Acto I
Amar por señas
de Tirso de Molina
Acto II

Acto II



Salen FELIPO, leyendo en voz alta una carta,
CARLOS, ENRIQUE, BEATRIZ, y don GABRIEL


FELIPO:

 “Duque primo; aunque con mi gusto y permisión se partió mi hermano
a desposarse con Beatriz vuestra hija, importa a mi servicio que por
agora se suspenda ese casamiento o se ejecute con su hermana Clemencia.
Yo estoy viudo, Francia sin heredero, Beatriz digna de más alta fortuna,
vos propincuo a nuestra sangre, y mi corona deseosa de sujeto que la merezca.
Considera las mejoras que de esta acción se os siguen, y la obligación que os
corre a cumplir lo que os ordeno. Yo el Rey”
Estoy el rey nuestro señor
 me escribe.

CARLOS:

Fuerza ha de ser,
por no irritar su rigor,
sentir, al obedecer,
los malogros de mi amor.
No sin causa mis recelos
mis bodas apresuraban;
pues, profetas mis desvelos,
en calma pronosticaban
la tormenta de mis celos.
Deme Clemencia la mano,
si en tal pérdida merezco
el bien que con ella gano,
y sepa que le obedezco
el rey, mi señor y hermano.

ENRIQUE:

Eso no, duque, eso no;
prendas que en el alma estimo
no he de enajenarlas yo;
mi sangre es real, vuestro primo
me llama Francia; no os dio
más acción naturaleza
que a mí, ni las majestades
ofenderán su grandeza;
amor, de las voluntades
es rey, si vos sois alteza;
Clemencia está agradecida
a mi voluntad, Clemencia
dirá, de vos ofendida,
que no es el amor herencia
que se ha de usurpar en vida.


CARLOS:

Duque, yo a Beatriz adoro,
y a mi rey vivo sujeto;
su padre está aquí...

ENRIQUE:

No ignoro
que pretendéis en secreto
mudanzas contra el decoro
que en su hermosura ofendéis,
y que al rey, a quien echáis
la culpa que vos tenéis,
no es mucho que obedezcáis,
si os manda lo que queréis.
Dueño soy de prometido
de Clemencia; mi fe labra
en ella amor más que olvido,
su padre me dio palabra
de su esposo; ésta le pido,
y ésta, cuando se me niegue,
buscará satisfacción
armada.

FELIPO:

Duque, no os ciegue
sin discurso la pasión
tanto que a perderos llegue.
A Clemencia os ofrecí,
subordinando en mi rey
palabras que entonces di.

ENRIQUE:

¿Esa es nobleza? ¿Esa es ley?
No tiene dominio en mí
el rey de Francia; mi estado
sólo al César reconoce,
de Francia privilegiado.
Primero que Carlos goce
la prenda que me ha usurpado,
la venganza y el rigor
atajará inconvenientes;
mi agravio tiene valor,
poder y armas mis parientes,
celos fuerzas, y yo amor.

Vase


FELIPO:

No sin causa está quejoso;
que es amante y ofendido.
Templarle será forzoso;
que va con razón sentido,
y es Enrique poderoso.

Vase

BEATRIZ:

Muestras habéis, duque, dado
en la mudanza presente
de que sois cuerdo obediente,
pero poco enamorado.
El interés coronado
probar mi firmeza quiso,
pero ofendida os aviso
que es tanta la presunción
de mi altiva inclinación
que a mis pies sus lises piso.
Yo apetezco rendimientos,
finezas y voluntades,
no ambiciosas majestades
que amenazan escarmientos.
Yo penetro pensamientos
que honestáis con la apariencia
de la hipócrita obediencia
que conmigo os disculpó.
Yo conozco al rey, y yo
sé que adoráis a Clemencia.

Llora mirando a Carlos,
vuelve luego la cabeza a don GABRIEL,
ríese y se va

CARLOS:

Gabriel, detenla, repara
que, corrido de ofenderla,
es un rayo cada perla
que contra mi amor dispara.
Cuando nunca adivinara
las mudanzas que no ignora,
quien tales hechizos llora
y ansí mis agravios juzga,
¿qué mucho que me reduzga,
si castigando enamora?
Mejórese mi cuidado;
alma, mudemos de estilo;
imagen soy de Perilo;
mi tormento me he labrado.
¡Ay cielos! Si enamorado
mi hermano ocasiona estremos,
alma, ¿cómo viviremos?
Ciego niño, pues sois dios,
estudiad palabras vos
con que la desenojemos.

