Amalia/La rosa blanca
La rosa blanca
Ahora el lector tendrá la bondad de volver con nosotros a nuestra conocida quinta de Barracas, en la mañana del 24 de mayo, y una hora después de aquella en que dejamos a la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta acabando de arreglar su traje de mañana en su primoroso tocador.
Ella es, otra vez, la primera que se nos presenta.
Está sentada en un sofá de su salón, donde los dorados rayos de nuestro sol de mayo penetran tibios y descoloridos a través de las celosías y las colgaduras.
Está sentada en un sofá; su rostro más encendido que de costumbre, y fijos sus ojos en una magnífica rosa blanca que tiene en su mano, y a quien acaricia distraída con sus manos más blancas y suaves que sus hojas.
A su izquierda está Eduardo Belgrano, pálido como una estatua, con sus ojos negros, rasgados y melancólicos, jaspeados sus párpados por una sombra azul que los circunda contrastando con la palidez de su semblante, sus ojos, su patilla, y cabellos renegridos y rizados, que caen sobre sus sienes descarnadas y redondas con que la Naturaleza descubre la finura de espíritu de aquel joven, como en su ancha frente la fuerza de su inteligencia.
-¿Y bien, señora? -preguntó Eduardo con una voz armoniosa y tímida, después de algunos momentos de silencio.
-Y bien, señor, usted no me conoce -dijo Amalia levantando su cabeza y fijando sus ojos en los de Eduardo.
-¿Cómo, señora?
-Que usted no me conoce; que usted me confunde con la generalidad de las personas de mi sexo, cuando cree que mis labios puedan decir lo que no sienta mi corazón, o más bien, porque no hablamos del corazón en este momento, lo que no es la expresión de mis ideas.
-Pero yo no debo, señora...
-Yo no hablo de los deberes de usted -le interrumpió Amalia con una sonrisa encantadora-, hablo de mis deberes: he cumplido para con usted una obligación sagrada que la humanidad me impone, y con la cual mi organización y mi carácter se armonizan sin esfuerzo. Buscaba usted un asilo, y le he abierto las puertas de mi casa. Entró usted a ella moribundo, y le he asistido. Necesitaba usted atención y consuelos, y se los he prodigado.
-¡Gracias, señora!
-Permítame usted, no he concluido. En todo esto, no he hecho otra cosa que cumplir lo que Dios y la humanidad me imponen. Pero yo cumpliría a medias estos deberes, si consintiese en la resolución de usted: quiere usted retirarse de mi casa, y sus heridas se volverán a abrir, mortales, porque la mano que las labró volverá a sentirse sobre su pecho en el momento que se descubra el misterio que la casualidad y el desvelo de Daniel han podido tener oculto.
-Usted sabe, Amalia, que no han podido conseguir ni indicios del prófugo de aquella fatal noche.
-Los tendrán. Es necesario que usted salga perfectamente bueno de mi casa; y quizá será necesario que emigre usted -dijo Amalia bajando los ojos al pronunciar estas últimas palabras-. Y bien-continuó volviendo a levantar su preciosa cabeza-, yo soy libre, señor, perfectamente libre; no debo a nadie cuenta de mis acciones, sé que cumplo, y sin el mínimo esfuerzo, un riguroso deber que me aconseja mi conciencia, y sin prohibirlo, porque no tengo derecho para ello, digo a usted otra vez que será contra toda mi voluntad si usted se aleja de mi casa como lo desea, sin salir de ella perfectamente bueno y en seguridad.
-¡Como lo deseo! ¡Oh no, Amalia, no! -exclamó Eduardo aproximándose a la seductora beldad que se empeñaba en retenerlo-; no, yo pasaría una vida, una eternidad en esta casa. En los veinte y siete años de mi existencia yo no he tenido vida, sino cuando he creído perderla; mi corazón no ha sentido el placer, sino cuando mi cuerpo ha sido atormentado por el dolor; no he conocido en fin la felicidad, sino cuando la desgracia me ha rodeado. Amo de esta casa el aire, la luz, el polvo de ella, pero temo, tiemblo por los peligros que usted corre. Si hasta ahora la providencia ha velado por mí, ese demonio de sangre que nos persigue a todos, puede descubrir mi paradero y entonces..., ¡oh! ¡Amalia, yo quiero comprar con mi felicidad el sosiego de usted, como compraría con toda la sangre de mi cuerpo cada momento de la tranquilidad de su alma!
