Amalia/Promesas de la imaginación
Promesas de la imaginación
-A la plaza Nueva -dijo Daniel a su cochero inglés, que hizo partir los caballos a gran trote dirigiéndose al lugar indicado para dejar en él a Don Cándido, que, como se sabe, vivía a pocos pasos de allí; y luego los dos jóvenes, seguidos de sus criados, entraron en la casa de Daniel.
Por la sala de ella iba Daniel, y ya su levita estaba desabrochada, y deshecho el lazo de su corbata, para no perder sino el muy necesario tiempo en cambiar su traje ordinario en uno de baile; que para aquella organización inquieta, para aquella existencia tormentosa no había en el tiempo un solo minuto inútil, pues todos estaban consagrados a la actividad de su inteligencia y de su corazón.
-Piensa que no puedo seguirte a ese paso -le dijo Eduardo, que sólo con gran dificultad andaba.
-Piensa que son cerca de las doce; y que a esa hora deben entrar Amalia y mi Florencia al baile; y que yo debo estar allí para velar por ellas, y para ciertas presentaciones muy necesarias hoy -le respondió Daniel, entrando a su alcoba y desvistiéndose, mientras Fermín, que adivinaba sus pensamientos, ponía luces delante de un espejo y le preparaba un traje.
-¿Ah, eres muy feliz, Daniel! -dijo Eduardo echándose en un sillón y estirando su débil y dolorida pierna, al mismo tiempo que desabrochaba su levitón, porque en ese momento su herida del hombro derecho le incomodaba demasiado.
-¿Decías, mi querido Eduardo?
-Decía que la Naturaleza ha hecho de ti el ser más original y más feliz al mismo tiempo.
-¿Creeslo que dices?
-Lo juraría. Tienes una facilidad inaudita para dejar tu pensamiento en los sucesos que quedan tras de ti, y fijarlo a tu antojo en los sucesos nuevos que procuras. Juegas tu vida; te entregas en cuerpo y alma a la intriga política, a los peligrosos acontecimientos del día; tu espíritu se levanta, hace grande, altiva, dominatriz, tu inteligencia; y dos minutos después de ser el primero en el poder de tu voluntad y en la grandeza de tus ideas, pasas con una puerilidad, con una hilaridad sorprendente, de lo más alto de la vida a las vulgaridades de ella. Sabes de dónde venimos, lo que acabamos de ser, y, sin embargo, ahí estás delante de tu espejo como el más frívolo de nuestros jóvenes, preparando tu cabello para ir a lucir a un baile, como si tal cosa acabaras de hacer, como si tal hombre acabaras de ser. Esto es, mi amigo, lo que se llama ser feliz en la vida.
-¿Está bien así? -preguntó Daniel dándose vuelta, dirigiéndose a Eduardo y señalando el lazo de una corbata de batista que acababa de ponerse.
-Vete al diablo -le contestó Eduardo haciendo un gesto de malísimo humor al oír la burlona contestación de su amigo acompañada de una gravedad la más irónica posible.
-Me voy al diablo -dijo Daniel volviéndose al espejo y continuando su tocador-. Prosigue, mi querido Eduardo -continuó-, los estudios sicológicos son habitualmente tu fuerte; pero yo creo que después que concluyas tu discurso voy a darte apenas la clasificación de mediano... ¡Ah, no respondes! Pues bien: yo continuaré por ti.
Y Daniel, que concluía su tocador, vino y sentóse al lado de su amigo apoyando su brazo sobre uno de los del sillón en que estaba.
