Ana Karenina I/Capítulo X
Capítulo X
Levin, al entrar en el restaurante con su amigo, no dejó de observar en él una expresión particular, una especie de alegría radiante y contenida que se manifestaba en el rostro y en toda la figura de Esteban Arkadievich.
Oblonsky se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, pasó al comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, vestidos de frac y con las servilletas bajo el brazo, le rodearon, pegándose materialmente a sus faldones.
Saludando alegremente a derecha a izquierda a los conocidos, que aquí como en todas partes le acogían alegremente, Esteban Arkadievich se dirigió al mostrador y tomó un vasito de vodka acompañándolo con un pescado en conserva, y dijo a la cajera francesa, toda cintas y puntillas, algunas frases que la hicieron reír a carcajadas. En cuanto a Levin, la vista de aquella francesa, que parecía hecha toda ella de cabellos postizos y de poudre de riz y vinaigres de toilette, le producía náuseas. Se alejó de allí como pudiera hacerlo de un estercolero. Su alma estaba llena del recuerdo de Kitty y en sus ojos brillaba una sonrisa de triunfo y de felicidad.
–Por aquí, Excelencia, tenga la bondad. Aquí no importunará nadie a Su Excelencia –decía el camarero tártaro que con más ahínco seguía a Oblonsky y que era un hombre grueso, viejo ya, con los faldones del frac flotantes bajo la ancha cintura–. Haga el favor, Excelencia –decía asimismo a Levin, honrándolo también como invitado de Esteban Arkadievich.
Colocó rápidamente un mantel limpio sobre la mesa redonda, ya cubierta con otro y colocada bajo una lámpara de bronce. Luego acercó dos sillas tapizadas y se paró ante Oblonsky con la servilleta y la carta en la mano, aguardando órdenes.
–Si Su Excelencia desea el reservado, podrá disponer de él dentro de poco. Ahora lo ocupa el príncipe Galitzin con una dama... Hemos recibido ostras francesas.
–¡Caramba, ostras!
Esteban Arkadievich reflexionó.
–¿Cambiamos el plan, Levin? –preguntó, poniendo el dedo sobre la carta.
Y su rostro expresaba verdadera perplejidad.
–¿Sabes si son buenas las ostras? –interrogó.
–De Flensburg, Excelencia. De Ostende no tenemos hoy.
–Pasemos porque sean de Flensburg, pero ¿son frescas?
–Las hemos recibido ayer.
–¿Entonces empezamos por las ostras y cambiamos el plan?
–Me es indiferente. A mí lo que más me gustaría sería el schi y la kacha , pero aquí no deben de tener de eso.
–¿El señor desea kacha à la russe? –preguntó el tártaro, inclinándose hacia Levin como un aya hacia un niño.
–Bromas aparte, estoy conforme con lo que escojas –dijo Levin a Oblonsky–. He patinado mucho y tengo apetito. –Y añadió, observando una expresión de descontento en el rostro de Esteban Arkadievich–: No creas que no sepa apreciar tu elección. Estoy seguro de que comeré muy a gusto.
–¡No faltaba más! Digas lo que quieras, el comer bien es uno de los placeres de la vida –repuso Esteban Arkadievich–. Ea, amigo: tráenos primero las ostras. Dos –no, eso sería poco–, tres docenas... Luego, sopa juliana...
–Printanière, ¿no? –corrigió el tártaro.
Pero Oblonsky no quería darle la satisfacción de mencionar los platos en francés.
–Sopa juliana, juliana, ¿entiendes? Luego rodaballo, con la salsa muy espesa; luego... rosbif, pero que sea bueno, ¿eh? Después, pollo y algo de conservas.
El tártaro, recordando la costumbre de Oblonsky de no nombrar los manjares con los nombres de la cocina francesa, no quiso insistir, pero se tomó el desquite, repitiendo todo lo encargado tal como estaba escrito en la carta.
–Soupe printanière, turbot à la Beaumarchais, poularde à l'estragon, macedoine de fruits...
Y en seguida después, como movido por un resorte, cambió la carta que tenía en las manos por la de los vinos y la presentó a Oblonsky.
–¿Qué bebemos?
–Lo que quieras; acaso un poco de... champaña –indicó Levin.
–¿Champaña para empezar? Pero bueno, como tú quieras. ¿Cómo te gusta? ¿Carta blanca?
–Cachet blanc –dijo el tártaro.
–Sí: esto con las ostras. Luego, ya veremos.
–Bien, Excelencia. ¿De vinos de mesa?
–Tal vez Nuit... Pero no: vale más el clásico Chablis.
–Bien. ¿Tomará Su Excelencia su queso?
–Sí: de Parma. ¿O prefieres otro?
–A mí me da lo mismo –dijo Levin, sin poder reprimir una sonrisa.
El tártaro se alejó corriendo, con los faldones de su frac flotándole hacia atrás, y cinco minutos más tarde volvió con una bandeja llena de ostras ya abiertas en sus conchas de nácar y con una botella entre los dedos.
