Ana Karenina IV/Capítulo IV
Capítulo IV
Después de su encuentro con Vronsky en la puerta de su casa, Karenin fue a la ópera italiana como se proponía. Estuvo allí durante dos actos completos y vio a quien deseaba.
De regreso a casa, miró el perchero y, al ver que no había ningún capote de militar, pasó a sus habitaciones. Contra su costumbre, no se acostó, sino que estuvo paseando por la estancia hasta las tres de la madrugada.
La irritación contra su mujer, que no quería guardar las apariencias y dejaba incumplida la única condición que él impusiera –recibir en casa a su amante–, le quitaba el sosiego.
Puesto que Ana no cumplía lo exigido, tenía que castigarla y poner en práctica su amenaza: pedir el divorcio y quitarle su hijo.
Alexey Alejandrovich sabía las muchas dificultades que iba a encontrar, pero se había jurado que lo haría y estaba resuelto a cumplirlo. La condesa Lidia Ivanovna había aludido con frecuencia a aquel medio como única salida de la situación en que se encontraba. Además, últimamente la práctica de los divorcios había alcanzado tal perfección que Karenin veía posible superar todas las dificultades.
Como las desgracias nunca llegan solas, el asunto de los autóctonos y de la fertilización de Taraisk le daban por entonces tales disgustos que en los últimos tiempos se sentía continuamente irritado.
No durmió en toda la noche, y su cólera, que aumentaba sin cesar, alcanzó el límite extremo por la mañana. Se vistió precipitadamente y, como si llevara una copa llena de ira y temiera derramarla y perderla, quedándose sin la energía necesaria para las explicaciones que le urgía tener con su esposa, se dirigió rápidamente a la habitación de Ana apenas supo que ésta se había levantado.
Ana creía conocer bien a su marido, pero, al verle entrar en su habitación, quedó sorprendida de su aspecto. Tenía la frente contraída, los ojos severos, evitando la mirada de ella, la boca apretada en un rictus de firmeza y desdén, y en su paso, en sus movimientos, y en el sonido de su voz había una decisión y energía tales como su mujer no viera en él jamás.
Entró en la habitación sin saludarla, se dirigió sin vacilar a su mesa escritorio y, cogiendo las llaves, abrió el cajón.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Ana.
–Las cartas de su amante –repuso él.
–No hay ninguna carta aquí –contestó Ana cerrando el cajón. Por aquel ademán, Karenin comprendió que no se equivocaba y, rechazando bruscamente la mano de ella, cogió con rapidez la cartera en que sabía que su mujer guardaba sus papeles más importantes.
Ana trató de arrancarle la cartera, pero él la rechazó.
–Siéntese; necesito hablarle –dijo, poniéndose la cartera bajo el brazo y apretándola con tal fuerza que su hombro se levantó.
Ana le miraba en silencio, con sorpresa y timidez.
–Ya le he dicho que no permitiría que recibiera aquí a su amante.
–Necesitaba verle para...
–No necesito entrar en pormenores, ni siquiera saber para qué una mujer casada necesita ver a su amante.
–Sólo quería... –siguió Ana irritándose.
La brusquedad de su marido la excitaba y le daba valor.
.¿Le parece, por ventura, una hazaña ofenderme? –le preguntó.
–Se puede ofender a una persona honrada, o a una mujer honrada; pero decir a un ladrón que lo es significa sólo la constatation d'un fait .
–No conocía aún en usted esa nueva capacidad para atormentar.
–¿Llama usted atormentar a que el marido dé libertad a su mujer, concediéndole un nombre y un techo honrados sólo a condición de guardar las apariencias? ¿Es crueldad eso?
–Si lo quiere usted saber le diré que es peor: es una villanía–exclamó Ana, en una explosión de cólera.
E incorporándose, quiso salir.
–¡No! –gritó él, con su voz aguda, que ahora sonó más penetrante, en virtud de su excitación. Y la cogió por el brazo con sus largos dedos, con tanta fuerza que quedaron en él las señales de la pulsera, que apretaba bajo su mano, y la obligó a sentarse.
–¿Una villanía? Si quiere emplear esa palabra, le diré que la villanía es abandonar al marido y al hijo por el amante y seguir comiendo el pan del marido.
Ana bajó la cabeza. No sólo no dijo lo que había dicho a su amante, es decir, que él era su esposo, y que éste sobraba, sino que ni pensó en ello siquiera.
Abrumada por la justicia de aquellas palabras, sólo pudo contestar en voz baja:
–No puede usted describir mi situación peor de lo que yo la veo. Pero, ¿por qué dice usted todo eso?
–¿Por qué lo digo? –continuó él, cada vez más irritado–. Para que sepa que, puesto que no ha cumplido usted mi voluntad de que salvase las apariencias, tomaré mis medidas a fin de que concluya esta situación.
–Pronto, pronto concluirá –murmuró ella.
Y una vez más, al recordar su muerte próxima, que ahora deseaba, las lágrimas brotaron de sus ojos.
–Concluirá mucho antes de lo que usted y su amante pueden creer. ¡Usted busca sólo la satisfacción de su apetito carnal!
–Alexey Alejandrovich: no sólo no es generoso, es poco honrado herir al caído.
–Usted sólo piensa en sí misma. Los sufrimientos del que ha sido su esposo no le interesan. Si toda la vida de él está deshecha, eso le da igual. ¿Qué le importa lo que él haya so... so... sopor... poportado?
Hablaba tan deprisa, que se confundió, no pudo pronunciar bien la palabra y concluyó diciendo «sopoportado». Ana tuvo deseos de reír, pero en seguida se sintió avergonzada de haber hallado algo capaz de hacerla reír en aquel momento. Y por primera vez y durante un instante se puso en el lugar de su marido y sintió compasión de él.
Pero, ¿qué podía hacer o decir? Inclinó la cabeza y calló.
Él calló también por unos segundos y después habló en voz, no ya aguda, sino fría, recalcando intencionadamente algunas de las palabras que empleaba, incluso las que no tenían ninguna particular importancia.
–He venido para decirle... –empezó.
Ana le miró. «Debí de haberme engañado –pensó, recordando la expresión de su rostro de un momento antes cuando se confundió con las palabras–. ¿Es que un hombre con esos ojos turbios y esa calma presuntuosa puede, por ventura, sentir algo?»
–No puedo cambiar–murmuró ella.
–He venido para decirle que mañana marcho a Moscú y no volveré más a esta casa. Le haré comunicar mi decisión por el abogado, a quien he encargado tramitar el divorcio. Mi hijo irá a vivir con mi hermana –concluyó Alexey Alejandrovich, recordando a duras penas lo que quería decir de su hijo.
–Se lleva usted a Sergio sólo para hacerme sufrir –repuso ella, mirándole con la frente baja–. ¡Usted no le quiere! ¡Déjeme a Sergio!
–Sí: la repugnancia que siento por usted me ha hecho perder hasta el cariño que tenía a mi hijo. Pero, a pesar de todo, le llevaré conmigo. Adiós.
Quiso marchar, pero ella le retuvo.
–Alexey Alejandrovich: déjeme a Sergio –balbuceó una vez más–. Sólo esto le pido... Déjeme a Sergio hasta que yo... Pronto daré a luz... ¡Déjemelo!
Alexey Alejandrovich se puso rojo, desasió su brazo y salió del cuarto sin contestar.