Vase


GABRIEL:

¡Lágrimas a Carlos, cielos,
y al mesmo tiempo con risa
mirándome quien me avisa
que hay gustos entre desvelos!
Beatriz llora, y me da celos,
Beatriz con risas provoca
mi esperanza, o cuerda o loca;
¿a quién creeremos, enojo,
a las perlas de sus ojos
o a la risa de su boca?
Llorando, a Carlos miró,
riyéndose, me asegura;
con llanto a Carlos conjura,
con risa mi fe alentó;
nunca en los ojos mintió
el amor cuando suspira;
que el engaño habla y no mira,
y aposenta la beldad
en los ojos su verdad,
en los labios su mentira.
Según esto, a Carlos dijo
verdades en que mostraba
pena porque la olvidaba;
que amor de la vista es hijo.
Según esto, ya colijo
que, en confusión tan precisa,
quien me desdeña me avisa;
¿quién vio jamás, ciego encanto,
los favores en el llanto,
los desdenes en la risa?
Pero si Beatriz no fuera
quien mi esperanza alentara,
ni con el duque llorara,
ni conmigo se riyera.
Llora porque considera
muerto a Carlos; no me espanto
si, aborreciéndole tanto
que sin vida desea verle,
las obsequias quiso hacerle
con el luto de su llanto.
Llore por él, si es castigo
de su leve voluntad;
que siempre es noble piedad
llorar por el enemigo.
Ríase Beatriz conmigo,
porque esperanzas pequeñas
medren con muestras risueñas
la fe que conservan viva;
que en ellas mi amor estriba,
pues tengo de amar por señas.

Quédase suspenso y no repara en Clemencia
que sale con un billete abierto




CLEMENCIA:

(¿En el suelo tal papel?
Poco le debe al cuidado
de quien perderle ha dejado
el español don Gabriel.
En el cuarto de mi hermana
le dejó el descuido en tierra;
si es ella quien me hace guerra,
saldréis, esperanza, vana.
¡Papel de tanta importancia
y con tan poca advertencia
que le olvida la imprudencia,
cuando cada circunstancia
de las que en él he leído
amenaza con agravios,
si le publican los labios,
a destierros del olvido!
¿Don Gabriel juramentado
a no partirse, y a amar
por señas que le han de dar,
mudo siempre su cuidado?
¿Y que lo firma, y que ofrece
alcanzar por conjeturas
cuál de las tres hermosuras
en palacio le enloquece?
¿Si será Beatriz? Mas no;
que ésta ya, toda arrogancia,
reina se sueña de Francia.
Pues no soy su autora yo.
Según esto, nadie ha sido
sino Armesinda quien quiere
que esperando desespere
el español. No ha tenido
hasta agora voluntad,
que yo sepa, a quien desvelos
deba de amor o de celos;
que éstos piden más edad.
Si es ella, pues, sutileza
notable abona su amor;
¿qué ha de hacer cuando mayor
quien niña con esto empieza?
Ahora bien, por señas quiere
desmentir publicidades;
prosigamos novedades
que no alcance quien las viere.
Aquí el español está.
¡Qué suspenso, qué elevado!
El primer enamorado
sin saber de quién será,
porque si de tres es una
y no conoce a quién es,
mientras pretendiere a tres,
no vendrá a tener ninguna.)
¡Don Gabriel!




Don GABRIEL vuelve como de una profunda suspensión


GABRIEL:

¿Señora mía?

CLEMENCIA:

Retirado os han los ojos
contemplativos enojos
al alma; mas ¿qué sería
que mereciese Lorena
ofreceros la ocasión
de tan tierna suspensión?

GABRIEL:

 Sabrosa fuera esa pena;
mas ni yo la he merecido
ni, estraño aquí, me prometo
tanto bien.

CLEMENCIA:

Siempre el secreto
es blasón de bien nacido.
Habíanme dicho a mí
que una hermosa tiranía
blasonaba que os tenía
sin alma.

GABRIEL:

¿En Lorena?

CLEMENCIA:

Sí,
y que, aumentándoos suspiros,
entre apacible y cruel,
os obligó en un papel
a prometer no partiros
sin gusto suyo.


GABRIEL:

 (¡Ay cuidado!
Si señas buscando andáis,
ya las tenéis; ¿qué dudáis?)
¿Papel?

CLEMENCIA:

Y en él empeñado
el valor que obliga a un hombre
de vuestra sangre y talento;
su fiador, un juramento,
y su firma vuestro nombre.

GABRIEL:

(Probar quiere de la suerte
que cumplo el saber guardar
secretos; yo he de negar
las señas con que me advierte,
mientras más no se declara,
y a lo contrario me obliga.)
No sé, señora, qué diga
a mentira que es tan clara.
¿Yo papel, yo juramentos?
¿Yo empleo en esta ciudad?

CLEMENCIA:

Pues lo negáis, escuchad;
oíd encarecimientos
que, de puro exagerados,
vuestro crédito recelan.

GABRIEL:

Si a algún celoso desvelan,
gran señora, mis cuidados,
y intenta con ese ardid
perseguirme...

CLEMENCIA muestra el papel que él escribió

CLEMENCIA:

Don Gabriel,
vuestro es aqueste papel,
vuestra aquesta firma. Oíd.

