Setiembre

El primer día de setiembre de 1840 se extendió sobre el cielo de Buenos Aires oscuro, triste, cargado de vapores, como si en su aparición ese fatal mes quisiera ofrecerse a los ojos de los mortales tal como se ofrecería en la posteridad al estudio del historiador: triste, sombrío, cargado de errores y preñado de la tormenta de sangre que debía estrellarse, romperse, y diluviar sobre la frente argentina.

Todo era fatídico.

El Ejército Libertador había pasado cerca de un mes en pequeñas operaciones, marchando lentamente, tratando de conquistar con buenas proclamas y acciones de indulgencia unas simpatías que no era posible hallar en la campaña, en el número en que las buscaba el general Lavalle para vencer a Rosas.

El general López, de Santa Fe, empezaba a obrar a retaguardia del ejército.

Don Vicente González, y otros jefes de Rosas, por el flanco derecho.

Y a su frente el dictador se atrincheraba en su acampamento de Santos Lugares. Y débil en los primeros días de la invasión, se hacía fuerte, moral y materialmente, por la lentitud de su enemigo.

La vista se dilataba en todos los horizontes tormentosos de la república. Pero el rayo que debía herir la cabeza de la libertad o de la tiranía no fermentaba en círculos tan lejanos, sino entre las nubes que se cernían sobre el espacio de Luján a Buenos Aires.

El general Paz contaba ya en Corrientes un ejército de dos mil hombres, que disciplinaba con su pericia y habilidad exclusivas.

El gobernador Ferré juraba «sepultarse en las ruinas de su provincia antes que consentirla esclava».

Las provincias de Córdoba, de San Luis y San Juan se inclinaban a entrar en la gran Liga, y se negaban ya a dar al fraile Aldao los auxilios que solicitaba.

El general La Madrid pisaba ya el territorio de Córdoba.

Aldao escribía a Rosas, con fecha 8 de agosto, desconfiando de todo el mundo, «hasta de su sombra».

Pero ¿qué importaba todo esto?

El gran problema estaba en Buenos Aires.

El triunfo, o la derrota general, estaban pendientes del resultado de la expedición libertadora en la provincia de Buenos Aires.

Ante ese reto a muerte de los dos principios, de las dos espadas, en el estrecho palenque de Buenos Aires, la actitud de las provincias, cualquiera que fuese, y hasta la misma cuestión francesa, eran ya cosas secundarias e indiferentes para el resultado del duelo.

Lavalle y Rosas representaban los dos principios opuestos de la revolución.

Ya estaban frente a frente.

Su voz se oía.

Sus armas se tocaban. Y el que cayese, debía arrastrar en su caída toda su causa con todas sus ramificaciones, más o menos extensas que ellas fuesen.

Y ante esta verdad, que los sucesos debían justificar más tarde, desgraciadamente, el genio de la política y de la guerra se manifestó rebelde, y se negó a inspirar en la cabeza del cruzado la idea de que el mundo no tenía más límites para la libertad argentina que los que marca el plano de la ciudad de Buenos Aires. Spartacus mató su caballo antes de entrar a la batalla. Cortés quemó sus naves. Lavalle debió deshacerse de naves y caballo.

Pero no fue así.

Rozándose con Rosas, todavía se pensaba en las provincias, todavía se pensaba en la Francia; sin calcular que si Lavalle retrocedía, Rosas se levantaba más alto que la cuestión francesa y la liga provinciana; sin calcular que si Buenos Aires era tomado, ya no había punto de apoyo al edificio de la tiranía en la república, ni trepidaciones en la cuestión internacional.

Entretanto, la pluma del romancista se resiste, dejando al historiador esta tristísima tarea, a describir la situación de Buenos Aires, al comenzar los primeros días de setiembre.

A medida que pasaban las horas, se iba enervando la impresión del miedo que causó a los rosistas la súbita aparición de las armas libertadoras en la provincia. Y por un exceso brutal de cobardía, y de cuanto puede haber de infame en la historia de un partido político, o de los instrumentos de un jefe de partido, la mujer comenzó a ser el blanco del encarnizamiento de bandas de forajidos, bautizados con el nombre de federales.

Sin disputa, sin duda histórica, la mujer porteña había desplegado, durante esos fatales tiempos del terror, un valor moral, una firmeza y dignidad de carácter, y, puede decirse, una altanería y una audacia tal, que los hombres estaban muy lejos de ostentar, y que servía de punzante reproche a las damas exaltadas de la Federación, y a los hombres corrompidos sobre que se apoyaba la santa causa.

La linda cabeza de las gaditanas de la América paseaba alta, erguida; les parecía tan bien colocada sobre sus hombros, que creían ofenderla doblándola un poco al pasar por medio de los magnates de la época. Y el vestido modesto de la patriota parecía plegarse y contraerse por sí mismo al ir a rozarse con la crujiente y deslumbrante seda de la opulenta federal.

Sus cabellos, trono en otro tiempo de la flor del aire, se rebelaban al repugnante moño de la Federación; y apenas la punta de una pequeña cinta rosa se descubría entre sus rizos, o bajo las flores de su sombrero.

Todo esto era un crimen. Y la misma moral que así lo clasificaba, debía inventar un castigo propio de ella, propio de sus jueces, propio de los verdugos.

