Ana Karenina II/Capítulo XXV

Capítulo XXV

Eran en total diecisiete los oficiales que intervenían en la carrera de obstáculos, la cual se celebraba sobre una enorme elipse de cuatro verstas de longitud.

En aquella elipse había nueve obstáculos: un arroyo, una valla de dos arquinas de alto ante la tribuna, una zanja seca, otra con agua, un montículo de elevada pendiente y un obstáculo de doble salto, consistente en na valla cubierta de ramaje seco tras la cual había una zanja, invisible para el caballo, que debía saltar, valla y zanja de una vez, so pena de matarse. Aquél era el obstáculo más peligroso.

Había dos zanjas más, una con agua y otra sin ella. La meta estaba ante la tribuna.

La carrera no comenzaba en la elipse, sino a unos cien sajens de ella, a un lado. Ya en aquel trayecto se encontraba el primer obstáculo: una valla seguida de un arroyo que los jinetes podían, según quisieran, saltar o vadear.

Por tres veces se alinearon los jinetes, pero siempre se adelantaba algún caballo y era preciso volver a empezar.

El juez de partida, coronel Sestrin, empezaba ya a irritarse.

Al fin, a la cuarta vez, dio la señal y los caballos salieron disparados.

Los ojos de todos, todos los prismáticos, se concentraban en el pequeño grupo de jinetes mientras se alineaban,

–¡Han dado ya la salida! ¡Ya corren! –se oyó gritar por todas partes, tras el silencio que precedió a la señal de partida. Y los grupos de espectadores y los peones aislados comenzaron a correr de un sitio a otro para ver mejor la carrera.

Desde el principio, el grupo de jinetes se dispersó. De dos en dos, de tres en tres, o individualmente, se acercaban al riachuelo.

Para los simples espectadores, todos los caballos corrían a la vez, mas los expertos apreciaban diferencias de segundos que tenían gran importancia para ellos.

«Fru–Fru», nerviosa y demasiado excitada, se retrasó en el primer momento y algunos caballos partieron antes que ella. Pero cuando aún no habían llegado al arroyo, Vronsky, dominando al animal, que tiraba siempre de las bridas, adelantó fácilmente a tres de los jinetes.

«Gladiador», montado por Majotin, le llevaba ventaja. El rojo caballo galopaba, fácil y rítmicamente, ante el propio Vronsky.

Y, delante de todos, la magnífica yegua «Diana» llevaba sobre sus lomos a Kuzovlev, más muerto que vivo.

Al principio, Vronsky no era dueño del caballo ni de sí mismo; hasta llegar al primer obstáculo, el riachuelo, no pudo dirigir los movimientos del animal.

«Gladiador» y «Diana» llegaban a la vez al obstáculo. Casi en el mismo instante se levantaron, saltaron sobre el riachuelo y pasaron sin esfuerzo al otro lado.

Igualmente, «Fru–Fru» saltó tras ellos. Vronsky, apenas se sintió levantado en el aire, vio de pronto, casi bajo las patas de su cabalgadura, a Kuzovlev, que trataba de desembarazarse de «Diana» , caída a la otra orilla del arroyo.

Kuzovlev había soltado las riendas después de saltar y el caballo cayó cabeza abajo con él.

Los detalles de la caída no los supo Vronsky hasta más tarde. Ahora sólo veía el peligro de que «Fru–Fru» pusiese los cascos sobre la cabeza o una pata de « Diana» .

Pero «Fru–Fru» , como una gata al caer, hizo, mientras saltaba, un esfuerzo de remos y grupa y, dejando a «Diana» a un lado, siguió adelante.

«¡Oh, mi cara yegua!», pensó Vronsky.

Tras el salto del riachuelo, Vronsky dominaba ya completamente al animal. Proponíase saltar el obstáculo principal detrás de Majotin, y en la distancia siguiente, libre de obstáculos, de una longitud de doscientos sajens, tratar de pasarle.

La valla más grande estaba ante la tribuna del Zar.

El Emperador, toda la Corte, grandes masas de público, les contemplaban. Él y Majotin avanzaban galopando. Majotin le llevaba un cuerpo de distancia al llegar al «diablo», como llamaban a aquella barrera.

