Ana Karenina V/Capítulo XXI
Capítulo XXI
Desde que Alexey Alejandrovich comprendió por las palabras de Betsy y Oblonsky que lo que se exigía de él era que dejase tranquila a su mujer y no la importunara con su presencia, cosa que también ella deseaba, se sintió tan anonadado que nada pudo decir por sí mismo.
Él mismo no sabía lo que quería y, entregándose en manos de los que tanto placer hallaban en organizar sus asuntos, aceptaba cuanto le proponían.
Únicamente cuando Ana se fue de casa y la inglesa envió a preguntarle si ella debía comer con él o sola, comprendió su situación por primera vez y se horrorizó.
Lo que era peor en su situación es que en modo alguno podía unir y relacionar lo pasado con lo que ahora sucedía. No le atormentaba el recuerdo de aquellos días en que viviera feliz con su mujer, pues el tránsito de aquel pasado, el estado presente de cosas, al saber la infidelidad de ella, lo había sobrepasado con sus sufrimientos, y si bien aquella situación se había hecho penosa para él, también por otra parte, se le había hecho comprensible.
Si en aquel momento, al anunciarle su infidelidad, su mujer le hubiera abandonado, se habría sentido desgraciado y triste pero no en la situación sin salida, inexplicable para él mismo, en que se hallaba al presente.
Le era imposible de todo punto, ahora, relacionar su reciente perdón, su ternura, su amor a la esposa enferma y a la niña de otro, con lo que al presente sucedía, en que, como recompensa a todo ello, se veía solo, cubierto de oprobio, deshonrado, inútil para todo y objeto del desprecio general.
Los dos primeros días siguientes a la marcha de su mujer, Karenin recibió visitas, vio al encargado del despacho, asistió a la comisión y fue al comedor, como de costumbre.
Sin darse cuenta de por qué lo hacía, concentraba todas las fuerzas de su alma en simular aspecto tranquilo y hasta indiferente.
Contestando a las preguntas del servicio sobre el destino que debía darse a los efectos y habitaciones de Ana, Alexey Alejandrovich se esforzaba en afectar la actitud de un hombre para quien lo sucedido no tenía nada de imprevisto ni salía en nada de la órbita de los sucesos corrientes. Y preciso es confesar que lo lograba: nadie pudo descubrir en él el menor síntoma de desesperación.
Al día siguiente de la marcha de Ana, cuando Korney le presentó la cuenta de un almacén de modas que ella olvidara pagar, anunciándole que estaba allí el encargado, Alexey Alejandrovich dio orden de hacerle pasar.
–Perdone, Excelencia, que me permita molestarle. Pero si debo dirigirme a su señora esposa, le ruego que me dé su dirección.
Karenin quedó pensativo, así le pareció al menos al encargado y, de pronto, volviéndose, se sentó a la mesa; permaneció un rato en la misma actitud, con la cabeza entre las manos, probó a hablar repetidas veces, pero no lo consiguió.
Comprendiendo los sentimientos de su señor, Korney rogó al encargado que volviera otro día.
Una vez solo, Karenin se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas para seguir mostrándose firme y tranquilo como se había propuesto.
Dio orden de desenganchar el coche, que le esperaba, dijo que no recibiría a nadie y no salió a comer.
Reconocía que era imposible soportar la presión del desprecio general, la animosidad que leía en el rostro del encargado de la tienda, de Korney, y de todos, sin excepción, de cuantos encontraba desde hacía dos días.
Comprendía que no podría hacer frente al odio de la gente concitado contra él, porque tal odio procedía, no de que él hubiera sido malo (en cuyo caso podía procurar ser mejor), sino de que era vergonzosa y despreciablemente desgraciado. Sabía que por lo mismo que su corazón estaba destrozado, la gente no tendría compasión de él. Tenía la impresión de que sus semejantes le aniquilarían como los perros ahogan al animal herido que aúlla de dolor.
Le constaba que su única salvación respecto a la gente consistía en ocultarles sus heridas. Y eso había intentado durante dos días, pero ahora le faltaban las fuerzas para proseguir lucha tan desigual.