“Ensoberbeciérame la dicha de tan no esperado bien,
si la esperiencia de mis pocos méritos no me avisara
ser más curiosidad de saber a lo que se estiende el
talento de los españoles que empleos fuera de los
límites de sujeto tanto. Mas como quiera que sea, mi
señora, yo estoy dispuesto a obedeceros en todo, y ansí
desde hoy viviré muy subordinado a vuestras órdenes,
jurando por la fe de caballero de no ausentarme de
esta corte sin vuestro espreso gusto, de desvelar mis
sentidos hasta averiguar (como mandáis) por señas cuál
de las tres bellezas superiores de esta casa me dispone a
tanta dicha, y de no comunicar con viviente mercedes tan
deudoras del silencio, sujetándome al castigo propuesto,
si le profanare, y apercibiendo desde aquí los ojos, en
cuyo estudio haré alarde de mi suerte.
El cielo os guarde para felicidades superiores, etc.
Don Gabriel Manrique.”

Decid que no es vuestra ahora
la carta de obligación
que os tiene casi en prisión.


GABRIEL:

Si habéis vos sido la autora
del examen que queréis
hacer de mi ingenio corto,
y yo la lengua reporto
con el recato que veis,
¿para qué más confusiones,
equivocando las señas
que entre esperanzas pequeñas
atormentan mis pasiones?
Vuecelencia ¿qué procura?
¿A qué propósito agora
leerme el papel, señora,
que os escribió mi ventura?
¿He yo acaso delinquido
contra lo que en él prometo?
¿Comuniqué su secreto,
loco de favorecido,
con persona que se alabe
que mi palabra rompí?
Desde el punto que seguí
al que vuecelencia sabe,
favorable robador
de mi caudal --ya dichoso
por ser vos su dueño hermoso--
hasta agora, ¿en qué el valor
que profeso os ha ofendido?
¿He dicho yo la ocasión
de mi agradable prisión,
encerrado y detenido
en el cuarto cuyo adorno
sólo pudo vuestro ser?
¿Quién hay que pueda saber
lo de la sala y el torno,
la industria ingeniosa y nueva
de entregarme a mi criado,
el hospicio regalado,
de quien sois ilustre prueba,
los dos papeles discretos
al paso que misteriosos,
que me intiman amorosos
la guarda de estos secretos,
la afable serenidad
que, cuando libre salí,
en vuestro semblante vi,
y luego...?




CLEMENCIA:

Tened, parad;
que vais confundiendo cosas
de algún frenesí compuestas.
¿Qué torno o salas son éstas?
¿Qué prisiones misteriosas?
¿Qué robador, qué criado?
Don Gabriel, ¿estáis en vos?

GABRIEL:

No sé, señora, por Dios;
débolo de haber soñado.
Si secretos que sabéis
esos mismos estrañáis,
si tantas señas negáis,
y conmigo os ofendéis
porque con vos me disculpo,
mucho os debe de importar
el verme desatinar.
Mi atrevida lengua culpo;
no se trate más en esto.

CLEMENCIA:

¿Yo a vos dos papeles? Yo
joyas robadas? ¿Quién vio
frenesí tan manifiesto?

GABRIEL:

Ilusión debió de ser.

CLEMENCIA:

¿Hacia qué parte de casa
cae el cuarto donde pasa
tanto engaño? ¿En qué mujer
sospecháis que pudo haceros
burlas que fingiendo estáis?

GABRIEL:

Si a vos misma os preguntáis,
podréis por mí responderos;
que yo no oso declararlo.


CLEMENCIA:

¿Un torno decís que había
en la sala que os tenía
preso?

GABRIEL:

Debí de soñarlo.

CLEMENCIA:

Enseñad los dos papeles
que esa dama os escribió.

GABRIEL:

Señora...

CLEMENCIA:

Mándooslo yo.

GABRIEL:

Los bien nacidos son fieles.
Mientras no tenga evidencia
de que vos la beldad fuistes
que estas cosas dispusistes,
bien podrá vuesa escelencia
con mi muerte en su rigor
esperimentar aprietos,
mas no saber los secretos
que hacen prueba en mi valor.
Morir honrado, eso sí;
manchar mi fama, eso no.

CLEMENCIA:

¿Y os persuadís a que yo
la dama encubierta fui
que quiso esperimentar
con traza y modo tan nuevo
vuestro ingenio?

GABRIEL:

No me atrevo,
por no ofenderos, a hablar.




CLEMENCIA:

Acabad, no me enojéis;
éste es mi gusto; que intento
saber con qué fundamento
de los discursos que hacéis
la persona adivináis
que os obliga a amar por señas.

GABRIEL:

No son, señora, pequeñas
las que en ese papel dais,
aunque me arriesgue a arrojarme
en tal golfo.

CLEMENCIA:

¿Queréis bien,
en fin, sin saber a quién?

GABRIEL:

¿De qué sirve examinarme
en cosas que vos sabéis,
y yo nunca he de deciros?