-¿Y qué habría de noble y de grande en el alma de una mujer, si no arrastrase también algún peligro por la salvación del hombre a quien... a quien ha llamado su amigo?
-¡Amalia! -exclamó Eduardo tomando entusiasmado una de las manos de la joven.
-¿Cree usted, Eduardo, que bajo el cielo que nos cubre no hay también mujeres que identifiquen su vida y su destino a la vida y el destino de los hombres? ¡Oh! Cuando todos los hombres han olvidado que lo son en la patria de los argentinos, deje usted a lo menos que las mujeres conservemos la generosidad de nuestra alma y la nobleza de nuestro carácter. Si yo tuviera un hermano, un esposo, un amante; si fuese necesario huir de la patria, yo le acompañaría en el destierro; si peligraba en ella, yo interpondría mi pecho entre el suyo y el puñal de sus asesinos; y si le fuere necesario subir al cadalso por la libertad, en la tierra que le vio nacer en la América, yo acompañaría a mi esposo, a mi hermano, o a mi amante, y subiría con él al cadalso.
-¡Amalia! ¡Amalia! ¡Yo seré blasfemo: yo bendeciré las desgracias de nuestra patria desde que ellas inspiran todavía bajo su cielo el himno mágico que acaba de salir de las inspiraciones de vuestra alma! -exclamó Eduardo, oprimiendo entre sus manos la de Amalia-. Perdón, yo la he engañado a usted; perdón mil veces. Yo había adivinado todo cuanto hay de noble y generoso en su corazón; yo sabía que ningún temor vulgar podría tener cabida en él. Pero mi separación es aconsejada por otra causa, por el honor... Amalia, ¿nada comprende usted de lo que pasa en el corazón de este hombre a quien ha dado una vida para conservarla en un delirio celestial que jamás hubo sentido?
-¿Jamás?
-Jamás, jamás.
-¡Oh! Repítalo usted, Eduardo -exclamó Amalia, oprimiendo a su vez entre las suyas la mano de Belgrano y cambiando con los ojos de él esas miradas indefinibles, magnéticas, que trasmiten los fluidos secretos de la vida entre las organizaciones que se armonizan, cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego divinizado del alma.
-Cierto, Amalia, cierto. Mi vida no había pertenecido jamás a mi corazón, y ahora...
-¿Ahora? -le preguntó Amalia, agitando convulsiva entre las suyas la mano de Eduardo.
-Ahora, vivo en él: ahora, amo, Amalia.
Y Eduardo, pálido, trémulo de amor y de entusiasmo, llevó a sus labios la preciosa mano de aquella mujer en cuyo corazón acababa de depositar, con su primer amor, la primera esperanza de felicidad que había conmovido su existencia; y durante esa acción precipitada, la rosa blanca se escapó de las manos de Amalia, y, deslizándose por su vestido, cayó a los pies de Eduardo.
A las últimas palabras del joven el semblante de Amalia se coloreó radiante de felicidad; pero instantáneo, rápido como el pensamiento, ese relámpago de su alma evaporóse, y la reacción del rubor vino después a inclinar, como una hermosa flor abatida por la brisa, la espléndida cabeza de la tucumana.
Las manos de los jóvenes no se separaron, pero el silencio, ese elocuente emisario del amor, a quien se debe tanto en ciertos momentos, vino a hacer que el corazón saborease en secreto las últimas palabras de los labios.
-¡Perdón, Amalia! -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza y despejando las sienes de los cabellos que las cubrían-, perdón, he sido un insensato; pero no, yo tengo orgullo de mi amor y lo declararía a la faz de Dios: amo y no espero, he ahí mi defensa si la he ofendido a usted.
Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Amalia bañaron con un torrente de luz los ojos ambiciosos de Eduardo. Esa mirada lo dijo todo.
-Gracias, Amalia -exclamó Eduardo arrodillándose delante de la diosa de su paraíso hallado-. Pero, en nombre de Dios, una palabra, una sola palabra que pueda yo conservar eterna en mi corazón.
-¡Oh, levántese usted, por Dios! -exclamó Amalia obligando a Eduardo a volver al sofá.
-Una palabra solamente, Amalia.
-¿Sobre qué, señor? -dijo Amalia colorada como un carmín; pretendiendo retrogradar en un terreno en que se había avanzado demasiado.
-Una palabra que me diga lo que mi corazón adivina -continuó Eduardo volviendo a tomar entre las suyas la mano de Amalia.
-¡Oh, basta, señor, basta! -dijo la joven retirando su mano y cubriéndose los ojos. Su corazón sufría esa terrible lucha que se establece en las mujeres en ciertos momentos en que su corazón quiere hablar, y sus labios se empeñan en callarse.
-No -prosiguió Eduardo-, déjeme usted al menos por la primera, por la última vez quizá hacer a sus pies el juramento santo de la consagración de mi vida al amor de la única mujer que ha inspirado en mi alma, con mi primera pasión, la primera esperanza de mi felicidad en la tierra. Amo, Amalia, amo y Dios es testigo que mi corazón es estrecho para la extensión de mi cariño.
Amalia puso la mano sobre el hombro de Eduardo. Sus ojos estaban desmayados de amor. Sus labios, rojos como el carmín, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y tranquila, sin volver sus ojos de la contemplación extática en que estaban, su brazo extendióse, y el índice de su mano señaló la rosa blanca que se hallaba en el suelo.
Eduardo volvió los ojos al punto señalado, y...
-¡Ah! exclamó, recogiendo la rosa y llevándola a sus labios-. No, Amalia, no es la beldad la que ha caído a mis pies, soy yo quien viviré de rodillas: yo, que tendré su imagen en mi corazón, como tendré esta rosa, lazo divino de mi felicidad en la tierra.
-¡Hoy no! -dijo Amalia, arrebatando la rosa de la mano de Eduardo-. Hoy necesito esta flor, mañana será de usted.
-Pero esa flor es mi vida, ¿por qué quitármela, Amalia?
-¿Vida, Eduardo? Basta, ni una palabra más, por Dios -dijo Amalia retirándose del lado de Eduardo-. Sufro -prosiguió-: esta flor, caída en el momento que se me habla de amor, ya ha sido interpretada. Bien, se ha interpretado la verdad; pero en mi espíritu supersticioso acaba de pasar una idea horrible. Basta, basta ya.
-¿Y quién estorbaría hoy nuestra felicidad en el mundo?...
-Cualquier locura, cosa muy fácil de hacer por ciertas personas en ciertos estados de la vida, sobre este mundo, el mejor de los mundos posibles, como decía no sé quién -dijo Daniel Bello, que entraba a la sala sin que le hubieran sentido venir por las piezas interiores.
-No hay que incomodarse -continuó, al ver el movimiento que hizo Eduardo para retirarse un poco del lugar tan inmediato a Amalia que ocupaba en el sofá-. Pero ya que me dejas espacio, me sentaré en medio de los dos.
Y como lo dijo, Daniel sentóse en el sofá en medio de su prima y su amigo, y tomando la mano de cada uno, dijo:
-Empiezo por confesar a ustedes que no he oído más que las últimas palabras de Eduardo, y que tanto valdría que no las hubiera oído, porque hace muchos días que me las estaba imaginando. He dicho.
Y saludó con una gravedad llena de burla a su prima, colorada como un carmín, y a Eduardo, que fruncía el entrecejo.
-¡Ah! Como ustedes no me quieren contestar -prosiguió Daniel-, seré yo el que continúe hablando. ¿Cómo dispone usted, mi señora prima: vendrá el coche de la señora Dupasquier a buscar a usted, o irá usted en el suyo a casa de la señora Dupasquier?