Vronsky sentía los ojos del público puestos en él desde todas partes, pero no veía nada, excepto las orejas y el cuello de su caballo, excepto la tierra que corría a su encuentro, excepto la grupa roja y las piernas blancas de « Gladiador», siempre a la misma distancia delante de él.

«Gladiador» se irguió en el aire, agitó su breve cola y desapareció de los ojos de Vronsky sin haber rozado el obstáculo.

–¡Bravo! –se oyó gritar.

En el mismo instante, las tablas de la barrera pasaron ante los ojos de Vronsky. Sin una sola agitación, el caballo se levantó bajo el jinete, las tablas desaparecieron y sólo sintió detrás de él el ruido de un ligero golpe.

«Fru–Fru», inquieta por ver delante a «Gladiador» , había saltado demasiado pronto, tropezando en la barrera con uno de los cascos traseros.

Pero su carrera no se interrumpió. Vronsky recibió en el rostro una pella de barro, comprobando casi a la vez que le separaba de «Gladiador» la misma distancia de antes. Veía otra vez sus ancas ante sí, su cola corta Y sus patas blancas que se movían rápidamente, pero sin agrandar la distancia.

En el instante en que Vronsky pensaba que era preciso adelantar a Majotin, «Fru–Fru», espontáneamente, adivinando su pensamiento sin que él la excitase, aceleró su carrera acercándose a Majotin por el lado de las cuerdas, que era el más favorable. Pero Majotin corría demasiado cerca de las cuerdas impidiéndole pasar. Pensó Vronsky que el único recurso que le quedaba era pasarle por el lado de fuera, y apenas lo hubo pensado, cuando ya «Fru–Fru» , cambiando de pata, comenzaba a adelantarle por allí precisamente.

Los flancos de «Fru–Fru» , que empezaban a cubrirse de sudor, estaban ya a la altura de la grupa de su rival.

Corrieron un rato muy juntos el uno del otro, pero al llegar al obstáculo, Vronsky, para pasar más cerca de la cuerda, empleó las bridas y, en el mismo montículo, adelantó a Majotin.

Al pasarle, vio el rostro de su competidor manchado de barro y se le figuró que sonreía. Vronsky le había adelantado, pero le sentía a sus talones y oía incesantemente el galope sostenido y la respiración tranquila, sin muestra de fatiga alguna, de las narices de «Gladiador» .

Los dos obstáculos siguientes, una zanja y una valla, se salvaron con facilidad; pero Vronsky comenzó a sentir más cercano el galope y la respiración del caballo rival. Acució a la yegua y notó con alegría que aumentaba la velocidad fácilmente. El ruido de los cascos de «Gladiador» volvió a sonar a la distancia de antes.

Vronsky estaba a la cabeza de la carrera, como se proponía y como le aconsejara Kord, y ahora se sentía seguro del triunfo. Su emoción, su alegría y su afecto por «Fru–Fru» crecían en él con aquella seguridad.

Habría deseado mirar tras sí, pero no se atrevía y procuraba calmarse y no acuciar a la yegua para que corriese más, a fin de conservar sus fuerzas intactas, como adivinaba que las conservaba «Gladiador».

No quedaba ya más que un obstáculo: el más difícil. Si lo salvaba antes que los demás, llegaría el primero a la meta. Estaba ya cerca de él. Vronsky y «Fru–Fru» lo divisaban desde lejos; y a la vez, su yegua y él experimentaron un instante de vacilación.

Notó la inseguridad de su cabalgadura en un movimiento de sus orejas y levantó la fusta. Pero comprendió en seguida que su temor no tenía ningún fundamento; la yegua sabía lo que tenía que hacer.

«Fru–Fru» adelantó el paso y, con precisión, exactamente como él lo había deseado, se levantó en el aire con gran impulso y se entregó a la fuerza de la inercia, que le lanzó un buen espacio más allá de la zanja. Al mismo paso, sin esfuerzo, sin cambiar de pie, «Fru–Fru» continuó la carrera.

–¡Bravo, Vronsky! –oyó gritar desde un grupo.

Eran los compañeros de su regimiento que estaban próximos a aquel obstáculo, y entre sus voces Vronsky reconoció la de Yachvin, pero no le vio.

