Amor de madre (Palma)

Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
Amor de madre (Palma)


Crónica de la época del virrey «brazo de plata»

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(A Juana Manuela Gorriti)


Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales personajes de esta tradición, pecado venial que hemos cometido en «La emplazada» y alguna otra. Poco significan los nombres si se cuida de no falsear la verdad histórica; y bien barruntará el lector que razón, y muy poderosa, habremos tenido para desbautizar prójimos.

En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el Excmo. Sr. D. Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendador de Zarza en la orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú por su majestad D. Carlos II. Además de su hija doña Josefa y de su familia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fue trasladado al de estos reinos, algunos soldados españoles. Distinguíase entre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, D. Fernando de Vergara, hijodalgo extremeño, capitán de gentileshombres lanzas; y contábase de el que entre las bellezas mexicanas no había dejado la reputación austera de monje benedictino. Pendenciero, jugador y amante de dar guerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza, y el virrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si resultaba verdad aquello de «estado muda costumbres».

Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que la hacían el partido más codiciable de la ciudad de los reyes. Su bisabuelo había sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde Ribera, de Martín de Alcántara y de Diego Maldonado el Rico, uno de los conquistadores más favorecidos por Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac. El emperador lo acordó el uso de Don, y algunos años después los valiosos presentes que enviaba a la corona lo alcanzaron la merced de un hábito de Santiago. Con un siglo a cuestas, rico y ennoblecido, pensó nuestro conquistador que no tenía ya misión sobre este valle de lágrimas, y en 1604 lió el petate, legando al mayorazgo en propiedades rústicas y urbanas un caudal que se estimó entonces en un quinto de millón.

El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la joven se halló huérfana a la edad de veinte años, bajo el amparo de un tutor y envidiada por su inmensa riqueza.

Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta limeña se estableció en breve la más cordial amistad. Evangelina tuvo así motivo para encontrarse frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán de gentileshombres, que a fuer de galante no desperdició coyuntura para hacer su corte a la doncella; la que al fin, sin confesar la inclinación amorosa que el hidalgo extremeño había sabido hacer brotar en su pecho, escuchó con secreta complacencia la propuesta de matrimonio con don Fernando. El intermediario era el virrey nada menos, y una joven bien adoctrinada no podía inferir desaire a tan encumbrado padrino.

Durante los cinco primeros años de matrimonio, el capitán Vergara olvidó su antigua vida de disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda su felicidad: era, digámoslo así, un marido ejemplar.

Pero un día fatal hizo el diablo que D. Fernando acompañase a su mujer a una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólo se jugaba la clásica malilla abarrotada, sino que alrededor de una mesa con tapete verde se hallaban congregados muchos devotos de los cubículos. La pasión del juego estaba sólo adormecida en el alma del capitán, y no es extraño que a la vista de los dados se despertase con mayor fuerza. Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa noche veinte mil pesos.

Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su manera de ser, y volvió a la febricitante existencia del jugador. Mostrándosele la suerte cada día más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de sus hijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en ese abismo sin fondo que se llama el desquite.

Entre sus compañeros de vicio había un joven marqués a quien los dados favorecían con tenacidad, y D. Fernando tomó a capricho luchar contra tan loca fortuna. Muchas noches lo llevaba a cenar a la casa de Evangelina, y terminada la cena, los dos amigos se encerraban en una habitación a descamisarse, palabra que en el tecnicismo de los jugadores tiene una repugnante exactitud.

Decididamente, el jugador y el loco son una misma entidad. Si algo empequeñece, a mi juicio, la figura histórica del emperador Augusto es que, según Suetonio, después de cenar jugaba a pares y nones.

En vano Evangelina se esforzaba para apartar del precipicio al desenfrenado jugador. Lágrimas y ternezas, enojos y reconciliaciones fueron inútiles. La mujer honrada no tiene otras armas que emplear sobre el corazón del hombre amado.

Una noche la infeliz esposa se encontraba ya recogida en su lecho, cuando la despertó D. Fernando pidiéndole el anillo nupcial. Era éste un brillante de crecidísimo valor. Evangelina se sobresaltó; pero su marido calmó su zozobra, diciéndola que trataba sólo de satisfacer la curiosidad de unos amigos que dudaban del mérito de la preciosa alhaja.

¿Qué había pasado en la habitación donde se encontraban los rivales de tapete? D. Fernando perdía una gran suma, y no teniendo ya prenda que jugar, se acordó del espléndido anillo de su esposa.

La desgracia es inexorable. La valiosa alhaja lucía pocos minutos más tarde en el dedo anular del ganancioso marqués.

D. Fernando se estremeció de vergüenza y remordimiento. Despidiose el marqués y Vergara lo acompañaba a la sala; pero al llegar a ésta, volvió la cabeza hacia una mampara que comunicaba al dormitorio de Evangelina, y al través de los cristales viola sollozando de rodillas ante una imagen de María.

