Amor, honor y valor
I - El ejército De trompas y de atambores retumba marcial estruendo, que en las torres de Pavía repite gozoso el eco, porque a libertarlas viene de largo y penoso cerco el ejército del César contra el del francés soberbio. Aquel reducido y corto, este numeroso y fiero; el uno descalzo y pobre, el otro de galas lleno. Pero el marqués de Pescara, hijo ilustre y predilecto del valor y la victoria, tiene de aquel el gobierno. Porque los jefes ancianos y los príncipes excelsos que lo mandan, se someten a su fortuna y su esfuerzo; y en él gloriosos campean los invictísimos tercios españoles, cuya gloria es pasmo del universo. Manda las francesas huestes el rey Francisco primero, que ve las del quinto Carlos con orgulloso desprecio. Y juzgando un imposible que osen venir a su encuentro con tan cortos escuadrones, con tan escasos pertrechos, no a la batalla, al alcance prepárase, repitiendo: «Para la cobarde fuga levantan el campamento.» En tanto de él, en buen orden y en sosegado concierto (después de dar a las llamas y de hacer pasto del fuego las tiendas y los reparos, las barracas y repuestos), salen a coger laureles los imperiales guerreros, de Nápoles el ilustre visorrey al frente de ellos, en un caballo rüano, que es del Vesubio remedo. Ricas armas refulgentes, en que dan vivos destellos las labores de oro y plata del sol naciente al reflejo lleva, y sobre el rico almete, en la cimera sujeto, penacho amarillo y rojo, que mece apacible viento. Cien alabardas de escolta cércanle; delante, enhiesto, va su pendón, y le siguen personajes de respeto. En el escuadrón segundo, de un arnés blanco cubierto, y de un sayo de brocado, en un frisón corpulento pasa de Borbón el duque: ¡lástima que tan egregio príncipe, contra su patria y su rey combata ciego! Entre los varios señores y famosos caballeros que le acompañan, descuella por lo galán y lo apuesto el joven marqués del Vasto, armado de azules veros, con blancas y azules plumas, gallardas alas del yelmo. En un pisador castaño que con la espuma del freno, escarcha en copos de plata los azules paramentos, su destreza de jinete, con corvetas y escarceos, y su agilidad de mozo va, presumido, luciendo. Tras de este escuadrón segundo marcha el escuadrón tercero, y Alarcón a su cabeza, cana barba, rostro serio, armas fuertes, mas sin brillo, corcel alto, duro, recio, una refornida lanza que empuña un puño de hierro; sin visera ni penacho, capacete de gran peso, y sobreveste y gualdrapa, ambas de velludo negro, sin recamadas insignias, sin divisas ni embelecos, eran, como lo era siempre, su simple y marcial arreo. Siguen tras los hombres de armas los escuadrones ligeros, y de Cívita-Santángel el marqués al frente de ellos. Joven, valiente y gallardo, ignorando va risueño que a manos de un rey la muerte le aguarda a pocos momentos. Rico y galán sayo viste de purpúreo terciopelo: ¡Harto pronto con su sangre más purpúreo ha de ponerlo! De un cuartago de Calabria, causa de su fin funesto, rige las flexibles bridas, que cortadas serán luego. Las triunfadoras banderas donde desarrolla el viento los castillos y leones, ya de dos mundos respeto, y que adorna la fortuna de palma y laurel eternos, dondequiera que tremolan en entrambos hemisferios, la invencible infantería de los españoles tercios, en bien formadas escuadras, sigue por lado diverso. Descalza, pero contenta; pobre, mas de noble esfuerzo tan rica, que a sus hazañas es el orbe campo estrecho. El valor y gracia reinan, y de la muerte el desprecio, en sus ordenadas filas, de frugalidad modelo, y que de vencer seguras llenan de coplas el viento, con apodos y con vayas de andaluces a gallegos. A sus bravos capitanes, humildes obedeciendo, forman un bosque de picas cuyas puntas son luceros, y donde los arcabuces, preñados de rayo y trueno, van pronto a llenar el aire de humo, plomo, muerte y miedo. Allí el capitán Quesada, allí el capitán Cisneros, y Santillana, el alférez, y Bermúdez, el sargento, y Roldán el sevillano, extremado arcabucero, y mil y mil allí estaban, gloria del hispano suelo, cuyos inmortales nombres la fama guarda del tiempo, y al pronunciarlos palpita de todo español el pecho. Con un limpio coselete, del sol envidia y espejo, con celada borgoñona sin cimera ni plumero, y con sus calzas de grana, y con su jubón eterno de raso carmesí, llega después de dejar dispuesto como caudillo el ataque, y como caudillo experto, el gran marqués de Pescara en su tordillo ligero. En su diestra centellea un estoque de Toledo, y un broquel redondo embraza con una muerte en el medio. Viene, y se coloca al frente de los españoles tercios, de sus planes y esperanzas con gran razón fundamento. Y