Ana Karenina VI/Capítulo XVII

Capítulo XVII

El cochero paró los caballos y miró a ver si encontraba a quién preguntar por la finca. Detrás, en un campo de centeno, cerca de un carro, sentados sobre la tierra, se veían varios campesinos.

El encargado fue a saltar para ir hacia ellos, pero, cambiando de opinión, se puso a llamarles a gritos.

El vientecillo que producía el caminar del coche, parado éste, se había desvanecido, y el aire estaba en calma. Los tábanos se pegaron a los caballos, cubiertos de sudor, y éstos se defendían de ellos rabiosamente movimiento constantemente la cabeza, las patas, sacudiéndose con la cola. Cesó el ruido metálico de las guadañas, que estaban cabruñando los campesinos.

Uno de éstos se levantó y se dirigió al coche, andando poco a poco, con precaución por ir con los pies descalzos sobre un camino reseco y lleno de guijos.

–¡Más deprisa, gandul! –gritó el encargado, ¡A ver si llegas de una vez!

El viejo –de cabellos blancos, ondulados y atados con una tirita de corteza de árbol, de espalda curvada, manchada de sudor– apresuró el paso, andando a pequeños saltos y, llegando al coche, con su mano derecha, renegrida y arrugada por el sol, el aire y los años, agarrada al guardabarro, y con el pie izquierdo en vilo, dijo con gesto obsequioso:

–¿Preguntan por Vosdvijenskoe, la casa de los señores, la finca del Conde? Pues en cuanto salgan de aquí, encontrarán un recodo a la izquierda. Sigan derechamente el camino que les llevará allí. ¿Y a quién van a ver? ¿Al mismo Conde?

–Y dígame: ¿están en casa, buen hombre?–, preguntó Daria Alejandrovna no sabiendo de qué modo, aun con aquel labriego, había de hablar de Ana.

–Creo que están –dijo el viejo, bajando el pie izquierdo y alzando el derecho para dar ahora descanso a éste, que dejó en el polvo su huella, marcando claramente los cinco dedos. Creo que están en casa –siguió, con ganas de hablar–––. Ayer también vinieron invitados... Tienen siempre una barbaridad de invitados... ¿Qué quieres? ––chilló a su vez, a un mozo que le gritaba algo desde el carro. Luego continuó–: Esto es... Hace poco que pasaron todos por aquí, montados a caballo. Querían ver el rastrojo... Ahora seguramente están en casa... ¿Y ustedes quiénes son?

–Nosotros venimos de muy lejos –dijo el cochero–. ¿De modo que está cerca de aquí?

–Te digo que aquí mismo. A poca distancia –decía el campesino, pasando su mano derecha por la aleta...

Un joven, sano, fuerte, se acercó también y le interrumpió:

–¿Saben si habrá trabajo por la cosecha?

–No lo sé, amigo.

–Así, pues, vas hacia la izquierda y llegarás directamente allí –terminó el campesino, separándose de mala gana de los viajeros.

El cochero hizo correr a los caballos, pero, cuando tomaba la revuelta, el viejo, les gritó:

–¡Párate! ¡Eh, querido, vuélvete!

El cochero paró los caballos.

–Allí viene el mismo señor –volvió a gritar el campesino–. Vean cómo corren.

Y mostraba a cuatro jinetes y a dos personas que iban en un charabán, y que eran Vronsky, su jockey, Veselovsky y Ana montados en sendos caballos, y la princesa Bárbara y Sviajsky, que ocupaban el carruaje. Habían salido de la finca para dar un paseo y ver cómo trabajaban en el rastrojo las máquinas recientemente adquiridas.

Al ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus caballos. Delante, al lado de Veselovsky, iba Ana, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés, pequeño y fuerte, de crines y cola cortas. La hermosa cabeza de Ana, con los cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rectos, el talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.

En el primer momento le pareció algo inconveniente que Ana montara a caballo. Daria Alejandrovna consideraba aquello como una coquetería que no iba bien con su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Ana que nada podía resultar más natural.

Al lado de ella, sobre el fogoso caballo militar, alargando hacia delante sus gruesas piernas, con su gorrita escocesa de largas cintas que flotaban por detrás, visiblemente orgulloso de sí mismo, iba Vaseñka Veselovsky.

Daria Alejandrovna, al reconocerle, no pudo reprimir una sonrisa.

Detrás iba Vronsky. Montaba un caballo de pura sangre, de color bayo oscuro y que aparecía agitado por el galope. Para retenerle, Vronsky tenía que tirar fuertemente de las riendas.

Les seguía un hombre vestido de jockey.

Sviajsky con la Princesa, en un charabán nuevo, llevado por un magnífico caballo negro de carreras, iban a los alcances de los jinetes.

Cuando Ana reconoció a Dolly en la pequeña figura de mujer acurrucada en un rincón del viejo landolé, su rostro se iluminó de alegría.

–¡Ella! –exclamó.

Y lanzó su caballo al galope.

Al llegar junto al coche, saltó sin ayuda de nadie, y, recogiendo el vuelo de sus faldas de amazona, corrió al encuentro de Dolly.