CLEMENCIA:

¡Que podáis vos persuadiros
a que yo os amo! ¿No veis
que, siendo Enrique mi igual,
y vos estraño...?

Sale un PAJE

PAJE:

Madama,
a vuestra escelencia llama
el duque mi señor.

Vase

CLEMENCIA:

Mal
vuestras señas conjeturan;
examinadlas mejor.
A Carlos le debo amor;
los servicios me aseguran
de Enrique; estad advertido,
ya que os habéis empeñado,
en que no todo llamado
alcanza ser escogido,
y que ardides ingeniosos,
joyas poco defendidas,
prisiones favorecidas,
papeles dificultosos,
torno, salas y ocasiones
son exámenes discretos
de vuestro ingenio y secretos;
id averiguando acciones,
ya advertid, si imagináis
que de lo que ha sucedido
yo, Gabriel, la autora he sido,
que acertáis y no acertáis.

Vase


GABRIEL:

¿Cómo, si acierto, no acierto?
¡Válgate Dios por mujer!
Otra vez me vuelvo a ver
en el golfo y en el puerto;
otra vez confuso advierto
la paradoja importuna
de mi equívoca fortuna.
No hay que dudar; Clemencia es
la que es una de las tres,
y de las tres no es ninguna.
Acertar y no acertar
¿no es lo mismo? ¿De qué suerte
será posible que acierte
en lo que es forzoso errar?
Si por señas he de amar,
que Clemencia me ama es cierto.
Ay cielos! Sueño despierto,
pierdo cuanto estoy ganando,
soy lince y a escuras ando,
y en fin acierto y no acierto.

Sale CARLOS

CARLOS:

Gabriel, Beatriz celosa
merece por discreta, por hermosa,
ocupar mis desvelos
en tierna suspensión, no en darla celos.
Mas si a Clemencia miro,
olvidando a Beatriz, luego retiro
el primer pensamiento;
y de no darla el alma me arrepiento.
Inclíname Clemencia,
móvil de mis sentidos su presencia,
y, loco en este empleo,
de ella me aparto, y a su hermana veo,
que, volviendo a rendirme,
culpa mi poca fe de poco firme;
y, entre las dos perdido,
en círculo mi amor desvanecido,
de mis deseos esclavo,
vuelvo ciego a empezar por donde acabo.
¿Qué haré cuando navego
entre Escila y Caribdis?


GABRIEL:

(Mal un ciego,
si no es que desvaría,
a otro ciego servirá de guía.)

CARLOS:

¿Qué dices?

GABRIEL:

Que si adora
a tu Beatriz el rey y te enamora,
como dices, Clemencia,
sigas tu inclinación y su obediencia.

CARLOS:

¡Ay cielos, que te engañan
quimeras que mis penas enmaraZan!
A instancia sólo mía
el desposorio estorba; mi porfía
y el amor que me tiene
hizo escribir la carta que previene
en mí nuevos desvelos.
¡Pluguiera a Dios que el rey me diera celos
con Beatriz, que a Clemencia
me obligara a olvidar su competencia!
Mira, español discreto,
amor sin competir pierde el afeto
con que se perficiona;
con celos sus quilates proporciona.
Si a Clemencia ama Enrique,
¿qué mucho que celoso sacrifique
mi gusto a sus deseos?
En lo fácil amor no logra empleos.
Beatriz no tiene amante
que en su favor feliz se me adelante;
por esto en su belleza,
con ser tanta, se engendra mi tibieza.
Pienso yo --y es sin duda--
que, si de objetos mi esperanza muda,
es porque en mi deseo,
sin ser difícil, a Beatriz poseo,
y que en otro empleada
Clemencia, cuanto más dificultada,
es más apetecida;
que amor con imposibles cobra vida.
Ven acá; haz una cosa,
y encenderásme tú en Beatriz hermosa;
dame con ella celos.


GABRIEL:

¿Qué dices, gran señor?

CARLOS:

En ti los cielos
gracias depositaron,
Gabriel, que mis deseos envidiaron;
digno eres que compitas
con sujeto mayor.

GABRIEL:

Desacreditas
tu discreción con eso.

CARLOS:

Tú eres mi amigo fiel, yo estoy sin seso;
finge que, enamorado
de Beatriz, y en España potentado,
por verla te humillaste
a servirla, y tus prendas disfrazaste.
Si en mi amistad apoyas
la tuya, don Gabriel, daréte joyas
con que este engaño ostentes
y allanes, dadivoso, inconvenientes.
Reparte, desperdicia,
gasta Alejandro, colma la codicia
de avaros medianeros;
que las alas de amor son los dineros.
Doradas flechas tira;
yo apoyaré industrioso tu mentira.

GABRIEL:

Vaya, pues tú lo quieres;
mas no formes de mí, cuando me vieres
por tu gusto empeñado,
quejas que den tormento a tu cuidado.

CARLOS:

¡No has de amarla de veras!


GABRIEL:

No, que son mis lealtades verdaderas,
puesto que amor, que es loco,
acaba en mucho, aunque comience en poco.

