Ana Karenina VI/Capítulo XXX

Capítulo XXX

Sviajsky cogió por el brazo a Levin y le llevó a su grupo. Ahora Levin ya no podia rehuir a Vronsky, el cual estaba con Esteban Arkadievich y Sergio Ivanovich y le miraba directamente mientras se aproximaba a ellos.

–Mucho gusto. Me parece que tuve el placer de encontrarle en la casa de la princess Scherbazky –dijo Vronsky dándole la mano.

–¡Oh, sí! Me acuerdo muy bien de nuestro encuentro ––contestó Levin enrojeciendo.

Y en seguida se volvió a su hermano y se puso a hablar con él.

Con ligera sonrisa, Vronsky continuó hablando con Sviajsky, evidentemente sin ningún deseo de proseguir la conversación con Levin; pero éste, mientras charlaba con su hermano, no dejaba de observar a Vronsky con propósito de decide algo y reparar, con esto, su brusquedad.

–¿Y de qué se trata ahora? –dijo mirando a Vronsky y a Sviajsky.

–De Snetkov: de si se decide o se niega a presentar su candidatura.

–¿Y él está conforme o no?

–Es, precisamente, esto: que no dice que sí ni que no –repuso Vronsky.

–Y si él se niega, ¿quién presentará su candidatura?

–Quien quiera ––contestó Sergio Ivanovich.

–Sólo que no seré yo –dijo Vronsky dirigiendo, confundido, una mirada irascible a un señor de aspecto irritado que estaba al lado de Sergio Ivanovich.

–Entonces, ¿quién? ¿Neviedovsky? –preguntó Levin, sintiéndose interesado por la cuestión.

Esta pregunta le resultó aún peor ya que Neviedovsky y Sviajsky eran los dos que se disputaban la candidatura.

–Por lo que se refiere a mí –afirmó el señor irritado– de ningún modo.

Era el mismo Neviedovsky. Sviajsky se lo presentó a Levin y se saludaron cortésmente.

–¿Qué? Parece que la cosa también te entusiasma –dijo Esteban Arkadievich a Levin, guiñando al mismo tiempo el ojo a Vronsky–. Esto es una especie de carrera... Se pueden hacer apuestas.

–Sí, esto me exalta –dijo Vronsky–. Y una vez que se empieza hay ganas de ver la terminación. ¡La lucha! –exclamó frunciendo las cejas y apretando sus fuertes mandíbulas.

–Este Sviajsky es un hombre de un gran sentido práctico. Lo ve todo con una claridad...

–¡Oh, sí! ––contestó Vronsky distraídamente.

Hubo un silencio durante el cual, por mirar algo, Vronsky dirigió su mirada a Levin, a sus pies, a su uniforme, luego a su rostro, y al ver sus ojos puestos en él, contemplándole sombríamente dijo:

–¿Y cómo es que usted que habita en su pueblo, no es su juez de paz? Pues no veo que su uniforme sea el que corresponde a este cargo.

–Porque considero que la institución de los jueces de paz es una tontería –contestó Levin, que esperaba ocasión para hablar con Vronsky y corregir la falta de cortesía que había cometido al saludarle.

–Pienso lo contrario –dijo Vronsky con tranquila sorpresa.

–Es un juguete –insistió Levin–. No necesitamos jueces de paz. Durante siete años no he tenido más que un asunto. Y el que tuve fue arreglado de la peor manera. El juez está a cuarenta verstas de mi propiedad. Se está obligado por un asunto en el que se discuten dos rublos a mandar a buscar un abogado que nos cuesta quince.

Y Levin contó como un campesino había robado harina al molinero y, cuando éste se lo afeó al labriego, el tal presentó pleito a aquél, acusándole de difamación. Todo esto era inoportuno y ridículo y él mismo se dio cuenta apenas había terminado de contarlo.

–¡Oh, eres un hombre muy original! –le dijo Esteban Arkadievich con su sonrisa más dulce. Pero... Vamos. Parece que ya están votando.