-No hay nada, mi querido Eduardo, que se explique con más facilidad que mi carácter, porque él no es otra cosa que una expresión cándida de las leyes eternas de la Naturaleza. Todo en el orden físico como en el orden moral es inconstante, transitorio y fugitivo: los contrastes forman lo bello y armónico en cuanto ha salido de la mano de Dios; y en nada se ostenta más esa variedad infinita que reina en el universo, que en el alma humana. En un día, en una hora, en un minuto, Eduardo, el corazón, la inteligencia y el espíritu se modifican y cambian tan improvisamente como los colores sobre la superficie del ópalo. Al lado de un gran pensamiento, la pluma con que lo escribimos, el fuego, o el libro en que tenemos fijos los ojos al meditar, la risa de un niño, el ala de un insecto, la mínima cosa hace que aparezca al lado de aquel gran pensamiento una pequeñísima idea que se apodera tanto de la mente, como otra cualquiera de mayor importancia. En medio de la felicidad, cruza fugitiva una idea; el cristal de nuestra dicha se empaña un momento, y una lágrima cae al corazón en medio mismo de la embriaguez de su ventura. De la ocupación más seria se desciende instintivamente a los goces, o a los pasatiempos más frívolos; y en medio de esas grandezas de alma que suelen deificar la vida de un mortal, la vulgaridad viene a poner de repente su rasgo en el grande y luminoso cuadro de esa vida. Los hombres que temen la espontaneidad de su naturaleza se cubren con el velo de la hipocresía, denso para el vulgo, trasparente para los hombres que tienen inteligencia en sus miradas. Esos hombres eternamente graves en la expresión de su semblante, en sus discursos y en sus maneras, esos hombres mienten, o su gravedad no es efecto de la importancia filosófica de su alma, sino de una inflexibilidad de su espíritu, que los hace incapaces para la mayor parte de las situaciones de la vida, o que los hace de condición mala en la sociedad. Los que no son hipócritas, son como yo: siguen el curso de las diferentes impresiones que los rodean. Además, Eduardo, yo soy porteño; hijo de esta Buenos Aires cuyo pueblo es por carácter el más inconstante y veleidoso de la América; donde los hombres son, desde que nacen hasta que se mueren, mitad niños y mitad hombres, condición por la cual buscaron el despotismo por el gusto de hacer una inconstancia a la libertad. Y esto mismo lo piensas tú, Eduardo. Pero ¿quieres que yo te enseñe a profundizar el corazón humano con una sola mirada, o a interpretarlo a una sola palabra que pronuncian los labios? ¿Quieres que te pruebe cómo las inteligencias más altas descienden de las ideas más sociales a un sentimiento de individualidad y de egoísmo? Pues bien, en ti mismo tengo el ejemplo.
-¿En mí? -contestó Eduardo volviendo sus ojos a Daniel.
-En ti, Eduardo, en ti. No te ha chocado el verme pasar de una ocupación política, grave y difícil, a la compostura de un vestido de baile, no; lo que te ha chocado es tu mala fortuna; es decir, el no poder tú también venir conmigo.
-¿Yo, Daniel?
-Tú, Eduardo. Tú que acabas de hablar como un gran filósofo en nuestra reunión, y unos minutos después no haces sino sentir como cualquier pobre diablo enamorado de una mujer. Acabas de pensar en la patria, y estás pensando en Amalia. Acabas de pensar cómo conquistar la libertad, y estás pensando cómo conquistar el corazón de una mujer. Acabas de echar de menos la civilización en tu patria, y echas de menos los bellísimos ojos de tu amada. Esa es la verdad, Eduardo. Ese es el hombre, esa es la Naturaleza.
Eduardo bajó su cabeza y llevó la mano a sus cabellos.
-Y ¿crees que te hago la mínima inculpación, amigo mío? -prosiguió Daniel-. No. Pocas veces he sentido mayor contentamiento que cuando he llegado a conocer que amabas a mi prima. Esa mujer tan delicada, tan poética, tan bella, es la que mejor conviene a tu corazón y a tu carácter. Ella te ama, ¿qué más puedes desear?
-No, Daniel, no puede ser: ella me compadece solamente.
-No; ella te ama. Tu misma situación dramática ha sido un incentivo a su corazón.
-¿Lo crees? Repítemelo, ¿crees que soy amado de Amalia? -preguntó Eduardo con esa ansiedad de los corazones locamente enamorados, que no se satisfacen jamás de oír repetir las seguridades de su felicidad.
-Lo creo, y creo más: creo que antes de un año habrá cuatro personas verdaderamente felices en Buenos Aires: Amalia y tú, Florencia y yo.
-Sí, Daniel, yo la amo. Tú conoces mi vida, sabes esa existencia árida en que ha vegetado mi corazón; este corazón tan rebelde a las vulgaridades de la vida; este corazón que parecía guardar toda su savia, toda la virginidad de sus afectos, para alguna mujer privilegiada que yo creía que existía solamente en los sueños de mi imaginación; este corazón la ha hallado y la ama, Daniel, con el entusiasmo que se ama la gloria, con la sensibilidad que se ama a una hermana, con la adoración que se ama a Dios. Mi naturaleza abatida, amortiguada por el desencanto de mi época, ha revivido en todo el esplendor de mi juventud, y mi vida parece extenderse en el espacio celestino de la felicidad. Mi sueño es poseerla; vivir a su lado, cubrirla con mis manos para que la luz del día no marchite la delicada flor de su hermosura; descubrir en el cristal de sus ojos los deseos recónditos de su alma para complacerla. Como mortal, yo llegaré por ella hasta el límite donde no hay más allá para la inteligencia humana, y buscaré gloria y nombre para que se abrillante su destino en el mundo; y si fuera un Dios, yo escogería el más radiante de mis astros y la diría: Amalia, reina aquí...