con el semblante afable, y con el rostro risueño, responde a sonoros vivas en sazonado gracejo. Detrás de los españoles, tardos marchan los tudescos, que apiñados parecían muro movible de cuerpos. Sus amarillos pendones las águilas del Imperio ostentan, y lentamente las siguen con gran silencio. Micer Jorge de Austria, anciano de gran valor y respeto, va a su frente en un morcillo que hunde donde pisa el suelo. Lleva arnés empavonado, y devoto hasta el extremo, con franciscana capucha el casco y gorjal cubiertos. Las últimas que desfilan y salen del campamento, son las banderas de Italia en pelotones pequeños. Dos culebrinas de bronce y una lombarda de hierro, son toda la artillería para tan terrible empeño. Don César Napolitano, caudillo bizarro y diestro, y el capitán Papacodo vienen a su frente puestos. Ya los franceses cañones, cuyo número era inmenso, contra estas huestes lanzaban muerte envuelta en humo y fuego. Y ya viva escaramuza se iba rápida encendiendo, entre avanzados jinetes y alentados ballesteros, y aun del incendiado campo llegan a ocupar sus puestos a todo correr soldados, y a escape los caballeros. Solo entre tantos no acude, cuando siempre es el primero, el gallardo don Alonso de Córdoba, y lo echan menos, porque de un noble el retardo en tan críticos momentos, es mucho más reparable, porque debe dar ejemplo. Y por esperarle todos miran hacia el campamento, donde con grande sorpresa ven, y quédanse suspensos, que su tienda solamente no es ya de las llamas cebo, y que aún intacta descuella entre el general incendio. II - La tienda Entre humos, llamas, cenizas, que volando en remolinos del abandonado campo, al sol ofuscan el brillo, de don Alonso la tienda tiene desde lejos fijos de la multitud los ojos, la atención de sus amigos. Aderezado un overo cerca de ella, altos relinchos da, y huella y escarba el polvo, no cabiendo ya en sí mismo. Porque la mano en el diestro tiene sujeto su brío un paje, que también tiene un lanzón con pendoncillo. Están dentro de la tienda, a un lado, sentada en rico almohadón de terciopelo sobre tapete morisco, una gallarda señora con semblante dolorido, teniendo en sus bellos brazos dos hermosísimos niños. Y en pie, a su frente, un joven de brillante arnés vestido, la cabeza sin almete y el rostro contemplativo. Dos luceros son los ojos de aquella dama o prodigio, que a las mejillas de nácar le dan perlas por rocío. Las negras y luengas trenzas con negligente prendido dan más blancura a su frente, dan a sus ojos más brillo, dan más carmín a sus labios de amor poderoso hechizo, dibujando un albo cuello y un seno de ángeles nido; pues viendo en él agrupados a los dos infantes lindos, el llamarle de esta suerte no es exagerado estilo. El mancebo, armado, muestra, en aspecto y atavío, de su linaje lo ilustre y de su cuna lo rico. Es el noble don Alonso de Córdoba, que cautivo de un amor firme, combate por salir de un laberinto. Del gran marqués de Alcaudete hermano, y aun presuntivo heredero, aquella hermosa ha tiempo tiene consigo, con disgusto y con despecho, no solo del marqués mismo, sino de otros dos hermanos capitanes de gran brío, que en las huestes españolas con el de Pescara invicto, para avalorar su nombre ocupan honroso sitio. La dama, en ilustre sangre, al joven esclarecido no iguala, es cierto, mas junta a los altos atractivos de la gracia y la belleza, del donaire y señorío, y de los ojos de fuego, y del hablar argentino, tal bondad y tal ternura, tan cultivado y pulido entendimiento y modales tan dulces, gratos y finos, que de don Alonso tienen disculpa los extravíos, por prenda en quien tantas dotes colocar el cielo quiso; pues amor y entendimiento y valor, siempre se ha dicho que igualarlo pueden todo: y no es error el decirlo. Ella es honrada, aunque humilde, y para hombre bien nacido el honor de las mujeres no es juguete de capricho. Y si es que tiene de padre ya la obligación consigo, con Dios y con los sensatos se ve en grande compromiso. Don Alonso, caballero de tan altos requisitos, cuando va a exponer la vida a un inminente peligro (siempre solemne momento en que entra el hombre en sí mismo, porque voces que no mienten le dan interiores gritos), revuelve allá en su cabeza mil encontrados arbitrios para entre el mundo y el cielo encontrar algún camino. Su pecho es campo en que luchan irritados enemigos, preocupaciones, afectos, miramientos y cariños. Y con los brazos cruzados, el rostro helado y marchito, desencajados los ojos, convulsos los labios fríos, hecha pedazos el alma, el corazón derretido, quisiera que un rayo ardiente le clavara en aquel sitio. La dama, que no sospecha el confuso laberinto en que se pierde su