Amalia/Primavera de sangre
Primavera de sangre
Ya los pájaros cantaban al asomar el día el himno misterioso de la Naturaleza a su creador.
La golondrina volvía de sus calientes climas, y cruzaba rápida y sin destino, como las imágenes del delirio.
El duraznero ostentaba todo el lujo de sus estrellas color de rosas y violetas; y entre los glóbulos dorados de su flor se cuajaba el germen de su exquisito fruto.
El nardo se levantaba altivo, como la palmera del desierto; y a su pie la tímida violeta se escondía entre sus pabellones de esmeralda, lastimada de su punzante aroma.
El jacinto asomaba gracioso a respirar el aire primaveral que lo rizaba. Y la espléndida reina de las flores abría su globo de púrpura para beber el llanto de la aurora, dejando herir su seno por el rayo del matutino sol, a cuyo influjo fermentaba el ámbar que encerraba; como la virgen que deja penetrar por su pupila la mirada ardiente que va hasta el corazón, y roba y bebe el primer soplo de amor, que un suspiro de la divinidad puso en su seno.
Y sobre las hojas punzoes de la rosa, o sobre la frente pálida de la azucena, la mariposa esparcía el polvo de oro de sus alas, y remontaba luego a embriagarse de luz y de colores: imagen delicada y tierna de la mujer, cuando se abre la flor de su inocente vida, y vuela en el jardín de las ilusiones, derramando el oro de su imaginación sobre las flores fragantes de sus deseos.
Las olas comenzaban a descansar ya de su agitación en el rígido invierno que acababa, y se dormían sobre sí mismas, como reposan las pasiones sobre el mismo corazón que les dio vida. Los vientos de la Pampa plegaban su ala poderosa; y las templadas brisas de los trópicos se escurrían a la región del Plata, a conquistar el desierto palacio del invierno.
Toda la Naturaleza se regeneraba, se cubría de galas, respiraba esperanza, y reflejaba poesía como la amante abandonada vuelve a la radiantez de su belleza rebosando promesas y alegría, cuando el aliento del amante ausente viene de improviso a entibiar la frente marchita por el frío glacial del abandono.
Al invierno yermador, árido y triste, sucedía la creadora y alegre primavera. Y para toda la Naturaleza había una caricia, una sonrisa, una promesa... menos para el hombre.
La flor, el campo, el agua, las nubes y los astros que tachonan el manto celestino de Dios, todos recibían una mirada vivificadora, al abrirse el reinado de la opulenta primavera en las regiones del Plata... menos el hombre.
Su destino, frío como una cifra, adherido a su vida como el mármol al sepulcro, e incontrastable como el paso del tiempo, lo empujaba de desgracia en desgracia, y sin otra esperanza que en Dios, cuya mirada aparecía envuelta entre las nubes, sin llegar al alma, y alumbrarla, en la terrible noche de su infortunio.
La primavera comenzaba para la Naturaleza. Pero, ¡ay!, el ámbar de la flor iba a extinguirse entre el olor de la sangre.
El campo iba a perder su manto de esmeralda con las manchas de sangre, que ni el pie de los años borraría.
El arroyo iba a llevar sangre en su corriente. La luz del día a encapotarse entre vapor de sangre. Y los astros que tachonan el manto celestino de Dios iban a quebrar su tenue rayo sobre charcas de sangre.
Jugado estaba ya el destino de los pueblos del Plata. Su vida amarrada al potro de la tiranía, nuevo Mazeppa, iba a desangrarse por largos años, rotas las carnes de la libertad, en las espinas de un bosque de delitos y desgracias. Las tradiciones de la revolución, el destino de 1810, las promesas risueñas de 1825, los progresos intelectivos de la sociedad, la moral de educación y de raza, el carácter de los pueblos, su índole y su imaginación misma, todo iba a acabar de subvertirse bajo el más disolvente de los gobiernos, bajo la más inmoral de las escuelas públicas: bajo el gobierno personal y tiránico, bajo el ejemplo de sus medios bárbaros. Un gobierno tanto más funesto, cuanto que debía dejar inoculados en la sangre de una generación que se levantaba a la vida los malos hábitos de los pueblos que nacen y se educan bajo el imperio de los déspotas, en que la dignidad humana es escarnecida; la obediencia irreflexiva y ciega, una condición de la existencia individual; y las ideas y los intereses sociales, plantas exóticas en el terreno de ese gobierno.
La ausencia de todo espíritu de comunidad y asociación había conservado hasta entonces el mal gobierno de Don Juan Manuel Rosas, como había servido en gran parte a la anarquía que lo produjo. Y la prolongación de aquel gobierno iba a acabar de ahondar ese mal generador, en la tierra virgen de una sociedad sin hábitos ni creencias todavía. De este modo se preparaban para el futuro funestos y terribles síntomas de resistencia a la reacción que apareciese contra ese orden de cosas, en que ya no habría que luchar contra el tirano, sino contra los resabios de la tiranía.
Rosas había triunfado sin vencer. Y desde entonces, todas las cuestiones lejanas que rodeaban el horizonte de su gobierno iban a ceder poco a poco, y por sí solas, en la pendiente de su fortuna, o más bien, en el terreno de la fatalidad histórica; porque los cuadros históricos que ofrece al estudio la vida de los pueblos, ni quedan, ni se presentan incompletos nunca.
