Ana Karenina II/Capítulo XXX
Capítulo XXX
Como en todas partes donde se reúne gente, en la pequeña estación balnearia adonde habían ido los Scherbazky se produjo esa especie de cristalización habitual en la sociedad que hace que cada uno de sus miembros ocupe un lugar definido.
Así como el frío da una forma invariable y fija a cada partícula de agua, convirtiéndola en un fragmento determinado de nieve, así cada nuevo cliente que llegaba al balneario ocupaba su puesto correspondiente.
Fürst Scherbazky sammt Gemahlin y Tochter se habían cristalizado en el sitio que les correspondía teniendo en cuenta el piso que ocupaban, su nombre y las relaciones que se habían granjeado.
Aquel año había llegado a las aguas una verdadera Fürstin alemana, que aceleró la cristalización.
La princesa Scherbazky se obstinó en presentar a Kitty a la princesa alemana y al segundo día de llegar se efectuó la ceremonia.
Kitty, ataviada con un vestido sencillo, es decir muy lujoso, encargado expresamente a París, saludó profunda y graciosamente a la Princesa.
La alemana dijo:
–Espero que las rosas iluminen en breve ese hermoso rostro.
Y los caminos de la vida de los Scherbazky en el balneario quedaron tan fijamente trazados que ya no les fue posible desviarse.
Los Scherbazky conocieron a una lady inglesa, a una condesa alemana y a su hijo, herido en la última guerra, a un sabio sueco y al señor Canut y a una hermana suya que lo acompañaba.
Pero a quien más trataron los Scherbazky fue a una señora de Moscú, Marla Evgenievna Rtischeva, a su hija, que le resultó antipática a Kitty por estar enferma, también, de un amor desgraciado; y a un coronel moscovita a quien Kitty veía y trataba desde la infancia y a quien recordaba siempre uniformado y con espuelas, aunque ahora llevara el cuello al descubierto y corbata de color.
Este hombre, de ojos pequeños, era extraordinariamente ridículo y se resultaba pesado por ser imposible desembarazarse de él.
Una vez establecido aquel régimen vital fijo, Kitty se sintió muy aburrida, más aún cuando su padre se marchó a Carlsbad y la dejó sola con su madre.
Kitty no se interesaba por los conocidos, ya que no esperaba nada nuevo de ellos. Su interés principal en el balneario consistía en observar a los desconocidos y conjeturar sobre ellos. Por inclinación natural de su carácter, presuponía siempre virtudes en los otros y especialmente en los desconocidos. Y ahora, al hacer suposiciones sobre quien podría ser aquella gente, sus relaciones mutuas y sus caracteres, imaginaba que eran agradables y excepcionales y en sus observaciones creía encontrar la confirmación de sus creencia.
Le interesaba en especial una joven rusa que acompañaba a una señora enferma, rusa también y a quien todos llamaban madame Stal.
Esta dama pertenecía a la alta sociedad. Se encontraba tan enferma que no podía caminar, y sólo los días muy buenos se la veía en un cochecillo. No trataba nunca con rusos, lo que, según la princesa Scherbazky, no se debía a su enfermedad, sino al excesivo orgullo que alentaba en ella.
Como Kitty pudo observar, la joven que la cuidaba trataba a todos los enfermos graves, abundantes allí, y los atendía con gran naturalidad. Siempre según sus observaciones, no debía de ser ni pariente de madame Stal ni una enfermera asalariada. La señora la llamaba Vareñka y los otros mademoiselle Vareñka.
Aparte de que a Kitty le interesaban las relaciones entre ambas, así como entre ellas y otras personas desconocidas, Kitty sentía por la chica una simpatía explicable, como sucede a menudo, y, por las miradas que Vareñka le dirigía se apreciaba reciprocidad.
Vareñka no era lo que puede decirse una muchacha. Parecía un ser sin juventud, a quien podían atribuírsele treinta años tanco como diecinueve. Pero, a juzgar por las líneas de su rostro y pese a su color enfermizo, Vareñka era más linda que fea. Habría incluso sido esbelta si no fuera por la extrema delgadez de su cuerpo y el volumen de su cabeza, desproporcionado con su estatura; pero no le resultaba atractiva a los hombres. Dijérase una hermosa flor que aún conservara sus pétalos, aunque ya mustia y sin perfume...
Finalmente, no los seducía porque le faltaba lo que le sobraba a Kitty: un reprimido ardor vital y consciencia de sus encantos.
Vareñka parecía estar ocupada siempre por algún trabajo que le impedía interesarse por otra cosa.
Precisamente esta circunstancia las distinguía, y lo que atraía a Kitty más vivamente. Parecíale que en las costumbres de Vareñka encontraría el modelo de lo que buscaba con ahínco: un interés por la vida, un sentimiento de dignidad personal alejado de aquellas relaciones entre muchachos y muchachas del gran mundo y que ahora la repugnaban, pareciéndole una exhibición humillante, como de mercancía a la espera del comprador.
Cuanto más observaba Kitty a su amiga desconocida, tanto más la consideraba el ser perfecto que se imaginaba y tanto más deseaba tratarla.
Cada una de las varias veces que se encontraban durante el día, los ojos de Kitty parecían decir:
«¿Quién y qué es usted? ¿Acaso un ser tan moralmente bello como imagino? ¡Pero no piense, por Dios, que deseo imponerle mi amistad! Me basta con quererla y admirarla». «Yo la quiero también, es usted muy gentil. Y la querría más si tuviese tiempo ...» , parecía contestar la joven rusa con la mirada.
Efectivamente, Kitty la veía muy ocupada; ora acompañaba a casa a los niños de una familia rusa, ora llevaba una manta a una enferma y la envolvía en ella, ora trataba de calmar a un enfermo excitado, ora iba a comprar pastas de té para alguien...
A poco de la llegada de los Scherbazky apareció en el manantial una pareja de personajes que atrajeron la atención general sin resultar simpáticos. Él era un hombre algo encorvado, de enormes manazas, vestido con un viejo gabán que le quedaba corto, de ojos negros a la vez ingenuos y feroces; y ella una mujer agraciada, de rostro pecoso, vestida pobremente y con escaso gusto.
Kitty, notando que aquella pareja era rusa, empezó a inventar a su propósito una novela bella y enternecedora.
Pero la Princesa, informada por la Kurlist, el diario local, de que los nuevos viajeros eran Nicolás Levin y María Nicolaevna, informó a Kitty de que aquel hombre era una persona poco recomendable, de modo que se desvanecieron todas sus ilusiones sobre los recién llegados. No tanto por los informes de su madre como por ser aquel Levin hermano de Constantino, la pareja le resultó aún más desagradable. Para colmo, la costumbre de Nicolás de estirar la cabeza le producía una repulsión instintiva.
Por otra parte le parecía que en aquellos ojos grandes y feroces que la contemplaban con insistencia se expresaban sentimientos de odio y burla, por lo que procuraba evitar a Nicolás Levin siempre que podía.