Amalia/Patria, amor y amistad

Patria, amor y amistad

Daniel entró a su casa y él mismo condujo su caballo al pesebre, porque no lo esperaba su fiel Fermín, y los otros criados nada sabían de las excursiones nocturnas de su señor: él despertó a uno sin embargo, y mandó estuviese pronto para recibir sus órdenes.

Eran las cuatro de la mañana, y cuando entró a sus habitaciones, alumbradas por una mustia lámpara, echó de menos el fuego de su chimenea, porque el frío de la madrugada empezaba a hacerse sentir con el rigor con que mostróse en el invierno de 1840. Pero no estaba Fermín, y ningún otro criado podía entrar a las habitaciones de Daniel.

El joven encendió una bujía, y lo primero que hizo fue pasar al aposento en que dormía Eduardo, contiguo al suyo.

El sueño era agitado en aquella robusta organización, cuyo espíritu apasionado estaba combatido por tan distintas impresiones, después de cuatro meses; y en su hermoso semblante grabado estaba un ceño duro, revelador de las imágenes adustas que en aquel momento estaban quizá hiriendo su estimulada imaginación.

Contemplóle Daniel un largo rato; conoció que no hacía mucho tiempo que dormía, por lo poco que quedaba de la vela a cuya luz había estado leyendo un volumen de la Revolución Francesa. Vio en Eduardo la imagen palpitante y viva de la persecución y la desgracia que sufría la juventud de la república; y elevándose más su espíritu a medida que las ideas se sucedían en él, llegó a creer que tenía delante de sus ojos una personificación de la actualidad, en cuya suerte podría estudiar el destino de la generación a que pertenecía.

Pálido, ojeroso, abrumado su espíritu y su cuerpo por el trabajo, la labor y la ansiedad continua, Daniel pasó a su bufete y se echó en su sillón.

Pero de repente, separando de sus sienes sus lacios y descompuestos cabellos, sentóse a su escritorio, y, tranquilo, con ese semblante sereno que se descubría en él cuando una alta idea le preocupaba, sacó algunas cartas de un secreto de su escritorio, leyólas, tomó la fecha de una de ellas, y escribió luego la siguiente, que leyó después con completa calma:

Al señor Bouchet Martigny, etc.

Buenos Aires, lº de setiembre de 1840.

A las cuatro de la mañana.

Muy señor mío:

Están en mi poder sus cartas del 22 y 24 del pasado, y la última me ha confirmado la lisonjera idea de que la noble causa de mi patria encuentra prosélitos, no sólo en sus hijos, sino también en los hombres de corazón, cualquiera que sea la tierra de su nacimiento: y las solicitudes que me avisa usted haber sido dirigidas por compatriotas suyos al gobierno francés, sobre los asuntos del Plata, y en favor de la causa argentina, son otros tantos títulos de reconocimiento hacia esas excepciones nobles de la Europa, que tan mal nos comprende y peor nos quiere.

Pero al pagar mi parte en esta deuda de gratitud, debo decir a usted con lealtad, que a la altura a que han llegado los acontecimientos, toda interposición que deba venir de Europa, favorable o adversa a nuestra causa, no llegará a tiempo de influir en los sucesos, porque las dos causas políticas deben resolverse al influjo de las armas, dentro de pocos días.

Para mí, la situación encierra un dilema preciso y terminante a este respecto: o la ciudad es tomada antes de quince días, y entonces Rosas está perdido para siempre, o el Ejército Libertador se retira, y entonces todo se pierde por muchos años, de un modo que no ofrecerá posibilidad de nuevo incremento, ni aun con el auxilio de un poder extraño.

Dar al general Lavalle todo cuanto elemento sea posible, es lo único que aconseja la situación actual; pero dárselo sin pérdida de hora; porque del efecto moral que produzca una violenta invasión a la ciudad, más que un ataque a los reductos de Santos Lugares, puede resultar solamente el triunfo de un ejército que no cuenta tres mil hombres, con las dos terceras partes de caballería; que tiene por enemigo un poder fuerte doblemente en el número, y que no puede, ni debe contar con la mínima cooperación de los habitantes de Buenos Aires, sino cuando haga sentir el ruido de sus armas y los vivas a la patria, dentro las ralles mismas de la ciudad.

Este aparente contrasentido en un pueblo, cuya mayoría maldice las cadenas que le oprimen, y espera con toda la efusión de su alma la regeneración de la libertad patria, yo sé bien que los unitarios se empeñan en separarlo de su consideración, por que ellos no quieren convenir cor. que el pueblo de Buenos Aires no sea, en 1840, lo que en 1810: es un honroso error, pero es error al fin, y pues que los hechos que están ya bajo el dominio histórico, y que han acaecido en todo el norte de la provincia, destruyen la mitad de las ilusiones unitarias, y arguyen muy alto contra las que se tienen fundadas en la ciudad, yo creo de una innegable conveniencia el no contar con otros recursos que los que tiene propios el ejército.