CARLOS:

Ven, que no me fiara
de ti si en tu lealtad no edificara
la máquina presente.
Tenga amor yo a Beatriz perfectamente;
que en tu amistad presumo
que si el azogue se resuelve en humo
después que el oro afina,
amor que con los celos se examina
sabrá, apartado de ellos,
en humo como azogue resolvellos.

GABRIEL:

El que en azogues trata,
si no la vida, su salud maltrata;
pues tal vez le sucede
que con temblores de azogue quede,
y otro se lleve el oro.
Teme el riesgo, señor, que yo no ignoro;
pues dice un avisado
que es todo uno celoso y azogado.

Vanse.
Sale ARMESINDA

ARMESINDA:

El amor y la sospecha
nacieron en una casa;
ciego aquél, todo lo abrasa;
lince ésta, todo lo acecha.
Después que mal satisfecha
miro acciones
de este español, mis pasiones
conjeturan
que ausentes penas le apuran
la paciencia que retira
el alma. A solas suspira;
suspensiones le procuran
enajenar de beldades
que, usurpando voluntades,
materia dan a desvelos,
porque, sin amor y celos,
nadie busca soledades.
¿Hablando siempre entre sí
quien lances de amor ignora?
No es posible; luego adora.
¿Dónde, pues, si no es aquí?
Será en su patria --¡ay de mí!--.
¡Que entre engaños
lloran mis primeros años
competencias
que disfrazan apariencias
y, en tan riguroso extremo,
temiendo, no sé a quién temo!
Amo aquí y envidio ausencias
que ocultas muerte me den;
¿quién quiso hasta ahora bien
que a comparárseme venga,
ni quién --¡cielos!-- hay que tenga
celos sin saber de quién?


Sale MONTOYA


MONTOYA:

Cuanto sueño, cuanto miro
desde la noche pasada
se me antoja chimeneas,
guindaletas, tornos, trampas,
aventuras, estantiguas,
monjas, jayanes, fantasmas,
quintas, castillos, quimeras.
¡Válgate el diablo la casa!

ARMESINDA:

(Este sirve a don Gabriel
y, trayéndole de España,
sabrá quién es la belleza
que ausente tan mal le trata;
informarme de él pretendo.)

MONTOYA:

Alrededor se me anda
cuanto topo, cuanto piso;
garatusas, musarañas
me parece cuanto veo.

ARMESINDA:

¡Hola!

MONTOYA:

Vuescelencia aZada
dos “eles” y una “a” al tal “ola”,
vendréme a llamar “Olalla”.

ARMESINDA:

¿A quién servís?


MONTOYA:

Pues yo ¿sélo?
Cristiano soy por la gracia
de Dios; serviréle a él,
y después de Dios al papa
que en su iglesia vicariza,
y tras éste al rey de España,
hasta tener lamparones
que me cure el rey de Francia.
Luego a don Gabriel Manrique,
a quien en palacio embauca
un duende monjitornero,
que invisible nos regala.

ARMESINDA:

Venid acá.

MONTOYA:

Estoy venido.

ARMESINDA:

¿Sabréis decirme la causa
que tanto melancoliza
a vuestro dueño?

MONTOYA:

¿No basta
a entristecer cuatro bodas
una noche toledana,
un torno tras un torneo,
una maleta mamada,
una cena por tramoya,
tres billetes y dos camas?

ARMESINDA:

 ¿Qué decís, estáis en vos?

MONTOYA:

Debo estar en Guatemala,
y mi dueño en Guatebuena;
despertadme vos, madama,
tirándome las narices.

ARMESINDA:

(Este es loco.)


MONTOYA:

¿Sois la infanta
Lindabrides, a lo Febo,
a lo amadisco, Oriana,
Gridonia, a lo Primaleón,
Micomicona, a lo Panza,
o a lo nuevo quijotil,
Dulcinea de la Mancha?
¿Qué desmesura vos puso
en tanta cuita? ¿Qué fadas,
qué Artús encantadero
tal fermosura maltrata?
¿Quién vos fizo tuerto o vizco?
¡Mal haya el torno, malhaya
el sortijo de Brunelo,
si quien vos busca no os halla!
No os le volváis a la boca.

ARMESINDA:

Hombre, ¿sabes con quién hablas?

MONTOYA:

Con Angélica la bella,
tan bella como bellaca;
si no, dígalo Medoro,
aquel morisco sin barbas,
que diz que la fizo dueña
en una choza de paja.

ARMESINDA:

Descortés, descomedido...