Esteban Arkadievich arrugó la servilleta almidonada, colocó la punta en la abertura del chaleco y, apoyando los brazos sobre la mesa, comenzó a comer las ostras.
–No están mal –dijo, mientras separaba las–ostras de las conchas con un tenedorcito de plata y las engullía una tras otra–. No están mal –repitió, mirando con sus brillantes ojos, ora a Levin, ora al tártaro.
Levin comió ostras también, aunque habría preferido queso y pan blanco, pero no podía menos de admirar a Oblonsky.
Hasta el mismo tártaro, después de haber descorchado la botella y escanciado el vino espumoso en las finas copas de cristal, contempló con visible placer a Esteban Arkadievich, mientras se arreglaba su corbata blanca.
–¿No te gustan las ostras? –preguntó éste a Levin–. ¿O es que estás preocupado por algo?
Deseaba que Levin se sintiese alegre. Levin no estaba triste, se sentía sólo a disgusto en el ambiente del restaurante, que contrastaba tanto con su estado de ánimo de aquel momento. No, no se encontraba bien en aquel establecimiento con sus reservados donde se llevaba a comer a las damas; con sus bronces, sus espejos y sus tártaros. Sentía la impresión de que aquello había de mancillar los delicados sentimientos que albergaba su corazón.
–¿Yo?–. Sí, estoy preocupado... Además, a un pueblerino como yo, no puedes figurarte la impresión que le causan estas cosas. Es, por ejemplo, como las uñas de aquel señor que me presentaste en tu oficina.
–Ya vi que las uñas del pobre Grinevich te impresionaron mucho –dijo Oblonsky, riendo.
–¡Son cosas insoportables para mí! –repuso Levin–. Ponte en mi lugar, en el de un hombre que vive en el campo. Allí procuramos tener las manos de modo que nos permitan trabajar más cómodamente; por eso nos cortamos las uñas y a veces nos remangamos el brazo... En cambio, aquí la gente se deja crecer las uñas todo lo que pueden dar de sí y se pone unos gemelos como platos para acabar de dejar las manos en estado de no poder servir para nada.
Esteban Arkadievich sonrió jovialmente.
–Señal de que no es preciso un trabajo rudo, que se labora con el cerebro... –alegó.
–Quizá. Pero de todos modos a mí eso me causa una extraña impresión; como me la causa el que nosotros los del pueblo procuremos comer deprisa para ponernos en seguida a trabajar otra vez, mientras que aquí procuráis no saciaros demasiado aprisa y por eso empezáis por comer ostras.
–Naturalmente –repuso su amigo–. El fin de la civilización consiste en convertir todas las cosas en un placer.
–Pues si ése es el fin de la civilización, prefiero ser un salvaje.
–Eres un salvaje sin necesidad de eso. Todos los Levin lo sois.
Levin suspiró. Recordó a su hermano Nicolás y se sintió avergonzado y dolorido. Arrugó el entrecejo.
Pero ya Oblonsky le hablaba de otra cosa que distrajo su atención.
–¿Visitarás esta noche a los Scherbazky? ¿Quiero decir a...? –agregó, separando las conchas vacías y acercando el queso, mientras sus ojos brillaban de manera significativa.
–No dejaré de ir –repuso Levin–, aunque creo que la Princesa me invitó de mala gana.
–¡No digas tonterías! Es su modo de ser. Sírvanos la sopa, amigo –dijo Oblonsky al camarero–. Es su manera de grande dame. Yo también pasaré por allí, pero antes he de estar en casa de la condesa Bonina. Hay allí un coro, que... Como te decía, eres un salvaje... ¿Cómo se explica tu desaparición repentina de Moscú? Los Scherbazky no hacían más que preguntarme por ti, como si yo pudiera saber... Y sólo sé una cosa: que haces siempre lo contrario que los demás.
–Tienes razón: soy un salvaje –concedió Levin, hablando lentamente, pero con agitación–, pero si lo soy, no es por haberme ido entonces, sino por haber vuelto ahora.
–¡Qué feliz eres! –interrumpió su amigo, mirándole a los ojos.
–¿Por qué?
–Conozco los buenos caballos por el pelo y a los jóvenes enamorados por los ojos –declaró Esteban Arkadievich–. El mundo es tuyo... El porvenir se abre ante ti...
–¿Acaso tú no tienes ya nada ante ti?
–Sí, pero el porvenir es tuyo. Yo tengo sólo el presente, y este presente no es precisamente de color de rosa.
–¿Y eso?
–No marchan bien las cosas... Pero no quiero hablar de mí, y además no todo se puede explicar –dijo Esteban Arkadievich–. Cambia los platos –dijo al camarero. Y prosiguió–: Ea, ¿a qué has venido a Moscú?
–¿No lo adivinas? –contestó Levin, mirando fijamente a su amigo, sin apartar de él un instante sus ojos profundos.