-Iré yo -dijo Amalia sonriendo con esfuerzo.
-¡Gracias a Dios que veo una sonrisa! ¡Ah! ¿Y usted también, señor Don Eduardo? ¡Alabado sea Baco, santo de la alegría! Yo pensaba que de veras se habían enojado porque yo hubiese oído un poquito de lo mucho
que naturalmente tienen ustedes que decirse en este solitario palacio encantado donde, aunque sea un año, he de venir a habitarlo algún día con mi Florencia. ¿Me le prestará usted, señora Doña Amalia?
-Concedido.
-En hora buena. Recapitulemos, pues. Horas fijas, como hacen los ingleses, que jamás yerran sino en la América: a las diez; ¿te parece buena esa hora?
-Preferiría más tarde.
-¿Alas once?
-Más todavía -contestó Amalia.
-¿A las doce?
-Bien, a las doce.
-En hora buena. A las doce de la noche, pues, estarás en casa de Florencia, para conducirla al baile, pues la señora Dupasquier sólo de este modo consiente en que vaya su hija.
-Eso es.
-¿Quién te acompañará en el coche?
-Yo -dijo Eduardo precipitadamente.
-Despacio, despacio, caballero. Usted se guardará muy bien de andar acompañando a nadie hoy a las doce de la noche.
-¿Y cómo ha de ir sola?
-¿Y cómo ha de ir usted con ella, en la noche del 24 de mayo? -contestó Daniel mirando fijamente a Eduardo y recargando la voz sobre las palabras veinte y cuatro.
Eduardo bajó los ojos, pero Amalia, que con su vivísima imaginación había comprendido que aquellas palabras encerraban algún misterio, se dirigió a su primo con esa prontitud de las mujeres, cuando les hieren alguna de las cuerdas de esa arpa de celosos afectos que se llama su corazón, y le preguntó:
-¿Puedo saber por qué no es lo mismo la noche del 24 de mayo que otra cualquiera, para que el señor me haga el honor de acompañarme?
-Es justísima tu interrogación, mi querida Amalia, pero hay ciertas cosas que los hombres tenemos que reservar de las señoras.
-Pero aquí hay algo de política, ¿no es verdad?
-Puede ser.
-Yo no tengo ningún derecho para exigir de este caballero el que me acompañe; pero a lo menos, creo tenerlo sobre él y sobre ti para recomendarles un poco de prudencia.
-Yo te respondo de Eduardo.
-De los dos -se apresuró a decir Amalia.
-Bien, de los dos. Quedamos, pues, en que a las doce irás a lo de Florencia. Pedro te servirá de cochero, y el criado de Eduardo de lacayo. Una vez en casa de Madama Dupasquier, montarás con ella en su coche para ir al baile, y el tuyo volverá a buscarte a las cuatro de la mañana.
-¡Oh; es mucho! ¡Cuatro horas! Una solamente.
-Es muy poco.
-Me parece que para el sacrificio que hago, es demasiado.
-Lo sé, Amalia; pero es un sacrificio que haces por la seguridad de tu casa, y con ella por la tranquila permanencia de Eduardo. Te lo he dicho diez veces: no asistir a este baile dado a Manuela, en que recibes una invitación de ella, solicitada por Agustina, es exponerte a que lo consideren como un desaire, y estamos mal entonces. Agustina tiene un especial empeño en tratarte, y ha buscado este medio. Entrar al baile y salirte de él antes que ninguna otra, es hacerte notable en mal sentido a los ojos de todos.
-¿Y qué me importa de esa gente? -dijo Amalia con un acento marcado de desprecio.
-Muy cierto; a esta señora, ni le deben dar cuidado los resentimientos de esa gente, ni he sido nunca de tu opinión, Daniel, de que le haga el honor de concurrir a su baile -dijo Eduardo dirigiéndose a su amigo.