La República Argentina, como pueblo nuevo, había completado ya, en quince años, su epopeya de combates y glorias; y puesto con su lanza el sello de su fuerza militar en la América, y de su destino en el mundo, como pueblo. Con su último cañonazo había dicho la última palabra de sus primeras aspiraciones de 1810, y completado con el fuego de su pólvora la última luz del gran cuadro de su primera vida.
Le faltaba el segundo período de su revolución. Y aquí se chocaron entonces los grandes extremos del pensamiento: la innovación que creaba, la reacción que destruía.
Triunfante la última en sus primeros pasos, la lógica de la historia no podía fallar, y era necesario que se completase el gran cuadro de esa otra faz de la nueva nación. Y el crimen, el vicio, la relajación de todas las nociones del cristianismo, la subversión de todos los principios conservadores de la sociedad, el atraso, la estagnación y la indolencia, la inacción y la impotencia del pensamiento, el olvido de la tradición, y una índole acomodaticia al nuevo orden de vida, todo debía contribuir a llenar el cuadro de la tiranía de Rosas, que no debía quedar incompleto, como no lo queda ninguna de las perspectivas históricas, que nacen sin esfuerzo de situaciones dadas y francas en la vida de las sociedades.
Y allá en los futuros tiempos, cuando el pensador argentino separe la yedra que cubre la tumba de los primeros años de la patria, para encontrar las inscripciones sangrientas de sucesos y generaciones que rodaron en la tormenta de su juventud, y busque frío y tranquilo la ingenua filosofía de nuestra historia, no se pasmará, por cierto, de nuestra larga y pesada tiranía, expresión franca y candorosa del estado social en que nos encontró la revolución. Pero sí bajará su frente, avergonzado de que la alta figura que haya que dibujarse en el gran cuadro de ese episodio lúgubre de nuestra vida, sea la figura de Don Juan Manuel Rosas. Porque lo más sensible para la historia argentina no será, por cierto, el tener que referir la existencia de un tirano, sino el que ese tirano fuese Rosas.
Rosas fue un tirano ignorante y vulgar. A ningún fin político iban sus pasos. Ninguna alta idea formaba el centro de sus acciones. Y tras su vida política no debía quedar sino un recuerdo repugnante de ella.
Sólo el crimen fue sistemático en ese hombre. Pues ese tan ponderado sistema de su americanismo para repeler toda injerencia europea entre nosotros, defendiendo constantemente la dignidad de la bandera azul y blanca, fue una larga mentira del dictador, inventada para despertar en favor suyo las susceptibilidades nacionales: a lo menos la historia de sus propios actos así lo proclama.
Mucho antes de su jactancioso patriotismo americano, y en la edad en que el hombre es más susceptible a la ebullición de los sentimientos patrióticos, exagerados con frecuencia por el calor de la sangre, y los arranques impetuosos del carácter personal, Rosas habíase puesto de parte de los extranjeros y aplaudido un acto de piratería ejercido contra el pabellón nacional.
Después de la revolución del 1º de diciembre de 1828, un hecho escandaloso fue cometido por el comandante M. de Venancourt, al mando de las fuerzas francesas en estas aguas, contra nuestra pequeña escuadra, asaltada en medio de la noche por las tripulaciones francesas. Don Juan Manuel Rosas, en armas ya contra la revolución, se dirigió a M. de Venancourt aprobando su conducta, y pidiéndole que retuviese la escuadra.
Sin altura ni dignidad personal, confiaba su pequeñez y su miseria a sus mismos subalternos; ordenando a los jefes militares, de oficio, que mintiesen en sus comunicaciones aumentando el número de sus fuerzas.
Pero más que esto. El cinismo del dictador llegaba a tal punto, que él mismo, de su puño y letra, escribía las instrucciones para los correos que partían de Buenos Aires para las provincias y Bolivia; ordenándoles que por todo su camino fuesen diciendo que: «S. E. trabajaba día y noche en sostén de la causa americana; que hasta las potencias extranjeras le tributaban respeto y admiración por su valor y por su genio; que todo el mundo estaba pronto a sacrificarse por él; que en todos los paquetes recibía cartas y regalos de los reyes; y que dentro de poco se iba a saber todo lo que él valía, etc.»
Capitaneó una de las épocas de la vida social, que con él, o sin él, tenía por fuerza que desenvolverse en el naciente pueblo; y no se hizo célebre por haber organizado esa época, sino por haberla ultrapasado en sus impulsos reaccionarios; y no se hizo espectable, individualmente, sino por la ferocidad de su alma, y por las infinitas circunstancias que los sucesos fueron eslabonando en torno suyo, debidos en su mayor parte a causas que no recibieran creación, ni impulsión de la cabeza de Rosas: como sucedió con la contramarcha repentina del Ejército Libertador, que dejaba abierto el camino por donde la tiranía reaccionaria debía marchar hasta su última expresión en la república.
Sobre las tablas del tiempo fue septiembre de 1840 quien jugó el destino de los pueblos del Plata; y en perdida la libertad, la primavera de la Naturaleza no fue sino la primavera de sangre de los argentinos.
Los sucesos que se precipitan, anudándolos con los sucesos anteriores que se conocen ya, nos van a dar a comprender todo lo que tiene de terrible y de lúgubre esa verdad.