Ana Karenina VI/Capítulo VIII

Capítulo VIII

Al día siguiente, muy de mañana, antes de que los niños se levantasen, los vehículos en que iban a cazar el charabán y un carro– estaban ante la entrada.

«Laska», adivinando que había cacería, después de ladrar y saltar a su antojo, estaba ahora en el charabán al lado del cochero, mirando con inquietud y reproche la puerta, por la que tanto tardaban en aparecer los cazadores.

El primero en salir fue Veselovsky, con flamantes botas altas que le llegaban hasta la mitad de sus robustas piernas, con camisa verde de cazador, tocado con una gorra con cintas, ciñendo una canana nueva, que olía a cuero, y empuñando su escopeta inglesa nueva también, sin cordón ni correa.

«Laska» corrió a su encuentro, festejándole y preguntándole a su modo, con sus saltos, si los demás saldrían en breve, pero, no recibiendo contestación, volvió a su puesto de espera y allí aguardó de nuevo, con la cabeza de lado y una oreja aguzada.

Al fin, la puerta se abrió con estrépito y salió, dando saltos y cabriolas, «Krak» , el pointer de Oblonsky, y tras él el propio Oblonsky, con un cigarro en la boca y la escopeta en la mano.

–¡Calla, « Krak» , calla! –ordenó afectuosamente a su perro, que le ponía las patas sobre el vientre y el pecho, aferrándose a su morral.

Esteban Arkadievich llevaba botas viejas, bandas hechas de ropa usada, unos calzones rotos y una zamarra. En la cabeza ostentaba los restos de un sombrero. En cambio, su escopeta de nuevo sistema era un verdadero primor, y su morral y canana, aunque gastados, eran de cuero de primera calidad.

Veselovsky, hasta entonces, no había comprendido la verdadera elegancia del cazador, consistente en llevar ropa y zapatos viejos y en cambio efectos de caza inmejorables. Ahora, mirando a Oblonsky, esplendoroso entre aquellos andrajos, con su figura distinguida y jovial de verdadero señor, decidió que para la próxima cacería se vestiría del mismo modo.

–Veo que nuestro huésped se retrasa–dijo Vaseñka Veselovsky.

–Hombre, piense en su joven esposa... –repuso Oblonsky, sonriendo.

–Por cierto que es encantadora.

–Ya estaba vestido. Debe de ser que ha ido otra vez a verla.

Esteban Arkadievich acertaba. Levin había vuelto a despedirse de nuevo de su mujer y a preguntarle otra vez si le perdonaba la sandez de la noche anterior, así como para rogarle que hiciese el menor ejercicio posible. Sobre todo, debía apartarse de los niños, que podían empujarla y hacerle daño. Además, quería saber una vez más de labios de Kitty que no la disgustaba que él se fuera por un par de días; y finalmente le hizo prometer que al día siguiente, y por un hombre a caballo, le mandaría una nota, aunque fuesen sólo dos líneas, para informarle de cómo seguía.

Kitty, como siempre, sentía separarse por aquellos dos días de su marido, pero, al ver su figura corpulenta y vigorosa, con sus botas de cazador y su blusa blanca, irradiando esa animación peculiar de los cazadores que ella no podía comprender, olvidó su tristeza, compensada por la alegría de él, y le despidió con jovialidad.

–Perdonen, señores –dijo Levin, corriendo al encuentro de sus compañeros–. ¿Han puesto ahí el almuerzo? ¿Y cómo es que han enganchado al «Rojo» a la derecha? En fin, es igual. ¡Cállate, «Laska»! Anda, acuéstate.

–Llévalos al rebaño de becerros –agregó, dirigiéndose al vaquero, que le esperaba al pie de la escalera para preguntarle lo que debía hacer con los ternerillos.

–Perdonen –concluyó–. Allí viene otro a fastidiarme.

Saltó del charabán en que ya se había acomodado y saltó al encuentro del maestro carpintero, quien, con una vara de medir en la mano, se acercaba a él.

–Ayer no pasaste por el despacho y hoy vienes a entretenerme... ¿Qué quieres?...

–Permítanos añadir unos peldaños a la escalera. Con tres más habrá bastante. Así lo arreglaremos bien. Será mucho más descansado...

–¡Más valdría que me hubieses obedecido! –contestó Levin con enfado–. Te dije que pusieras los soportes y luego colocarás los peldaños. Ahora ya no hay arreglo. Haz lo que te he ordenado y construye una escalera nueva.