Es imposible, materialmente imposible, establecer hoy la asociación de diez hombres en Buenos Aires: el individualismo es el cáncer que corroe las entrañas de este pueblo. Ese fenómeno se explica, se justifica, puedo decir, pero no es tiempo de averiguaciones filosóficas, sino de tomar los hechos existentes, buenos o malos, y basar sobre ellos el cálculo de operaciones fijas. Y es sobre el hecho de la no revolución en Buenos Aires, que debe calcular sus operaciones el Ejército Libertador.

¿Sin más auxilios que los suyos propios, debe, o no, seguir sobre Rosas el general Lavalle? Tal es la cuestión que pueden proponerse algunos, especialmente la Comisión Argentina, que discurre tanto, aunque con tan poco buen éxito, desgraciadamente.

Antes de resolverla, sin embargo, yo querría hacer entender al general Lavalle, y a todo el mundo, que el poder de Rosas no está en los esteros, zanjas, cañones y soldados de Santos Lugares; que está en la capital; que está en el fuerte, puedo decir: Buenos Aires es la cabeza; todo lo demás no son sino miembros subordinados. Es de Buenos Aires que ha de partir la reacción en la corriente revolucionaria, que debe descender de ella para surcar por toda la república. Y en este caso el problema por resolver no es otro que el de si conviene o no invadir la ciudad por alguno de los flancos de los acampamentos de Rosas, y to mar posesión de ella, dejándolo a él dueño de la campaña.

En la posición del general Lavalle, yo no trepidaría en aceptar el primer caso, porque me asiste la convicción que si el ejército se retira, la cuestión se pierde y se pierde el ejército; y en esta coyuntura yo preferiría arriesgar esa inmensa pérdida, sobre el único terreno que ofrece una posibilidad de triunfo.

En la ciudad no puede haber resistencia; los federales están abatidos por la simple incertidumbre de los sucesos, y la mitad de ellos, cuando menos, se pasaría de buen grado al general Lavalle, para buscar con su traición a Rosas una garantía futura.

Mi carta anterior lo ha impuesto a usted del pormenor de los acuartelamientos, tropa de línea, etc, que hay en la ciudad; y si esta otra puede contribuir a meditar sobre la idea que aconsejo, habré conseguido mis deseos, pues que no dudo que del examen de ella resultaría su aprobación.

Quiera usted, señor Martigny, aceptar como siempre las seguridades de mi particular aprecio.

B.


Daniel puso a esta carta un sello especial; púsole luego una dirección para Mr. Douglas, y la guardó en el secreto de su escritorio.

Luego escribió la siguiente:

Amalia:

La visión no era otra que Mariño. He conseguido intrigarle el espíritu. Cree y no cree que me ha seguido y que ha dado contigo. Pero esa misma duda le excitará más y querrá salir de ella. De hoy en adelante mis pasos serán seguidos más que nunca. No hay remedio: para ¡as dificultades que nos cercan, no hay otro camino que el de la temeridad, que es la prudencia de las situaciones difíciles.

Es necesario volver a Barracas, y pronto.

Disponlo todo, y consérvate pronta a todas horas.

Los sucesos se precipitan ya, y todo debe ser rápido como va a serlo el choque de nuestra desgracia o nuestra fortuna.

¡Dios vele sobre los buenos!


Terminada esta carta, el joven escribió por último a su Florencia, y le decía:

Alma de mi alma: todavía soy feliz en el mundo, muy feliz, desde que, abrumado y cansado de una lucha estéril, pero terrible, que tú no conoces todavía, tengo tu corazón para refugio de mi alma, tengo tu nombre para acercarme a Dios y a los ángeles, al escribirlo.

Hoy he sufrido mucho, y mi único consuelo es la esperanza que tengo de que vas a prestarte a mis deseos: es necesario que persuadas a tu buena madre, que la decidas a su viaje a Montevideo; pero pronto, mañana si es posible. Yo facilitaré todo. Y si es necesario para la tranquilidad de su espíritu el que seas mi esposa antes de la partida, mañana mismo nos unirá la Iglesia, como nos ha unido Dios: para siempre.

Sobre el cielo que nos cubre, en el aire que respiramos esta hoy la desgracia, y quizá ¡Quién sabe! Todo es fatídico hoy... Yo no quiero tu mano, es decir, mi felicidad, mi orgullo, mi paraíso, en estos momentos. Pero lo haré, si es necesario para tu partida.

No me preguntes nada. No puedo decirte sino que quisiera alzarte sobre los astros, para que el aire de estos momentos no rozase tu frente. No me pidas que te siga... No puedo... Frío como un cálculo, mi destino está hecho. Estoy clavado a Buenos Aires, y... Pero nos hemos de ver pronto, dentro de ocho, dentro de quince días a lo más. Es un siglo, ¿no es verdad? No importa, en la nube, en el aire, en la luz, tú me conversarás, Florencia, y yo recogeré tus palabras en el adoratorio de tu imagen: en mi alma. ¿Me complacerás?

Madama Dupasquier nada te niega.

Y yo no te he pedido jamás nada, sino por tu felicidad y por la mía.

Daniel.


El joven cerró esta última carta, púsola en su pecho, y esperó al día para darla dirección con las otras.