Su desesperación aumentaba con la conciencia que tenía de encontrarse completamente solo con su dolor. Ni en San Petersburgo ni fuera de allí tenía persona alguna a quien pudiera hacer participe de sus sentimientos, alguien que pudiese comprenderle, no como a un alto funcionario y miembro del gran mundo, sino simplemente como a un hombre afligido.
Alexey Alejandrovich había crecido huérfano. Eran dos hermanos. No recordaba a su padre, y su madre había muerto cuando él no contaba diez años aún. No eran ricos. El tío Karenin, alto funcionario y favorito del Zar en otros tiempos, había cuidado de su educación.
Terminados los cursos en el instituto y la universidad, con diplomas, Alexey Alejandrovich, ayudado por el tío, emprendió una brillante carrera, y a partir de entonces se consagro por entero a la ambición del cargo oficial.
Ni en el instituto, ni en la universidad, ni en el trabajo entabló Karenin amistad con nadie. Su hermano, el más cercano a él en espíritu, empleado en el ministerio de Asuntos Exteriores, que había vivido casi siempre en el extranjero, murió a poco del casamiento de Alexey Alejandrovich.
Siendo Karenin gobernador, la tía de Ana, señora rica de su provincia, se ingenió para poner en relación con su sobrina a aquel hombre que, aunque ya no joven, lo era todavía para gobernador, y le puso en situación que no le quedó otra alternativa que declararse o dejar la ciudad.
Alexey Alejandrovich dudó mucho. Midió todos los aspectos en pro y en contra y observó que no había motivo alguno que le obligase a prescindir de su regla general: la de abstenerse en la duda.
Pero la tía de Ana le hizo saber, mediante un conocido, que había comprometido ya la reputación de la joven y que su deber de caballero le obligaba a pedir su mano. Alexey Alejandrovich lo hizo así, pidió la mano de Ana y le consagró, de novia y de esposa, todo el afecto de que era capaz.
Aquel sentimiento de cariño hacia Ana excluyó de su corazón sus últimas necesidades de mantener relaciones cordiales con los hombres. Y ahora no tenía íntimo alguno entre sus conocidos. Contaba con muchas de las llamadas relaciones, pero no con amistades. Había numerosas personas a las que podía invitar a comer, a participar en algo que le interesase, recomendar a algún protegido suyo, criticar con ellas en confianza a otras personas y a los miembros más destacados del Gobierno, pero las relaciones con esas personas estaban limitadas por un círculo muy definido por las costumbres y las conveniencias y del que era imposible salir.
Tenía, es verdad, un íntimo amigo de la universidad con el que conservó amistad a través del tiempo y con el que habría podido hablar de sus amarguras personales, pero ese amigo era inspector de Enseñanza de un distrito universitario lejano de la capital. De modo que las personas más allegadas y con quienes parecía más posible desahogar su tristeza eran su médico y el jefe de su departamento.
Mijail Vasilievich Sliudin, el jefe de su departamento, era un hombre sencillo, inteligente, bueno y honrado por el que Alexey sentía simpatía y afecto, pero un trabajo continuado en común durante cinco años había levantado entre ellos una barrera que impedía las explicaciones cordiales.
Karenin, al terminar de firmar los documentos, guardó silencio largo rato, mirando a Mijail Vasilievich, a punto de desahogarse con él, pero no se supo decidir. Ya había preparado la frase: «¿Ha oído hablar de lo que me pasa?», pero terminó diciéndole, como siempre:
–Bien; prepáremelo todo para mañana.
Y con esto le despidió.
La otra persona bien dispuesta hacia él, el médico, había acordado un pacto tácito con Karenin: que los dos tenían mucho que hacer y no podían perder tiempo en bagatelas.
En sus amigas, empezando por la condesa Lidia Ivanovna, Karenin no pensó siquiera. Las mujeres, por el hecho de serlo, no despertaban en él sino sentimientos de repulsión.