Ocurría que el maestro carpintero había estropeado una escalera, que construía para el pabellón, haciendo los soportes por separado sin calcular la pendiente. Los peldaños quedaron demasiado inclinados, y ahora el carpintero quería agregar tres más, dejando la misma armazón.

–Esto sería mejor –dijo.

–¿Cómo vas a arreglarte con tus tres escalones?

–No se preocupe –contestó el otro, con sonrisa desdeñosa–; ya cuidaré yo de que quede bien. La iremos

montando desde abajo, y llegará arriba –añadió con gesto persuasivo precisamente donde ha de llegar.

–Pero los tres peldaños la alargarán. ¿Hasta dónde va a llegar?

–La pondremos desde abajo, y ya verá cómo queda bien –repitió el carpintero con persuasión y terquedad.

–¡Llegará al techo!

–No llegará. La subiremos de modo que quede justa.

Levin, con la baqueta del arma, empezó a dibujar la escalera en el polvo del camino.

–¿Lo ves? –preguntó al carpintero.

–Como usted quiera –repuso el hombre, cambiando de expresión repentinamente y mostrando que había comprendido al fin–. Ya veo que hay que hacer una escalera nueva.

–Pues hazlo como te mando –exclamó Levin, sentándose en el charabán–. ¡Vamos! –ordenó al cochero–. Felipe: sujeta los perros.

Ahora que dejaba tras sí todas las preocupaciones familiares y domésticas, experimentaba tan viva alegría de vivir que no tenía ni deseos de hablar. Sentía la emoción concentrada que experimenta todo cazador acercándose al cazadero.

Lo único que le interesaba era pensar si hallarían piezas en las marismas de Volpino, si «Laska» se portaría bien o no en comparación con «Krak», y si él mismo tendría buena puntería. ¿Cómo arreglarse para quedar bien ante un invitado nuevo? ¿Se mostraría Oblonsky mejor cazador que él? Tales eran los pensamientos que le ocupaban en aquel momento.

Oblonsky, sintiendo lo mismo, iba taciturno también. Sólo Veselovsky hablaba alegremente sin cesar.

Escuchándole, Levin se avergonzaba de lo injusto que había sido el día antes con él. Vaseñka era un buen muchacho, sencillo, bondadoso y muy jovial. Si Levin le hubiera conocido de soltero, de seguro que los dos habrían sido buenos amigos.

Cierto que a Levin le contrariaba algo su modo despreocupado de considerar la vida y su elegancia un poco desenvuelta. Parecía concederse una especial importancia por el hecho de tener largas uñas y llevar una gorrita escocesa y por lo demás que le distinguía. Pero todo podía perdonársele por su simplicidad y honradez.

Levin admiraba además su buena educación, su excelente pronunciación francesa a inglesa y su elegancia mundana.

Vaseñka, entusiasmado con el caballo del Don que corría al lado izquierdo, lo elogiaba sin cesar.

–¡Qué hermoso sería montar un caballo de la estepa y galopar por ella! ¿Verdad? –decía.

Y, aunque de manera imprecisa, se veía ya cabalgando por la estepa sobre aquel caballo, en una carrera salvaje y poética.

Además de su buen porte, agradable presencia y de la gracia de sus ademanes, resultaba atractiva su ingenuidad. Bien porque su carácter fuera realmente simpático a Levin, o porque éste quisiera hoy encontrarlo todo bueno en Vaseñka para redimir su falta de anoche, el caso era que Levin esta mañana se sentía a gusto con él.

Cuando habían recorrido unas tres verstas, Vaseñka reparó en que no tenía sus cigarros ni su billetero; ignoraba si los había dejado sobre la mesa o los había perdido. El billetero contenía trescientos setenta rublos, y, dada la importancia de la suma, Vaseñka deseaba asegurarse de que no lo había perdido.

–Oiga, Levin. ¿Podría llegarme a casa en un momento montando en ese caballo de la izquierda? ¡Sería admirable! –dijo, preparándose ya a cabalgar.

–No. ¿Para qué? –repuso Levin, calculando que Vaseñka debía pesar lo menos seis puds–. Que vaya el cochero.

El cochero se fue montado a buscar el billetero y los cigarros y Levin tomó en sus manos las riendas.