Ana Karenina VI/Capítulo XIV
Capítulo XIV
Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.
–Entrez! –gritó aquél.
Levin entró y le halló en paños menores.
–Perdóneme –se disculpó Veselovsky–, estaba acabando mis ablutions.
–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?
–Como un leño. No me he despertado ni una sola vez.
–¿Qué toma usted, té o café?
–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.
Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.
–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar–. ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!
Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.
La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto, y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su casamiento le disgustaban los preparativos, que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia, y otras cosas semejantes.
El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido, pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba de un lado como una inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, del otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir, y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un sentimiento de ira y de humillación.
La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban, y de hablar de ellas. Así no le dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba arreglarlo...
Levin rehuía:
–No sé nada de eso, Princesa... Hagan lo que quieran...
–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?
–No sé... No sé... Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos... Pero hagan como quiera Kitty.
–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.
–Bien, bien. Como usted diga, así se hará.
Y mostraba un gesto sombrío.
Pero lo que le tenía así no era la conversación con la Princesa, por mucho que le desagradara, sino la que sostenían Vaseñka y Kitty.
Veselovsky estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa sarcástica, de dominador, y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.
«No, esto no es posible», se decía Levin.
Y de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición, descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió en el abismo de la desesperación, la humillación y la ira, y sintió asco de todo y de todos.
–Obren ustedes como quieran, Princesa –dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.
–¡Qué pesada eres, corona de Monomaj! –le dijo Esteban Arkadievich, en tono de broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud que tenía Levin y que aquél había advertido bien.
Entró Daria Alejandrovna y todos se levantaron para saludarla.
Vaseñka se levantó sólo un instante, y, con la falta de cortesía propia de los jóvenes modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.
–¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly! –dijo Levin.
–Macha me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor –explicó Dolly.
Vaseñka hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Ana. Afirmaba que el amor debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.
Esta conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a su marido.
Habría querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo que había de hacer a fin de conseguirlo y hasta para ocultar el pequeño a inocente placer que le causaban –mujer al fin– las atenciones de Veselovsky. Pensaba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal interpretado. Efectivamente, cuando preguntó a Dolly «qué tenía Macha» y Vaseñka, al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a Levin la pregunta le pareció una astucia falta de naturalidad y repugnante.
–¿Qué, pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? –preguntó Dolly.
–Vamos... Yo también iré –dijo Kitty.
Kitty habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta, pero sólo con pensarlo se ruborizó.
En aquel momento Levin pasó a su lado con andar decidido.
–¿Adónde vas, Kostia? –le preguntó, intranquila, a su marido.
La expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sospechas.
Contestó desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.
–En mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no le he visto.
Bajó al piso inferior y aun no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos, tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.
–¿Qué quieres? –preguntó Levin–. Este señor y yo estamos ocupados.
–Perdone usted –dijo ella al mecánico–, necesito decir algunas palabras a mi marido.
El alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:
–No se moleste.
–El tren sale a las tres –objetó el otro–. Temo no poder llegar a tiempo.
Levin no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.
–¿Qué tienes que decirme? –preguntó a ésta en francés y sin mirarla.
Kitty sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y en general, un aspecto lamentable de abatimiento.
Levin lo presentía y no quería verlo.
–Quiero decir... quiero decirte –balbuceó ella–. Quiero decir que así... así es imposible... imposible vivir. Que esto es un martirio...
–No hagas escenas aquí –le atajó Levin con irritación–. Puede venir gente...
Estaban, efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua, pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.
–Salgamos al jardín –propuso, en vista de ello.
En el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el sendero. Sin tener en cuenta ya que el jardinero le veía, que ella lloraba y él estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia, siguieron adelante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse explicaciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio que ambos experimentaban.
–Así es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres... ¿Y por qué? ––dijo Kitty cuando, al fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los tilos.
–Dime una cosa –replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la noche anterior: los puños crispados, apretados contra el pecho, las piernas abiertas, erguidos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su mujer–. ¿No había en su postura, en su tono, algo inconveniente, impuro, humillante para mí? Dime la verdad.
–Había –confesó Kitty, con voz temblorosa–. Pero Kostia –se disculpó–, ¿qué puedo hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre... ¿Para qué habrá venido? –añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba abultándose por el embarazo–. ¡Tan felices que éramos!
El jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos, aunque nadie los perseguía, y cariacontecidos y que, luego, cuando nada particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con rostros tranquilos y hasta radiantes.