–Yo esperaba y no osaba esperar... ¡Qué alegría! No puedes imaginarte mi alegría –decía Ana, ora juntando su rostro al de Dolly y besándola, ora separándose un poco y mirándola sonriente, con cariño–. ¡Qué alegría, Alexey! –dijo a Vronsky, que saltaba del caballo y se acercaba a ellas.

Vronsky, quitándose su alto sombrero gris, saludó a Dolly.

–No sabe usted cuánto nos alegra su llegada –dijo, dando un particular significado a las palabras y con franca sonrisa, que descubría sus fuertes y blancos dientes.

Vaseñka Veselovsky, sin bajarse del caballo, se quitó su gorrita y saludó a Dolly, agitando alegremente las cintas por encima de su cabeza.

–Es la princesa Bárbara –contestó Ana a la mirada interrogativa de Dolly, cuando se acercó a ellos el charabán.

–¡Ah! –dijo Daria Alejandrovna. Y, contra su deseo, su rostro expresó descontento.

La princesa Bárbara era tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía mucho tiempo y no le inspiraba ningún respeto. Sabía que había pasado toda su vida viviendo como un parásito en las casas de sus parientes ricos; pero el que ahora viviera en la de Vronsky, hombre completamente ajeno a ella, lo sintió como una ofensa para la familia de su marido. Ana se dio cuenta de la expresión de disgusto que se pintaba en el rostro de su amiga y se confundió; se puso roja y tropezó con el vuelo de su falda de amazona, que había soltado en aquel momento.

Daria Alejandrovna se acercó al charabán, que se había parado, y saludó fríamente a la Princesa.

Sviajsky, a quien también conocía, le preguntó cómo estaban el extravagante de su amigo y su joven esposa; y después de echar una ojeada a los caballos, que no formaban pareja, y al landolé que tenía las aletas recompuestas, Sviasky propuso a las damas que pasasen al charabán.

–No, seguiré en este vehículo –rehusó Dolly.

–El caballo es tranquilo y la Princesa guía bien –insistieron.

–No. Quédense como están –decidió Ana–. Nosotras iremos en el landolé.

Y, cogiendo a Dolly del brazo, se la llevó consigo a aquel coche.

Daria Alejandrovna miraba con interés el charabán, tan lujoso como no lo había visto nunca; a los magníficos caballos; a todas aquellas personas que la rodeaban, tan elegantemente vestidas, tan bien ataviadas. Pero lo que más la admiraba era el cambio que advertía en su querida Ana. Otra mujer menos observadora o que no hubiese conocido antes a su cuñada y, sobre todo, que no hubiera pensado lo que durante su viaje pensó Dolly, no habría observado nada de particular en ella. Pero ahora Dolly estaba sorprendida de encontrar en Ana aquella belleza que solamente en los momentos de delirio amoroso se ve en las mujeres. Todo en ella era bello: los hoyuelos de las mejillas y de la barbilla; la forma y el color de los labios; la sonrisa alada; el brillo de los ojos; la rapidez y la gracia de los movimientos; el tono de la voz; hasta la manera en que, medio en serio, medio en broma, contestara a Veselovsky al pedirle éste permiso para montar su caballo y enseñarle a galopar con las cuatro patas estiradas. Todo en ella respiraba un encanto del que Ana parecía consciente y que la colmaba de gozo.

Cuando se sentaron en el landolé, las dos mujeres se sintieron algo turbadas: Ana, por la mirada atenta a interrogadora de Dolly, y ésta porque, después de las palabras de desdén de Sviasky para su landolé, sentía vergüenza y también pesar de no haber podido ofrecer a Ana otro carruaje mejor.

El cochero y el encargado sentían, también, rubor por la pobreza, el mal estado y la mala presencia de su equipo.

El encargado, para ocultar su confusión, se dedicó a ayudar a las señoras a acomodarse en el carruaje. Filip se puso sombrío y se hizo propósito de no doblegarse ante aquella superioridad. Por lo pronto, sonrió con ironía al negro caballo de carrera. «Este caballo», se decía, «está bien únicamente para paseo y no podría ni hacer cuarenta verstas con calor y solo».

Los campesinos abandonaron sus carros y se acercaron a mirar, llenos de curiosidad y alegres, haciendo diversos y sabrosos comentarios.

–¡Qué contentos se ponen al verla ...! Se ve que hacía tiempo que no se veían –dijo el viejo de los cabellos ceñidos con la tira de corteza.

–Tío Gerasim; vaya por ese potro negro y tráigalo para llevar las gavillas, pues lo hará en un momento.

–Mire, mire. Aquel de los calzones, ¿es un hombre o una mujer? ––dijo uno de ellos, indicando a Vaseñka, que se sentaba en la silla de señora del caballo de Ana.

–No, hombre, no. ¿No ves cómo ha saltado a la silla?

–¿Qué, mozos, hoy ya no dormimos?

–¿Qué es eso de dormir hoy? –dijo el viejo. Y mirando al sol, la cabeza ladeada y la mano derecha haciendo visera sobre los ojos, añadió: –Seguro que ya pasa de mediodía. Tomad los garabatos y a la faena.