Un vértigo horrible se apoderó del espíritu de D. Fernando, y rápido como el tigre, se abalanzó sobre el marqués y le dio tres puñaladas por la espalda.

El desventurado huyó hacia el dormitorio, y cayó exánime delante del lecho de Evangelina.


El conde de la Monclova, muy joven a la sazón, mandaba una compañía en la batalla de Arras, dada en 1654. Su denuedo lo arrastró a lo más reñido de la pelea, y fue retirado del campo medio moribundo. Restableciose al fin, pero con pérdida del brazo derecho, que hubo necesidad de amputarle. Él lo sustituyó con otro plateado, y de aquí vino el apodo con que en México y en Lima lo bautizaron.

El virrey Brazo de plata, en cuyo escudo de armas se leía este mote: Ave María gratia plena, sucedió en el gobierno del Perú al ilustre don Melchor de Navarra y Rocafull. «Con igual prestigio que su antecesor, aunque con menos dotes administrativas -dice Lorente-, de costumbres puras, religioso, conciliador y moderado, el conde de la Monclova edificaba al pueblo con su ejemplo, y los necesitados le hallaron siempre pronto a dar de limosna sus sueldos y las rentas de su casa».

En los quince años cuatro meses que duró el gobierno de Brazo de plata, período a que ni hasta entonces ni después llegó ningún virrey, disfrutó el país de completa paz; la administración fue ordenada y se edificaron en Lima magníficas casas. Verdad que el tesoro público no anduvo muy floreciente; pero fue por causas extrañas a la política. Las procesiones y fiestas religiosas de entonces recordaban, por su magnificencia y lujo, los tiempos del conde de Lemos. Los portales, con sus ochenta y cinco arcos, cuya fábrica se hizo con gasto de veinticinco mil pesos, el Cabildo y la galería de palacio fueron obra de esa época.

En 1694 nació en Lima un monstruo con dos cabezas y rostros hermosos, dos corazones, cuatro brazos y dos pechos unidos por un cartílago. De la cintura a los pies poco tenía de fenomenal, y el enciclopédico limeño D. Pedro de Peralta escribió con el título de Desvíos de la naturaleza un curioso libro, en que, a la vez que hace una minuciosa descripción anatómica del monstruo, se empeña en probar que estaba dotado de dos almas.

Muerto Carlos el Hechizado en 1700, Felipe V, que lo sucedió, recompensó al conde de la Monclova haciéndolo grande de España.

Enfermo, octogenario y cansado del mando, el virrey Brazo de plata instaba a la corte para que se le reemplazase. Sin ver logrado este deseo, falleció el conde de la Monclova el 22 de septiembre de 1702, siendo sepultado en la catedral, y su sucesor, el marqués de Castel-dos-Ríus, no llegó a Lima sino en julio de 1707.

Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando en palacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada ya con su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito de Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica. En mayo de 1710 se trasladó doña Josefa Portocarrero Lazo de la Vega al nuevo convento, del que fue la primera abadesa.

Cuatro meses después de su prisión, la Real Audiencia condenaba a muerte a D. Fernando de Vergara. Éste desde el primer momento había declarado que mató al marqués con alevosía, en un arranque de desesperación de jugador arruinado. Ante tan franca confesión no quedaba al tribunal más que aplicar la pena.

Evangelina puso en juego todo resorte para libertar a su marido de una muerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el día designado para el suplicio del criminal. Entonces la abnegada y valerosa Evangelina resolvió hacer, por amor al nombre de sus hijos, un sacrificio sin ejemplo.

Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos de hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, y expuso: que D. Fernando había asesinado al marqués, amparado por la ley: que ella era adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó de sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.

La frecuencia de las visitas del marqués a la casa de Evangelina, el anillo de ésta como gaje de amor en la mano del cadáver, las heridas por la espalda, la circunstancia de haberse hallado al muerto al pie del lecho de la señora y otros pequeños detalles eran motivos bastantes para que el virrey, dando crédito a la revelación, mandase suspender la sentencia.

El juez de la causa se constituyó en la cárcel para que D. Fernando ratificara la declaración de su esposa. Mas apenas terminó el escribano la lectura, cuando Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzó una espantosa carcajada.

¡El infeliz se había vuelto loco!

Pocos años después, la muerte cernía sus alas sobre el casto lecho de la noble esposa, y un austero sacerdote prodigaba a la moribunda los consuelos de la religión.

Los cuatro hijos de Evangelina esperaban arrodillados la postrera bendición maternal. Entonces la abnegada víctima, forzada por su confesor, les reveló el tremendo secreto: «El mundo olvidará -les dijo- el nombre de la mujer que os dio la vida; pero habría sido implacable para con vosotros si vuestro padre hubiese subido los escalones del cadalso. Dios, que lee en el cristal de mi conciencia, sabe que ante la sociedad perdí mi honra, porque no os llamasen un día los hijos del ajusticiado».