Ana Karenina V/Capítulo XV

Capítulo XV

Habían vuelto hacía poco de Moscú y estaban satisfechos de su soledad. El, sentado ante el escritorio de su gabinete, escribía. Ella, con el vestido color lila que llevaba en los primeros días de su matrimonio, el vestido que Levin recordaba y quería especialmente, se hallaba sentada bordando en el diván de cuero que había estado siempre en el despacho del padre y el abuelo de Levin, y trabajaba en una labor de broderie anglaise.

Levin pensaba y escribía, sin dejar de sentir la presencia de su mujer. Los trabajos de su hacienda y la obra en que debía exponer su nuevo modo de dirigir las fincas, no habían quedado olvidados. Pero así como antes tales ideas y ocupaciones le parecían insignificantes en comparación a la oscuridad que rodeaba la vida, ahora le parecían secundarias y mínimas en comparación a la vida que le esperaba inundada de radiante luz.

Continuando sus trabajos, notaba que el centro de gravedad de su atención había pasado a otro objeto, y en consecuencia de ello veía las cosas con más claridad.

Antes, su trabajo era para él la justificación de la vida, pareciéndole que, sin él, la existencia era demasiado sombría. Y ahora necesitaba el trabajo para que su existencia no fuese demasiado monótona por exceso de luz.

Trabajando otra vez y releyendo lo escrito, halló con satisfacción que era un asunto del que valía la pena ocuparse. Muchos de sus pensamientos de antes le parecían superfluos y exagerados, pero muchos puntos dudosos le resultaban evidentes ahora que en su memoria repasaba nuevamente todo lo hecho en aquellos días.

Escribía a la sazón un nuevo capítulo sobre las causas de la mala situación del cultivo agrícola en Rusia.

Demostraba que la pobreza rusa no procedía sólo del mal reparto de tierras y de la orientación equivocada, sino que contribuía a ella la civilización extranjera, adoptada de una manera anómala en los últimos tiempos en el país, sobre todo en los medios de comunicación, en los ferrocarriles, que implicaron la centralización en las ciudades, en el desarrollo del lujo y, por consiguiente en la creación, en detrimento de la agricultura, de nuevas industrias; en la explotación exagerada del crédito y su acompañante el juego de bolsa.

A su juicio, en un desarrollo normal de la riqueza de un estado, aquellos elementos debían surgir sólo cuando estuviera bien desarrollado el cultivo agrícola y elevado a condiciones normales o al menos defnidas, entendiendo que la riqueza de un país debe crecer progresivamente y procurando que otras fuentes de riqueza no adelanten al cultivo agrario. En fin, creía que los medios de comunicación debían corresponder a un determinado estado de la agricultura, y que, dado el mal sistema ruso de explotar el campo, los ferrocarriles, resultado de una necesidad política y no económica, llegaron antes de tiempo, y, en lugar de ayudar al cultivo agrícola, como se e'speraba, y provocar el desarrollo de las industrias y el crédito, lo habían paralizado.

Sostenía que así como el desarrollo parcial y prematuro de una parte del organismo animal estorbaría el normal crecimiento, así en Rusia al desarrollo de la riqueza general lo habían perjudicado el crédito, los transportes, el aumento industrial, sin duda necesarios en Europa, pero inoportunos en Rusia donde no habían causado más que perjuicios, eliminando lo esencial y corriente, que era la organización de la agricultura.

Mientras Levin escribía, Kitty pensaba en la poca espontánea amabilidad con que su marido había tratado al joven príncipe Charsky, que en Moscú se había permitido cortejarla con tan escaso tacto, el día antes de marchar.

«Tiene celos», pensaba. «¡Dios mío qué tonto es y qué encantador! ¡Celos! Si supiera que todos son para mí tan indiferentes como Pedro, el cocinero» , se decía, mientras miraba la nuca y el cuello rojo de Levin.

«Siento mucho interrumpir su trabajo, pero ya tendrá tiempo de volver a él. Quiero verle la cara. ¿Se molestará si le miro? Quiero que se vuelva. ¡Vuélvete, vuélvete, lo quiero!»

Y Kitty abrió más los ojos, para aumentar el efecto de su mirada.

