impresión de otros, Levin se dirigió al encuentro de los inteligentes en música y tuvo la suerte y la alegría de ver a uno de los que gozaban de más crédito hablando con su amigo Peszov.

–Es pasmoso –decía Peszov, con su profunda voz de bajo. Buenos días, Constantino Dmitrievich... El pasaje más vivo, el más rico en melodías, es aquel en que aparece Cordelia, en que la mujer, das ewig Weibisgche , entra en lucha con el Destino... ¿No es cierto?

–¿Y qué tiene que ver con esto Cordelia? –preguntó tímidamente Levin, olvidando por completo que aquella fantasía presentaba al rey Lear en la estepa.

–Aparece Cordelia... Mire: aquí... –dijo Peszov, dando golpecitos con los dedos al programa satinado que tenía en la mano y alargándolo a Levin.

Sólo entonces Levin recordó el título de la fantasía y se apresuró a leer, traducidos al ruso en el programa, al dorso de éste, los versos de Shakespeare.

–Sin esto, es imposible seguir la música –dijo Peszov dirigiéndose a Levin porque su otro interlocutor se había marchado y no tenía con quién hablar.

En el intermedio, entre Levin y Peszov se entabló una discusión sobre las cualidades y los defectos de las directrices seguidas por Wagner en su música. Levin decía que el error de Wagner, como el de todos sus seguidores, consiste en querer introducir la música en el campo de otro arte, y que yerra también la poesía cuando describe los rasgos de un rostro, lo que debe dejarse a la pintura.

Como ejemplo de tal error Levin adujo el del escultor que quiso cincelar en mármol rodeando la figura del poeta en el pedestal las pretendidas sombras de sus inspiraciones.

–Estas sombras del escultor tienen tan poco de sombras, que se tiene la impresión de que se sostienen merced a la escalera –concluyó Levin. Y se sintió satisfecho de su frase.

Pero apenas la había dicho, cuando se dio cuenta de que acaso la había dicho ya en otra ocasión y precisamente al mismo Peszov, y se sintió turbado.

Peszov, por su parte, demostraba que el arte es único y que puede llegar a su máxima expresión sólo en la unión de todos sus aspectos.

La segunda obra del concierto, Levin no pudo escucharla. Peszov, a su lado, le habló casi todo el tiempo, criticando esta composición por su sencillez, demasiado exagerada, azucarada, artificial, y comparándola con la ingenuidad de los prerrafaelistas en la pintura.

A la salida, Levin encontró muchos conocidos, con los cuales habló de política, de música y de amigos y conocidos comunes.

Entre otros, encontró al conde Bolh, de la visita al cual se había ya olvidado por completo.

–Bueno, pues, vaya ahora –le indicó Lvova, a la que habló de aquel olvido–. Puede ser que no le reciban, con lo que ganaría tiempo, y podría ir a buscarme en seguida a la Comisión. Yo estaré todavía allí.