Ana Karenina I/Capítulo XVII
Capítulo XVII
A las once de la mañana siguiente, Vronsky fue a la estación del ferrocarril de San Petersburgo para esperar a su madre, y a la primera persona que halló en la escalinata del edificio fue a Oblonsky, el cual iba a recibir a su hermana, que llegaba en el mismo tren.
–¡Hola, excelentísimo señor! –gritó Oblonsky –. ¿A quién esperas?
–A mi madre –repuso Vronsky, sonriendo, como todos cuando encontraban a Oblonsky. Y, tras estrecharle la mano, agregó–: Llega hoy de San Petersburgo.
–Te esperé anoche hasta las dos. ¿Adónde fuiste al dejar a los Scherbazky?
–A casa –contestó Vronsky–. Pasé tan agradablemente el tiempo con ellos que no me quedaban ganas de ir a sitio alguno.
–Conozco a los caballos por el pelo y a los jóvenes enamorados por los ojos –declamó Esteban Arkadievich con idéntico tono al empleado con Levin.
Vronsky sonrió como no negando el hecho, pero cambió en seguida de conversación.
–Y tú, ¿a quién esperas?
–¿Yo? a una mujer muy bonita–dijo Oblonsky.
–¡Hola!
–Honni soit qui mal y pense! Espero a mi hermana Ana.
–¡Ah, la Karenina! –observó Vronsky.
–¿La conoces?
–Creo que sí. Es decir, no... Verdaderamente, no recuerdo... –contestó Vronsky distraídamente, relacionándo vagamente aquel apellido, Karenina, con algo aburrido y afectado.
–Pero seguramente conoces a mi célebre cuñado Alexis Alejandrovich. ¡Le conoce todo el mundo!
–Le conozco de nombre y de vista... Sé que es muy sabio, muy inteligente, ¡casi un santo! Pero ya comprenderás que él y yo no frecuentamos los mismos sitios. Él is not in my line –dijo Vronsky.
–Es un hombre notable. Demasiado conservador, pero es una excelente persona –comentó Esteban Arkadievich–. ¡Una excelente persona!
–Mejor para él –repuso Vronsky, sonriendo–. ¡Ah, estás ahí! –dijo, dirigiéndose al alto y anciano criado de su madre–. Entra, entra...
Desde hacía algún tiempo, aparte de la simpatía natural que experimentaba por Oblonsky, venía sintiendo una atracción especial hacia él: le parecía que su parentesco con Kitty les ligaba más.
–¿Qué? ¿Se celebra por fin el domingo la cena en honor de esa «diva»? –preguntó, cogiéndole del brazo.
–Sin falta. Voy a hacer la lista de los asistentes. ¿Conociste ayer a mi amigo Levin? –interrogó Esteban Arkadievich.
–Desde luego. Pero se fue muy pronto, no sé por qué...
–Es un muchacho muy simpático –continuó Oblonsky–. ¿Qué te parece?
–No sé –repuso Vronsky–. En todos los de Moscú, excepto en ti –bromeó–, hallo cierta brusquedad... Siempre están enojados, sublevados contra no sé qué. Parece como si quisieran expresar algún resentimiento...
–¡Toma, pues es verdad! –exclamó Oblonsky, riendo alegremente.
–¿Llegará pronto el tren? –preguntó Vronsky a un empleado.
–Ya ha salido de la última estación –contestó el hombre.
Se notaba la aproximación del convoy por el ir y venir de los mozos, la aparición de gendarmes y empleados, el movimiento de los que esperaban a los viajeros. Entre nubes de helado vapor se distinguían las figuras de los ferroviarios, con sus toscos abrigos de piel y sus botas de fieltro, discurriendo entre las vías. A lo lejos se oía el silbido de una locomotora y se percibía una pesada trepidación.
–No has apreciado bien a mi amigo –dijo Esteban Arkadievich, que deseaba informar a Vronsky de las intenciones de Levin respecto a Kitty–. Reconozco que es un hombre muy impulsivo y que se hace desagradable a veces. Pero con frecuencia resulta muy simpático. Es una naturaleza recta y honrada y tiene un corazón de oro. Mas ayer tenía motivos particulares –continuó con significativa sonrisa, olvidando por completo la compasión que Levin le inspirara el día antes y experimentando ahora el mismo sentimiento afectuoso hacia Vronsky–. Sí: tenía motivos para sentirse muy feliz o muy desdichado.
Vronsky se detuvo y preguntó sin ambages:
–¿Quieres decir que se declaró ayer a tu belle soeur ?
–Quizás –concedió su amigo–. Se me figura que hizo algo así. Pero si se fue pronto y estaba de mal humor, es que... Hace tiempo que se había enamorado. ¡Le compadezco!
–De todos modos, creo que ella puede aspirar a algo mejor–dijo Vronsky.
Y empezó a pasear ensanchando el pecho. Añadió:
–No le conozco bien. Cierto que su situación es difícil en este caso... Por eso casi todos prefieren dirigirse a las... Allí, si fracasas, sólo significa que no tienes dinero. ¡En cambio, en estos otros casos, se pone en juego la propia dignidad! Mira: ya viene el tren.
En efecto, el convoy llegaba silbando. El andén retembló; pasó la locomotora soltando nubes de humo que quedaban muy bajas por efecto del frío, y moviendo lentamente el émbolo de la rueda central. El maquinista, cubierto de escarcha, arropadísimo, saludaba a un lado y a otro. Pasó el ténder, más despacio aún; pasó el furgón, en el cual iba un perro ladrando, y al fin llegaron los coches de viajeros.
El conductor se puso un silbato en los labios y saltó del tren. Luego comenzaron a apearse los pasajeros: un oficial de la guardia, muy estirado, que miraba con altanería en torno suyo; un joven comerciante, muy ágil, que llevaba un saco de viaje y sonreía alegremente; un aldeano con un fardo al hombro...
Vronsky, al lado de su amigo, contemplando a los viajeros que salían, se olvidó de su madre por completo. Lo que acaba de saber de Kitty le emocionó y alegró. Se irguió sin darse cuenta; sus ojos brillaban. Se sentía victorioso.
–La princesa Vronskaya va en aquel departamento ––dijo el conductor, acercándose a él.
Aquellas palabras le despertaron de sus pensamientos, haciéndole recordar a su madre y su próxima entrevista.
En realidad, en el fondo no respetaba a su madre; ni siquiera la quería, aunque de acuerdo con las ideas del ambiente en que se movía, no podía tratarla sino de un modo en sumo grado respetuoso y obediente, tanto más respetuoso y obediente cuanto menos la respetaba y la quería.