MONTOYA:

Si se ensuegra, si enmadrastra
porque esta nigromancia
la trampeó lo que pasa,
oiga verdades tan puras
que no tienen pizca de agua,
porque, a tener media gota,
nunca yo se las contara.
¡Vive Dios, que está mi seso
con todas las zarandajas
de cuerdo a prueba de brujos,
que nos hacen garambainas!
Va de cuento; mi señor
--después de las alabanzas
que en el sarao y torneo
le dieron duques y daifas--,
sin comunicar conmigo
secretos --que me los guarda,
no sé yo con qué conciencia,
siendo toda su privanza--,
sin chistárselo a persona,
de noche ensillar me manda
y, dejando estos países,
iba a enfardelar a Holanda.
Brindóle el sueño dos millas
de esta selva encantusada,
que a esta quinta --o a esta sexta--
sirve de sombra o guirnalda;
y, apeándose en su centro,
mientras convida a ensalada
a nuestro frisón la yerba,
perejil de la cebada,
recostado en el cojín
y yo dormido en estatua,
--quiero decir, como grullo--,
la luna entre yema y clara
le hurta un hombre la maleta.
Corre en su alcance, la espada
“en puribus”, por el bosque;
y yo, abriendo las pestañas,
oigo cuitas del rocín,
cuarteado de dos maulas.
Quise desfacer el tuerto,
pero por detrás me agarran
dos Galalones monsiures;
ojos y boca me embargan
y, sin decir chus ni mus,
las manos a las espaldas,
en la silla atado el cuerpo,
y en Sansueña presa el alma,
a escuras corro la posta,
hasta que después me abajan,
luego a un tejado me suben
y, al cabo de esto, me envainan
por un esmeril de yeso,
guindándome hasta una sala,
sin haberse otra vez visto
lacayo por cerbatana.
Conocímonos a ciegas
mi dueño y yo, y a mi instancia,
desencordelado el cuerpo,
las lumbreras me destapa;
pero entrambos tan a escuras
como antes, porque la cuadra,
avarienta de un candil,
sin luz nos desatinaba.
Alternábamos a versos
él y yo nuestras desgracias,
con temor de otras peores,
y hétele que a un torno llama
no sé quién; fuimos a tiento
y, respondiendo “Deo gratias”,
se nos vuelve el bofetón
y, sin hablarnos palabra,
nos presenta dos bujías
encendidas y una carta,
con papel, pluma y tintero.
Mi dueño de mí se aparta;
leyó para sí el billete;
treinta veces le repasa,
santiguando el frontispicio;
pregúntole el por qué, y calla;
mas, respondiendo con otro,
vuelve la atahona, y halla
tercer billete, y con él
una pródiga canasta
de potable y comestible.
Gozamos de la abundancia
y, acostándonos repletos
en dos magníficas camas,
despertamos a las trece,
hallamos la puerta franca
y, atravesando salones,
dignos todos de un patriarca,
nos hallamos a la vista
de tres duques, tres madamas
y tres mil encantamientos.
Esto, en suma, es lo que pasa,
y lo que yo alcanzar pude;
juzgue ahora, siendo alcalda,
si es maravilla que crea
que de Medusas y Urgandas
está este palacio lleno,
y que alguna nigromanta
enmaga con su hermosura
a cuantos viven en casa.




ARMESINDA:

A no teneros por loco
y juzgar que disparatan
vuestros discursos enfermos,
no sé lo que maliciara
de todas esas quimeras.

MONTOYA:

Voto a toda una semana
de fiestas y de domingos,
aunque entre en ellos la pascua,
que es lo que digo tan cierto
como que hay bellezas calvas
que se solapan con moños,
que hay títulos con mohatras,
que hay doncelleces con hijos,
que hay tintoreros de barbas,
y que hay dientes de alquiler
que se mudan.

ARMESINDA:

Basta, basta.
En fin, ¿a vos os trajeron
a un cuarto de nuestra casa
y a vuestro señor también,
por engaño?

MONTOYA:

Por fayancas
nocturnas y encantatrices.

ARMESINDA:

Pues ¿qué hizo entonces la espada
de vuestro dueño que, ociosa,
de dos hombres no os libraba,
siendo español tan valiente?


MONTOYA:

Pues contra encantos ¿hay armas
que defiendan a un Golías?
Cuando se le antoja, saca
un libro enano del seno
el nigromanto o la maga
y, en leyendo dos renglones,
a pares los grifos bajan
que desmayan Palmerines,
y los llevan en volandas
a la isla de las lechuzas.
Poco sabe de las chanzas
de un Fristón encantador
contra príncipes de Jauja.

ARMESINDA:

¿Torno la pieza tenía?

MONTOYA:

Mantenía y torneaba,
pues a las tres torneaduras
cena nos dio torneada.

ARMESINDA:

¿Y no sabéis, en efeto,
lo que contienen las cartas
o papeles?

MONTOYA:

Pretendílo;
pero, sacando la daga
contra mí --mal le conoce--,
me echó mucho en hora mala;
que para vuesa escelencia
no hay secreto de importancia
que le reserve mi boca.


ARMESINDA:

Cosas me contáis estrañas.
Recibid esta cadena.

MONTOYA:

¿Para qué?

ARMESINDA:

Para trocarla
por un secreto que intento fiaros.