Y los dos se separaron del grupo.

–No comprendo –dijo Sergio Ivanovich, que había observado la brusquedad de Levin en el momento de saludar a Vronsky– no comprendo cómo se puede estar privado hasta tal punto de tacto político. Esto es lo que nosotros los rusos no tenemos. El Presidente de la Nobleza es nuestro adversario y tú estás con él, y le pides que presente su candidatura... Mientras que el conde Vronsky... No quiero decir que me haré amigo suyo. Me ha invitado a comer en su casa, pero está claro que no iré. Ahora bien: él es nuestro, de nuestro partido. ¿Por qué, pues, hacer de él un enemigo? Luego has preguntado a Neviedovsky si va a presentar su candidatura. Esto es improcedente.

–¡Ah! No comprendo nada... Todo esto son tonterías –contestó Levin sombrío.

–Dices que todo esto son tonterías, pero cuando empiezas a hacerlas lo confundes todo.

Levin calló y los dos juntos entraron en la sala.

No obstante sentir el ambiente un poco falso y aunque no todos se lo habían pedido, el Presidente de la Nobleza se decidió a presentar su candidatura. Toda la sala estaba en silencio y el Secretario declaró, en voz alta, que se iba a votar para la presidencia de la Nobleza al comandante de caballería de la Guardia, Mijail Stepanovich Snetkov.

Los presidentes comarcales de la Nobleza, con los platitos que contenían las bolas, se pusieron en marcha, yendo desde sus mesas a la del Presidente provincial; y las elecciones comenzaron.

–Pon la bola en la mano derecha –murmuró Esteban Arkadievich a Levin cuando, siguiendo a su presidente y junto con su hermano, se acercaban a la mesa.

Pero Levin había olvidado la explicación que le dieron de la forma en que habían de actuar para ganar las elecciones; y pensó que Esteban Arkadievich quizá se habría equivocado indicándole que pusiera la bola en el mano derecha, ya que Snetkov era el enemigo. Al acercarse a la mesa, tenía la bola en la mano derecha, pero temiendo que, en efecto, Esteban Arkadievich hubiera sufrido un error, delante mismo del cajón la cambió de mano.

El perito puesto al lado de la mesa para inspeccionar la votación y que sólo por el movimiento del codo conocía dónde se ponía la bola, hizo una mueca de descontento. No, no tenía necesidad de desarrollar demasiado su facultad de penetración para conocer dónde la había metido Levin.

Todos callaron y se oyó el ruido de las bolas al moverlas para contarlas.

Luego una voz proclamó el resultado, el número de bolas en pro y las que había en contra.

El Presidente resultaba elegido por gran mayoría.

Todos, con gran estruendo, tumultuosamente, se dirigieron a las puertas.

Snetkov entró y muchos nobles le rodearon felicitándole.

–Bueno, ¿ya hemos terminado? –preguntó Levin a su hermano.

–No ha hecho sino empezar –le contestó sonriendo Sviajsky en vez de Sergio Ivanovich. El–candidato para presidente puede aún obtener más bolas.

Levin se olvidó completamente de estas palabras. Sólo recordó ahora que allí se decidía una cuestión muy delicada, pero no quería averiguar en qué consistía. De pronto, se sintió triste y tuvo deseos de huir de toda aquella gente. Ya que no se le prestaba atención y nadie le necesitaba, se dirigió, procurando pasar inadvertido, a la sala pequeña en que se tomaban los bocadillos. Y cuando vio a los criados, se sintió aliviado. El más anciano de ellos le ofreció algo de comer y él aceptó.

Comió croquetas con alubias y, después de charlar con el lacayo, que le habló de los señores a quienes servía, Levin, no queriendo entrar de nuevo en la sala, donde se sentía tan a disgusto, se dirigió a las tribunas con la intención de ver qué sucedía allí.