amante, demudado y discursivo, creyendo que el amor sólo detiene su heroico brío, en momento en que el retardo pone el honor en peligro, sollozando: «¿Qué os detiene, -dice-, amado dueño mío, cuando las tropas os llaman y os espera el enemigo? »Volad, que yo no os detenga; volad, señor, os suplico, vuestro nombre y vuestra fama son antes que yo y mis hijos.» De tal labio, don Alonso, al escuchar tal aviso, que fue del honor espuela y del amor incentivo, en sí torna, se resuelve, y dando un largo suspiro, como lo da el que cansado sale de un profundo abismo: «Decís bien, señora -exclama-; mas venid a ser testigo de que pago cuanto debo a Dios, a vos y a mí mismo.» Cálase el yelmo; del brazo en frenético delirio ase a la dama, que aprieta contra su seno a los niños. Sale con ella y con ellos, monta en el overo altivo, acomoda en la gurupa a su dama y a sus hijos, y hacia el campo de batalla a escape toma el camino, en velocidad y en fuego rayo o disparado tiro. Todos cuantos le esperaban reconócenlo al proviso, de que traiga, avergonzados, tal embarazo consigo. La lenguaraz soldadesca prorrumpe en picantes dichos, pues no hay respeto que imponga freno al vulgacho maligno. Y los dos nobles hermanos de don Alonso, ofendidos, de enojo y cólera ciegos, en tierra los ojos fijos, temiéndose nueva afrenta en tal hora y en tal sitio, con las viseras esconden los rostros excandecidos. III - El caballero Sin templar las flojas bridas, ni dar descanso a la espuela, el ilustre don Alonso a do están los tercios llega; dando al desprecio las burlas, sordo haciéndose a la befa de licenciosos soldados y de desatadas lenguas, ante el marqués de Pescara, que siente tal ocurrencia, y que está suspenso y grave, pone fin a la carrera. Desocupa los arzones, a niños y madre apea, y con firme acento dice, alzándose la visera: «Marqués de Pescara egregio, pues circula en vuestras venas sangre tan noble y cristiana como el mundo reverencia, »no extrañaréis el que un noble, que de cristiano se precia, sus obligaciones cumpla y satisfaga sus deudas; »ni que un valiente soldado que a combatir marcha, quiera para entrar con más empeño, dejar mayores riquezas. »Ni que tranquila su alma al lance llevar pretenda, porque si es del valor centro, mayor valor hay en ella. »Yo estoy obligado y debo, mil bienes se me presentan que asegurar, y mi alma la tranquilidad anhela. »Bajo vuestro patrocinio cumpla, pues, pague, enriquezca, mi alma tranquilice, y obre según Dios y mi conciencia. »Al capellán que os asiste mandadle, señor, que venga, y que me case ahora mismo aquí con doña Teresa. »Y bendecido mi enlace, estos dos ángeles sean hijos legítimos míos, purgados de toda afrenta. »Y si el cielo dispusiese que yo caiga en la pelea, habrá quien me sustituya en lealtad y en fortaleza.» Calló; y el Pescara insigne y los jefes que le cercan, conmovidos y admirados, tan cristiano empeño aprueban. Viene el capellán al punto en una mula; se apea, de don Alonso elogiando acción tan gallarda y buena. Entusiasmo por las filas cunde con la extraña nueva, porque una acción generosa tiene mágica influencia. Y un ejército, testigo siendo de la boda, hecha fue con los sagrados ritos que a sacramento la elevan. Desmáyase la señora, y en los brazos la sustenta su esposo, que a entrambos niños contra la coraza aprieta. Se enternece el sacerdote, Pescara los brazos echa al regocijado novio, y da mil enhorabuenas. El ejército, de vivas, admirado el aire llena. Vienen los amigos todos, todos los curiosos llegan. Y de don Alonso entonces ya no tienen resistencia los enojados hermanos, y entre sus brazos lo estrechan; y despojándose afables de anillos y de cadenas, unos dan a su cuñada, otros en los niños cuelgan. De cordialidad, de gozo, y de dicha tal escena formando, en aquel momento, que a un mármol enterneciera. Pero los instantes urgen: don Alonso, activo, ordena a su esposa y a sus hijos retirar de allí a gran priesa; porque ya silban las balas, y ya cruzan las saetas, y las trompas y atambores dan de combatir la seña; y cabalgando ligero, la lanza en la cuja puesta, vuelto al marqués de Pescara dice así con voz resuelta: «Por uno antes combatía, porque uno tan solo era, mas hoy combatir por cuatro quiero que el mundo me vea: »Por mí, por mis tiernos hijos y por mi esposa discreta: Vos veréis, caudillo excelso, si sé hacerlo, aunque perezca.» Revuelve el potro, la lanza en el ristre a punto puesta. Y en lo más trabado y recio entrose de la pelea. Síguenle sus dos hermanos; y de los tres las proezas en aquel tremendo día, que a España de gloria llena fueron tales, que lograron aplausos y recompensas, y en el clarín de la fama nombre inmortal, gloria eterna.