«Sí: todo eso se lleva el jugo y produce una falsa apariencia de prosperidad», murmuró Levin, dejando de escribir. Y notando que Kitty le miraba, sonrió.

–¿Qué? –preguntó levantándose.

«Se ha vuelto», pensó ella.

–Nada, quería que volvieras la cabeza –dijo en voz alta, y mirándole y tratando de averiguar si estaba descontento de que le hubiera interrumpido el trabajo.

–¡Qué bien estamos aquí los dos solos! ¡Quién me lo hubiera dicho! –repuso él, acercándose a su esposa con sonrisa radiante de felicidad.

–Yo también me siento muy a gusto –repuso ella–. No quiero ir a ningún sitio, y menos a Moscú.

–¿Qué pensabas? –preguntó Levin.

–Pensaba... Pero no; anda, trabaja, no te distraigas –respondió Kitty, frunciendo los labios–. Además, yo también tengo que cortar unas piezas.

Y comenzó a hacerlo con las tijeras.

–Dime lo que pensabas –insistió él, sentándose a su lado y mirando el movimiento de las tijeritas.

–¿En qué? En Moscú, en tu nuca...

–¿En pago de qué poseo esta felicidad? Es demasiado hermoso para ser natural –dijo Levin besándole la mano.

–Creo lo contrario: lo natural es siempre lo mejor.

–Te sale un rizo por aquí –dijo Levin, volviendo suavemente la cabeza de Kitty–. ¿Ves? Pero no, no, estamos trabajando y...

Mas ya no hicieron nada, y, cuando Kusmá entró anunciando que el té estaba servido, se separaron bruscamente como dos culpables.

–¿Han venido los criados de la ciudad? –le preguntó Levin a Kusmá.

–Ahora mismo. Están arreglando las cosas.

–Vuelve pronto ––dijo Kitty–. Si no, leeré sola el correo. Luego podemos tocar el piano a cuatro manos...

Una vez solo, guardando sus papeles en una cartera nueva, comprada por Kitty, fue a lavarse las manos en un nuevo lavabo, y con nuevos efectos de tocador que también con ella habían aparecido.

Levin sonreía a sus pensamientos y a la vez movía la cabeza con reproche. Le atormentaba una sensación parecida al remordimiento.

En su vida, ahora, había algo vergonzoso, afeminado...

«No está bien vivir así» , pensaba. «En casi tres meses no he hecho nada. Hoy me puse por primera vez a trabajar y apenas empezado lo dejé... Hasta descuido mis ocupaciones diarias. Nunca visito la finca a pie ni a caballo. Unas veces por mí, otras por ella, jamás dejo sola a Kitty, creyendo que va a aburrirse. ¡Y cuando pienso que antes suponía que la vida de soltero no valía nada y que la verdadera empezaba con el matrimonio! Pero en tres meses transcurridos jamás he vivido de manera tan ociosa a inútil. Esto es imposible.

Hay que empezar a trabajar. Claro que ella no es culpable; no puedo reprochárselo. Yo debía ser más firme, defender mi libertad masculina. Si no, me acostumbraré a esto. Pero ella no tiene la culpa», se repetía.

Mas a un hombre descontento le es difícil no culpar de algo a los demás y, sobre todo, al más próximo, el motivo de su frustración.

Y Levin se decía que Kitty no era la culpable («es imposible que ella sea culpable de nada»), sino su educación superficial y libre. («¡Aquel tonto de Charsky! Ya sé que ella quería atajarle, pero no pudo.») Y concluía: «Sí, fuera del interés de la casa (y éste es innegable que lo tiene), aparte de sus vestidos y su broderie anglaise, Kitty no se interesa seriamente ni por los asuntos propios, ni por la economía doméstica, ni por los campesinos, ni por la música, a pesar de que es entendida en ella, ni por la lectura. No hace nada y está completamente satisfecha» .

Y Levin la censuraba en el fondo de su alma sin comprender aún que Kitty se preparaba a aquel período de actividad en que sería a la vez esposa y dueña de casa y habría de cuidar, nutrir y educar a sus hijos. No comprendía que ella sentía esto por instinto y que, al prepararse para aquel tremendo trabajo, no reconvenía los felices momentos de despreocupación y de dicha de amar que gozaba ahora, mientras construía alegremente su futuro nido.