Las tribunas estaban llenas de damas muy compuestas, adornadas con ricos vestidos, las cuales se inclinaban sobre las balaustradas y, con gran interés, procuraban no perder ni una palabra de lo que se hablaba abajo, en la sala. Al lado de las señoras estaban, sentados o de pie, profesores de colegios, con sus clásicas levitas, y oficiales.

En todas partes hablaban de las elecciones, de que el Presidente estaba cansado y de la rnarcha de los debates.

En un grupo, Levin oyó alabar a su hermano. Una señora decía a un abogado:

–¡Qué dichosa me siento de haber oído hablar a Kosnichev! Vale la pena quedarse sin comer. ¡Es maravilloso! ¡Con qué tono habla y con qué claridad! En el Palacio de Justicia ninguno de ustedes habla como él. Sólo Maindel lo hace algo bien, pero ni siquiera él llega a la elocuencia de Kosnichev.

Habiendo encontrado un sitio libre cerca de la balaustrada, Levin se inclinó y se puso a mirar y escuchar.

Todos los personajes estaban sentados, separados, en razón de comarcas, por pequeños tabiques.

En el centro de la sala estaba un hombre de uniforme que, con voz alta y suave, proclamaba:

–Presenta su candidatura para Presidente provincial de la Nobleza el comandante de caballería del Estado Mayor, Eugenio Ivanovich Apujtin.

Después de un rato de silencio, se oyó la voz débil de un viejo:

–Rehúsa.

–Candidatura del Consejero de la Corte, Pedro Petrovich –proclamó de nuevo el hombre que estaba en el centro.

–Rehúsa ––contestó una voz joven y chillona.

Se oyó el nombre de otro candidato y de nuevo un «rehúsa».

Así pasó cerca de una hora.

Levin, apoyado en la balaustrada, estaba mirando y escuchando.

Primero, la ceremonia le sorprendió y quiso comprender lo que significaba; luego, convencido de que no podría entenderlo nunca se sintió aburrido. Y, al recordar la emoción a irritación que veía en todos los rostros, se entristeció, decidió marcharse y salió de la tribuna.

Al pasar por la puerta, vio a un colegial de aspecto abatido, con los ojos hinchados por el llanto, que paseaba arriba y abajo. En la escalera encontró a una señora que corría, calzada con zapatitos de altos tacones y seguida del ayudante del Procurador de los Tribunales.

–¡Ya la dije que no llegara usted tarde! –exclamaba el jurista mientras Levin daba paso a la señora.

Levin estaba ya en la escalera de la salida principal y sacaba el número del guardarropa cuando le alcanzó el Secretario y le instó:

–Constantino Dmitrievich, haga el favor de venir. Ya están votando.

Se votaba al mismo Neviedovsky, que tan categóricamente habíarehusado.

Levin se dirigió a la sala, que encontró cerrada. El Secretario llamó; abrieron la puerta y antes de entrar él, salieron dos propietarios de tierras con el rostro encendido, sofocado.

–Ya no puedo más –dijo uno de ellos.

Detrás de los propietarios apareció el rostro descompuesto del Presidente, que reflejaba un gran cansancio y hondo disgusto.

–Te he mandado que no dejaras salir a nadie –dijo el Presidente al ujier.

–He abierto para dejar entrar, Excelencia.

–¡Dios mío! –y con un suspiro profundo, andando penosamente, pausado y con la cabeza inclinada, el Presidente se dirigió a través de la sala a la mesa electoral.

Como daban por seguro sus partidarios, Neviedovsky, habiendo obtenido mayor número de votos que su rival, fue proclamado Presidente provincial de la Nobleza.

Muchos estaban animados, alegres, llenos de entusiasmo; otros muchos se mostraban descontentos y apesadumbrados. El antiguo Presidente era presa de gran desesperación.

Cuando Neviedovsky salía de la sala, la gente le rodeó y le siguió con entusiasmo, del mismo modo como había seguido al Gobernador el primer día, al abrir las elecciones, y del mismo modo que había seguido a Snetkov cuando éste, en su día, había sido elegido presidente.