–Lo adivino, pero no soy el llamado a iniciar la conversación sobre ello... Juzga por mis palabras si lo adivino o no –dijo Esteban Arkadievich con leve sonrisa.
–Y entonces, ¿qué me dices? –preguntó Levin con voz trémula, sintiendo que todos los músculos de su rostro se estremecían–. ¿Qué te parece el asunto?
Oblonsky vació lentamente su copa de Chablis sin quitar los ojos de Levin.
–Por mi parte –dijo– no desearía otra cosa. Creo que es lo mejor que podría suceder.
–¿No te equivocas? ¿Sabes a lo que te refieres? –repuso su amigo, clavando los ojos en él–. ¿Lo crees posible?
–Lo creo. ¿Por qué no?
–¿Supones sinceramente que es posible? Dime todo lo que piensas. ¿No me espera una negativa? Casi estoy seguro...
–¿Por qué piensas así? –dijo Esteban Arkadievich, observando la emoción de Levin.
–A veces lo creo, y esto fuera terrible para mí y para ella.
–No creo que para ella haya nada terrible en esto. Toda muchacha se enorgullece cuando piden su mano.
–Todas sí; pero ella no es como todas.
Esteban Arkadievich sonrió. Conocía los sentimientos de su amigo y sabía que para él todas las jóvenes del mundo estaban divididas en dos clases: una compuesta por la generalidad de las mujeres, sujetas a todas las flaquezas, y otra compuesta sólo por «ella» , que no tenía defecto alguno y estaba muy por encima del género humano.
–¿Qué haces? ¡Toma un poco de salsa! –dijo, deteniendo la mano de Levin, que separaba la fuente.
Levin, obediente, se sirvió salsa; pero impedía, con sus preguntas, que Esteban Arkadievich comiera tranquilo.
–Espera, espera –dijo–. Comprende que esto para mí es cuestión de vida o muerte. A nadie he hablado de ello. Con nadie puedo hablar, excepto contigo. Aunque seamos diferentes en todo, sé que me aprecias y yo te aprecio mucho también. Pero, ¡por Dios!, sé sincero conmigo.
–Yo te digo lo que pienso –respondió Oblonsky con una sonrisa–. Te diré más aún: mi esposa, que es una mujer extraordinaria... Suspiró, recordando el estado de sus relaciones con ella y, tras un breve silencio, continuó:–Tiene el don de prever los sucesos. Adivina el carácter de la gente y profetiza los acontecimientos... sobre todo si se trata de matrimonios... Por ejemplo: predijo que la Schajovskaya se casaría con Brenteln.
Nadie quería creerlo. Pero resultó. Pues bien: está de tu parte.
–¿Es decir, que...?
–Que no sólo simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será indudablemente tu esposa.
Al oír aquellas palabras, el rostro de Levin se iluminó con una de esas sonrisas tras de las que parecen próximas a brotar lágrimas de ternura.
–¡Conque dice eso! –exclamó–. Siempre he opinado que tu esposa era una mujer admirable. Bien; basta.
No hablemos más de eso –añadió, levantándose.
–Bueno, pero siéntate.
Levin no podía sentarse. Dio un par de vueltas con sus firmes pasos por la pequeña habitación, pestañeando con fuerza para dominar sus lágrimas, y sólo entonces volvió a instalarse en su silla.
–Comprende –dijo– que esto no es un amor vulgar. Yo he estado enamorado, pero no como ahora. No es ya un sentimiento, sino una fuerza superior a mí que me lleva a Kitty. Me fui de Moscú porque pensé que eso no podría ser, como no puede ser que exista felicidad en la tierra. Luego he luchado conmigo mismo y he comprendido que sin ella la vida me será imposible. Es preciso que tome una decisión.
–¿Por qué te fuiste?
–¡Ah, espera, espera! ¡Se me ocurren tantas cosas para preguntarte! No sabes el efecto que me han causado tus palabras. La felicidad me ha convertido casi en un ser indigno. Hoy me he enterado de que mi hermano Nicolás está aquí, ¡y hasta de él me había olvidado, como si creyera que también él era feliz! ¡Es una especie de locura! Pero hay una cosa terrible. A ti puedo decírtela, eres casado y conoces estos sentimientos... Lo terrible es que nosotros, hombres ya viejos y con un pasado... y no un pasado de amor, sino de pecado... nos acercamos a un ser puro, a un ser inocente. ¡No me digas que no es repugnante! Por eso uno no puede dejar de sentirse indigno.
–Y no obstante a ti de pocos pecados puede culpársete.
–Y sin embargo, cuando considero mi vida, siento asco, me estremezco y me maldigo y me quejo amargamente... Sí.
–Pero ¡qué quieres! El mundo es así –dijo Esteban Arkadievich.
–Sólo un consuelo nos queda, y es el de aquella oración tan bella de que siempre me acuerdo: «Perdónanos, Señor, no según nuestros merecimientos, sino según tu misericordia». Sólo así me puede perdonan.