«¡Qué encanto de animal», pensaba Vronsky por «FruFru» , mientras aguzaba el oído para saber lo que pasaba detrás.

«También ha saltado», se dijo luego, al sentir cerca de él el galope de «Gladiador» .

Quedaba un obstáculo: una zanja con agua, de una anchura de dos arquinas.

Vronsky no la miraba. Para llegar el primero con mucha ventaja sobre los demás, comenzó a mover las bridas de un modo oblicuo a la marcha del caballo, haciéndole levantar y bajar la cabeza.

Notaba que «Fru–Fru» tenía las fuerzas agotadas: no sólo estaba cubierta de sudor por el cuello y el pecho, sino que hasta en la cabeza y en las finas orejas se le veían también algunas gotas, y respiraba con dificultad, de manera entrecortada. Vronsky confiaba, sin embargo, en que para las doscientas sajens que restaban le sobrarían aún energías.

Por la impresión de sentirse más cerca del suelo y por una peculiar suavidad de los movimientos de « Fru–Fru» , Vronsky se dio cuenta de que su caballo había aumentado la velocidad. Voló sobre la zanja casi sin notarlo, como un pájaro. Pero, en el mismo instante, el jinete advirtió con terror que, no habiéndose apresurado a seguir el impulso del animal, él, sin saber cómo, había hecho un movimiento en falso, un movimiento imperdonable, bajándose con violencia en la silla.

Su situación cambió de repente: comprendió que sucedía algo horrible. Antes de darse cuenta de la velocidad, pasaron a su lado, como un relámpago, las patas blancas del caballo rojo, y Majotin, de un salto, le adelantó. Vronsky tocaba el suelo con un pie y su corcel se inclinaba hacia aquel lado.

Apenas tuvo tiempo de libertar su pierna, cuando « Fru–Fru» cayó de costado, respirando con dificultad y haciendo inútiles esfuerzos para levantarse, irguiendo el fino cuello cubierto de sudor.

Ya en tierra, agitó las patas como un pájaro herido.

El torpe movimiento del jinete le había roto la columna vertebral.

Vronsky no lo supo hasta mucho después. Ahora sólo veía a Majotin alejándose, mientras él, chapoteando en la tierra sucia, permaneció inmóvil junto a la yegua tendida de costado, que respiraba anhelosamente, alargando la cabeza hacia él y mirándole con sus hermosos ojos.

Sin comprender aún lo sucedido, Vronsky tiraba de las bridas del animal.

«Fru–Fru» se agitó de nuevo como un pez fuera del agua, haciendo temblar la silla con la afanosa respiración que henchía sus flancos. Luego levantó las patas delanteras, pero le faltaron fuerzas para erguir las posteriores; vaciló y cayó otra vez de lado.

Con el rostro desfigurado de ira, pálido, temblándole la mandíbula inferior, Vronsky dio un taconazo al animal en el vientre y de nuevo tiró de las riendas. Pero el caballo no se movía. Hundiendo la boca en la tierra miraba a su amo con elocuentes ojos.

–¡Oh! –gimió Vronsky, llevándose las manos a la cabeza–. ¡Oh! ¿Qué he hecho? –gritó–. ¡He perdido la carrera! ¡Y por mi culpa, por mi vergonzosa a imperdonable culpa! ¡Y he perdido mi yegua, mi pobre y querida « Fru–Fru» ! ¿Qué he hecho?

La gente, el médico, su ayudante, los oficiales del regimiento de Vronsky corrieron hacia él. Para su desgracia, se sabía ileso.

El caballo tenía rota la columna vertebral y decidieron rematarlo. Vronsky no pudo contestar a las preguntas, no pudo hablar con nadie. Volvió la espalda a todos y, olvidando recoger su gorra, que había caído en tierra, marchó del hipódromo sin saber él mismo a dónde iba. Se sentía desesperado. Por primera vez en su vida era víctima de una desgracia, una desgracia irremediable de la que sólo él tenía la culpa.Yachvin le alcanzó, llevándole su gorra, y le acompañó hasta la casa. Media hora más tarde, Vronsky había reaccionado. Pero el recuerdo de aquella carrera persistió durante mucho tiempo en su memoria como el más terrible y penoso de su vida.