-Bien, mi Eduardo -exclamó Daniel, pasando su mano por la pálida y noble frente de su amigo-, donde no hay esa exaltación poética del corazón, no hay verdadero amor a los veinte y siete años de la vida.
-La amo, Daniel -continuó Eduardo, casi sin oír las palabras de su amigo-, la amo y quiero ser su esposo; mi corazón, mi vida, mi fortuna, todo es de ella. Viviremos siempre en el campo, siempre en la misma casa donde cambiamos nuestra primera mirada. ¿No es verdad que esa felicidad me espera, Daniel?
-Sí, Eduardo, y más que ésa todavía, oye: dentro de poco tendremos libertad, y con ella un campo inmenso a los trabajos de la inteligencia. La felicidad la buscaremos en nuestra familia, la gloria la buscaremos en la patria. Viviremos juntos. Haremos en Barracas una magnífica casa, en una parte de ella vivirás tú y Amalia; en la otra mi Florencia y yo; y cuando necesitemos extraños ojos para que admiren nuestra felicidad, los buscaremos recíprocamente entre nosotros cuatro.
-¡Perfecto, perfecto plan, Daniel! Nosotros mismos educaremos nuestros hijos, ¿no es verdad? Y olvidaremos esos días pálidos de nuestra juventud; esa época terrible en que hemos vivido con el puñal al pecho, viendo deshojarse las mejores ramas de la existencia de la patria y...
-¿Lo ves? ¿No te lo dije? Eramos muy felices hace un instante con las promesas de nuestra imaginación, y, sin saber cómo, arrojas tú mismo en nuestra copa de néctar esa gota amarga de los recuerdos patrios. ¡Bah! Dejemos esto -dijo Daniel levantándose y mirando el reloj-, van a dar las doce, Eduardo.
-Bien, anda.
-Amalia no ha de querer estar sino hora y media o dos horas en el baile.
-¿Y para qué más? Mira: no permitas que baile con ninguno de esa canalla inmunda, para que no la manche ninguno con su aliento, ¿oyes?
-Bien, ¿qué más?
-Cuando salga, dale tú el brazo hasta el coche.
-Eso es, y que Florencia vaya con el primero que la tome.
-Pero tienes dos brazos.
-Sea en hora buena, ¿qué más?
-Después del baile llevarás a Florencia hasta su casa, ¿no es cierto?
-A no ser que quieras que Florencia se vaya sola.
-Bien, a las dos de la mañana en punto, yo estaré en tu coche, cerca de la casa de Florencia; cuando hayan dejado a ésta, nos cambiaremos: tu pasarás a tu coche, y yo subiré en el de Amalia, para acompañarla a Barracas.
-¡Ah! Yo pensaba, caballero, que usted me haría el honor de cenar conmigo.
-¡Daniel, hace diez horas que no la veo! Mañana pasaremos todo el día juntos en Barracas. ¿Me perdonas?
-A condición de una cosa.
-La que quieras.
-Que mañana te dejarás estar en cama todo el día.
-¡Diablo! ¿Y qué quieres que haga en la cama después de haber pasado en ella veinte días eternos?
-Calmar la irritación que se haya producido hoy en tus heridas. No puedes tenerte, loco, hace doce horas que andas caminando en un pie; y un amante así es lo más ridículo posible -dijo Daniel sonriendo.
-Sí, pero es que... no se me conoce -contestó Eduardo, colorado hasta las orejas y tratando de poner muy derecha su pierna izquierda.
-¡Oh mundo! ¡Oh mundo! -exclamó Daniel echando al aire una bendición.
-¡Vete al diablo! -dijo Eduardo arrellanándose en el sillón.
-No; me voy al baile; y lo primero que haré será bailar en tu nombre con... ¿quieres que sea con Doña María Josefa?
-Estás de un humor insoportable, Daniel.
-¡Ah!, entonces será con Amalia. ¿Te parece bien?
Eduardo extendió la mano y apretando muy fuerte la de su amigo, le dijo:
-Para Amalia.
Y, separados los dos jóvenes, Eduardo quedó meditando en el sillón, y Daniel subió a su coche, cuyos caballos hicieron chispear las piedras de la calle de la Victoria, partiendo en dirección a la plaza de ese nombre.