Bandas de ellos, de distintas jerarquías y condiciones, empezaron a apostarse en las puertas de los templos, llevando cántaros con brea derretida, y moños de coco punzó.

Estos trapos eran untados de brea, y a cuantas jóvenes salían del templo sin la gran mancha de la Federación en la cabeza, tomábanla brutalmente de la cintura, la arrastraban en medio de ellos, y sobre la cabeza linda y casta pegaban el parche embreado y la empujaban luego, entre algazara y risas federales; pues tenemos en todo que valernos de esta expresión que no caía de los labios en la época que describimos.

A las puertas del colegio tiene lugar una de esas escenas a las once del día.

Una niña salía con su madre; y es arrebatada por algunos de los que allí esperaban a las señoras.

La joven comprende lo que se quiere hacer de ella; y en el acto se quita el chal que cubría su cabeza, y la presenta a las manos de sus profanadores.

La madre, que estaba contenida por otros, grita desesperada:

-Ya no hay un hombre en Buenos Aires para proteger a las señoras.

-No, mamá -dice la joven con la palidez de la muerte en su semblante, pero con una sonrisa del más profundísimo desprecio-, no, mamá, los hombres están en la guardia de Luján, donde está mi hermano. Aquí no hemos quedado sino las mujeres y los tigres.

La comunidad de la Mashorca, la gente del mercado, y sobre todo las negras y las mulatas que se habían dado ya carta de independencia absoluta para defender mejor su madre causa, comenzaban a pasear en grandes bandas la ciudad, y la clausura de las familias empezó a hacerse un hecho.

Empezó a temerse el salir a la vecindad.

Los barrios céntricos de la ciudad eran los más atravesados en todas direcciones por aquellas bandas; y las confiterías, especialmente, eran el punto tácito de reunión.

Allí se bebía y no se pagaba, porque los brindis que oía el confitero eran demasiado honor y demasiado precio por su vino.

Los cafés eran invadidos desde las cuatro de la tarde. Y ¡ay de aquel que se presentase en ellos con su barba cerrada o su cabello partido! Un nuevo modo de afeitar, que no conoció Fígaro, se empleaba con él en menos de un minuto.

El cuchillo de la Mashorca, que más tarde debía servir de sierra en la garganta humana, hizo su aprendizaje como navaja de barba y tijeras de peluquería.

El último crespúsculo de la tarde no se había apagado en los bordes del horizonte, cuando la ciudad era un desierto; todo el mundo en su casa; la atención pendiente del menor ruido; las miradas cambiándose; el corazón latiendo.

Lavalle.

Rosas.

La Mashorca.

Eran ideas que cruzaban, como relámpagos súbitos del miedo, o la esperanza, en la imaginación de todos.

¡Ay de la madre que tenía un hijo fuera de su casa!

¡Ay de la amada que esperaba a su amante!

Un golpe en la puerta de calle, y todos se precipitaban a las interiores.

El corazón quería adivinar.

La imaginación lo extraviaba.

La realidad arrancaba un suspiro y una sonrisa.

Era un momento de calma, de transición a otro momento de inquietud, de zozobra, de miedo, que debía durar toda la noche, todo el siguiente día, y días y semanas todavía.

¿De qué han sido las familias de Buenos Aires? ¿Cómo se ha podido vivir de esta agonía latente, sin que esos espasmos de la sangre, sin que esas contracciones del alma y las arterias no consumieran la vida, y no arrastrasen a la demencia o al suicidio?

El sueño. Pero ni el sueño era permitido siquiera. Los serenos debían venir cada media hora a despertar a las gentes con un grito de muerte.

No. Ni Roma bajo los emperadores militares.

Ni antes en los excesos de sus más brutales tiranos.

Ni en la historia moderna la Inglaterra durante sus despotismos religiosos; la Francia durante sus reinados criminales; la España durante la hoguera, ofrecen el cuadro de una sociedad entera en la horrible situación de Buenos Aires, en los meses que describimos, en 1840.

Los tiranos en todas partes han perseguido un partido, una idea. Pero en ninguna han perseguido a la sociedad con una pequeñísima parte de la sociedad misma.

Las proscripciones pegadas en la puerta del senado romano hacían saber siquiera quiénes eran los que estaban bajo el anatema del odio o la venganza.

Pero en Buenos Aires ninguno era señalado, y todos estaban bajo el anatema.

La hoguera inglesa no hizo menos estrago que la española. Pero cada hombre sabía, en las creencias religiosas que profesaba, cuál era el destino que le cabía.

En Buenos Aires no había más medio de poder conocer ese destino; no había otro camino que condujese a la seguridad personal que convertirse en asesino, para libertarse de ser víctima. Y no se crea que la palabra asesino es empleada como un concepto hiperbólico, sino que materialmente era preciso asociarse a lo más corrompido de la Mashorca, y tener el cuchillo en la mano, matando o pronto para matar.

En todas partes la adhesión moral a la causa del poder, por más brutal y tiránico que fuese, ha sido, naturalmente, una salvaguardia.

En Buenos Aires, no.

El antiguo federalista de principios, siempre que fuese honrado y moderado; el extranjero mismo, que no era, ni unitario, ni federal; el hombre pacífico y laborioso que no había sentido jamás una opinión política; la mujer, el joven, el adolescente, puede decirse, todos, todos, todos estaban envueltos, estaban comprendidos en la misma sentencia universal: o ser facinerosos o ser víctimas.