MONTOYA:

¿Cadena? ¡Guarda!
Non fago yo esas sandeces.

ARMESINDA:

 ¿Por qué?

MONTOYA:

Temo, siendo maula,
que en carbón me la conviertan
los duendes de esta posada.

ARMESINDA:

Bueno está ya de locuras;
acabad.

MONTOYA:

Tómola. Vaya
de interrogación ahora.

ARMESINDA:

¿A quién, decid, en España
tuvo don Gabriel amor?

MONTOYA:

Una ninfa toledana
sospechamos que le puso
tal vez silla y tal albarda
los que andábamos con él.


ARMESINDA:

 ¿Que lo sospechaste?

MONTOYA:

Guarda
mi señor tanto secreto
que, con darnos leche un ama
y fiarme la despensa,
no me fía una palabra.
Pero como amor es niño,
y los niños nunca callan,
sacamos por los gorjeos
quién es a quien dice “mama”.

ARMESINDA:

Y ¿quién era la dichosa?

MONTOYA:

Era y es una Gerarda,
digna de todo un cabildo
de Píramos.

ARMESINDA:

¿Muy bizarra?

MONTOYA:

Tan bizarra y gentil hembra
que, a no ser desmantelada,
con guarniciones de fría
entre desaires de larga
y presunciones de boba,
pudiera ser archidama.

ARMESINDA:

Pintámela, si sabéis.


MONTOYA:

Va de pintura en estampa.
Semirubia de cabellos,
frente desembarazada,
cejas buenas, ojinegra
--ya no se usan ojizarcas--,
puesto que eran más ojetes
que ojales las luminarias,
por lo pequeZo y redondo,
que en las fermosas se rasgan.
Las mejillas, por estremo,
ni bien mármol ni bien grana,
mezcla sí de las dos sierras,
la Bermeja y la Nevada.
En proporción las narices,
ni judaizantes ni chatas,
ni nabo por corpulentas,
ni alezna por afiladas.
Buenos labios, malos dientes,
porque, aunque era su tez blanca,
a caballo unos sobre otros,
tanti-cuanti moriscaban.
La garganta, cuelli-erguida,
cándida, gruesa, torneada,
y tal que hiciera yo un Judas,
a haber saúcos gargantas.
Las manos, no hay que pedir
en ellas porque no daban,
puesto que ambas recebían,
y eran muy hermosas ambas.
Privilegiado de cuartos
el tallazo; más avara
en las obras que en el cuerpo...
Lo demás, el argonauta
de tal golfo que le pinte,
si hay quien tenga dicha tanta
que mida con la esperiencia
los grados del dicho mapa.

ARMESINDA:

 ¿Quiso a vuestro dueño mucho?

MONTOYA:

Quiso a muchos; que mudaba,
como si fueran camisas,
tres a tres cada semana.


ARMESINDA:

¡Válgame Dios! ¿Mujer noble,
y tan fácil?

MONTOYA:

Suspiraba
por lo ido, y lo venido
la daba al momento en cara.

ARMESINDA:

¿Y por qué vuestro señor
se ausentó?

MONTOYA:

Porque esta daifa
dicen que escribió contra él
a nuestro rey quejas falsas,
y don Gabriel, por servirla,
cuando vio que deseaba
rempujarle, puso tierra
en medio.

ARMESINDA:

¡Fineza estraña!

MONTOYA:

Dióle al partirse unas joyas,
pesarosa de esto, ¡tanta
es su variedad!

ARMESINDA:

¿Por qué
se partió, si le llamaba
y a su amor se reducía?

MONTOYA:

Por haber dado palabra
de acompañar nuestro duque,
y por ver si la mudanza
hace en él de las que suele,
que ésta es general triaca.
Esto sospécholo yo;
que, como a puerta cerrada
pudre don Gabriel secretos
y ninguno los alcanza,
hablo a tiento en sus amores.
Lo que me pesa, madama,
es que volaron las joyas.


ARMESINDA:

¿Cómo?

MONTOYA:

En la maleta estaban
que nos gazmió el bandolero.

ARMESINDA:

¿Eran ricas?

MONTOYA:

 Empedradas
de diamantes, más que un trillo.

ARMESINDA:

¿Que, en efeto, nos os engaña
lo de la prisión y el torno,
confusiones y desgracias?

MONTOYA:

Por Dios...

ARMESINDA:

Ahora bien, yo quedo
satisfecha y informada
--aunque en confuso-- de cosas
que os han de ser de importancia,
si sabéis guardar la lengua.

MONTOYA:

¿A mí?

ARMESINDA:

A vos. No digáis nada
de lo que vos me habéis dicho
a vuestro dueño.

MONTOYA:

Me tapa
los labios esta cadena.
Vueselencia, pues es sabia,
calle también y averigüe;
porque si mi amo alcanza
que me deslicé, no doy
por mi vida una castaña.

Vase


ARMESINDA:

Amor, ¿qué es esto que oís?¿Quién, decid, os dificulta?
¿Quién, competidora oculta,
celos os da y los sufrís?
Si con ellos presumís
crecer, crecerá la pena
que esperanzas enajena,
pues temo --¡congoja estraña!--
una enemiga en España,
y otra invisible en Lorena.
Aquélla ausente me abrasa,
ésta presente me enciende;
pero --¡ay Dios!-- que más ofende
el enemigo de casa.
Con Carlos Beatriz se casa,
porque en él logra su amor,
aunque un rey competidor
se le opone, que no estima;
luego no es Beatriz mi prima
quien motiva mi temor.
Clemencia de esta quimera
la autora ha venido a ser,
porque con menos poder
¿quién a tanto se atreviera?
Sospechas, echemos fuera
temores, y averigüemos
sutilezas que estorbemos
con industrias que opongamos;
y, porque las consigamos,
las suyas desbaratemos.

Salen FELIPO, CARLOS, ENRIQUE,
don GABRIEL, BEATRIZ y CLEMENCIA

BEATRIZ:

Vuestra escelencia, señor,
no ha de usar hoy de la ley
de padre conmigo; el rey
logre en iguales su amor;
que esta vez yo he de lograr
 las de mi libre albedrío.
No apetezco señorío
que, a título de reinar,
imperioso me lastime
y me ame con presunción;
hecha tengo la elección
de quien templado me estime,
y no ofenda mi respeto.
Amor busco, no poder;
esto, señor, ha de ser;
entiéndame el más discreto.

Vase


CARLOS:

(Por mí lo dijo. ¿Hay amor
semejante? Adoraréla;
por mi sol respetaréla,
por la firmeza mayor
que jamás vio el interés.
Mi mudanza ha sido loca.
Voy a que estampe en mi boca
los vestigios de sus pies.)

Vase

ENRIQUE:

(¿Mas si madama Beatriz,
castigando la mudanza
de Carlos, me da esperanza
de ser mi dueño? ¡Feliz
trueco, si en él me prometo
tal dicha! Voy a saber
si, llegándola a entender,
vengo a ser el más discreto.)

Vase

FELIPO:

(¡Que un rey desprecie por Carlos!
Pero sí, que en sus empleos
su amor empeñó deseos
y siente en mí el malograrlos.
El rey es prudente y justo;
ni yo me atrevo a intentar
que se case a su pesar,
ni él querrá mujer sin gusto.)

Vase


GABRIEL:

(Estas señas interpreto,
aunque loco, en mi favor;
permitidme agora, amor,
presumirme el más discreto.
¿Risa ayer, cuando lloraba
con Carlos, y enigmas hoy?
Mas si de Clemencia soy,
si no ha media hora que acaba
de darme señas escritas,
¿qué intentas, soberbia vana?
A Carlos quiere su hermana;
¿para qué me precipitas?
¿Cuándo, amor, me has de sacar
de tanto golfo cruel?)

CLEMENCIA pasa junto a él disimulada,
y le habla aparte

CLEMENCIA:

¿Qué tal os va, don Gabriel,
de acertar y no acertar?

GABRIEL:

Mal, pues cuando conjeturan
discursos que me atormentan,
hallo señas que desmientan
las señas que me aseguran.
Ríense de un ignorante,
gran señora, como yo...

Disimuladamente deja ella caer un guante en el suelo,
 y levántale él

Mire que se le cayó
a vueselencia este guante.

CLEMENCIA lo toma desdeñosa

CLEMENCIA:

¿Qué decís?

GABRIEL:

Se le ha caído,
y, alzándole yo, pretendo
con él...

CLEMENCIA:

O yo no os entiendo,
o vos no sois entendido.

Vase


GABRIEL:

(¡Gracias a Dios, esperiencia,
que de dudas me sacáis!
¿Para qué filosofáis,
temores, en la evidencia?
Esto está ya averiguado.)

ARMESINDA se dirige a don GABRIEL,
como que va a entrarse

ARMESINDA:

La toledana es hermosa,
puesto que ni muy airosa,
ni muy firme; hanme agradado
las joyas, pero no el brío
ni el alma de la Gerarda;
que, aunque en el alma gallarda,
hiela a España por lo frío.
Tiene partes escelentes,
puesto que la gracia es poca,
que es gran defecto en la boca
tan mal avenidos dientes.
Lo que yo afirmaros puedo,
que en el aliño y adorno
puede obligar la del torno
a olvidar la de Toledo.

Vase

GABRIEL:

¿Señas nuevas? ¡Vive Dios,
que se han las tres concertado
 a enloquecerme! Cuidado,
si, confuso entre las dos,
quieres que el seso las rinda,
con tres ¿qué hará mi paciencia?
¿Señas Beatriz y Clemencia?
¿Señas también Armesinda? 55
Burlarme intenta cada una;
solución del enigma es,
pues son mis damas las tres,
y de las tres no es ninguna.

FIN DEL ACTO SEGUNDO