-¡Bravo! ¡Superior! exclamó Daniel saludando a Amalia y a Eduardo sucesivamente-. Estáis inspirados y me habéis convencido -continuó-, es una locura que mi querida prima vaya al baile. Que no vaya, pues. Pero hará muy bien en empezar a quemar sus colgaduras celestes, para no ofender los delicados ojos de la Mashorca, cuando tenga el honor de recibir su visita dentro de algunos días.
-¡Esa canalla en mi casa! -exclamó Amalia, resplandeciendo sus ojos con todo el brillo de su orgullo, e irguiendo su cabeza, que parecía en aquel momento querer reclamar la majestad de una corona-. Y bien -prosiguió-, mis criados harán con ella lo que se hace con los perros: la echarán a la calle.
-¡Superior! ¡Sublime! -exclamó Daniel frotándose las manos; y, echando luego su cabeza hacia el respaldo del sofá y mirando al cielo raso, preguntó con una calma glacial:
-¿Cómo van las heridas, Eduardo?
Un estremecimiento nervioso y súbito como el que ocasiona el golpe eléctrico, conmovió la organización de Amalia. Eduardo no respondió. Él y ella habían comprendido en el acto todo el horrible recuerdo que encerraba la interrogación de Daniel, y todo cuanto, al mismo tiempo, quería presagiarles con ella.
-Iré al baile, Daniel -dijo Amalia, humedecidos sus ojos por una lágrima brotada de su orgullo.
-¡Pero es terrible que yo sea la causal -dijo Eduardo levantándose y paseándose precipitadamente por la sala, sin sentir el dolor agudísimo que le ocasionaban esos violentos pasos en su pierna izquierda, que apenas podía se afirmar en tierra.
-¡Vamos!¡Por amor de Dios! -dijo Daniel levantándose, tornando del brazo a Eduardo y volviéndole al sofá-, vamos, tengo que hacer con vosotros como con dos niños. ¿Puedo tener otro objeto en lo que hago, que vuestra propia seguridad? ¿No he hecho lo mismo, no he puesto el mismo empeño en que Madama Dupasquier asista con mi Florencia a este baile? ¿Y por qué, Amalia? ¿Por qué, Eduardo? Por despejar en algo el porvenir de todos de esas prevenciones, de esas sospechas que hoy fermentan el rayo sobre la cabeza en que se amontonan. La muerte se cierne sobre la cabeza de todos; el acero y el rayo están en el aire, y a todos es preciso salvar. A trueque de estos pequeños sacrificios yo proporciono la única garantía para todos, y a la sombra de ellos también me garanto yo mismo. Yo, que hoy necesito la libertad, la garantía, la estimación, puedo decir, de esa gente, para más tarde, de un día, de un momento a otro, poder arrancar la máscara de mi semblante, y... pero estamos convenidos, ¿no es verdad? -dijo Daniel interrumpiéndose a sí mismo, y, a merced de aquella potencia admirable que ejercía sobre su espíritu, haciendo vagar la risa en su semblante, un momento antes grave y serio, por no acabar de descubrir a su prima algo de los misterios de su vida política.
-Convenido, sí -dijo Amalia-. A las doce a casa de Madama Dupasquier; de estas nuevas amigas que tú me has dado, y que pareces tener empeño en que las sea importuna desde temprano.
-¡Bah! La señora Dupasquier es una santa señora, y Florencia está encantada de ti, desde que sabe que no eres su rival...
-Y Agustina; Agustina ¿qué motivos, qué interés tiene para querer tratarme? ¿También es por celos?
-También.
-¿De ti?
-No; desgraciadamente.
-¿Y de quién?
-De ti.
-¿De mí?
-Sí, de ti; ha oído hablar de tu belleza, de tus muebles y trajes exquisitos, y la reina de la belleza y los caprichos quiere conocer a su rival en ellos: he ahí todo.
-¡Bah! Pero, ¿y Eduardo?
-Me lo llevo.
-¿Tú?
-Yo.
-¿Ahora mismo?
-Ahora mismo. ¿No hemos convenido en que me lo prestarías por hoy?
-¡Pero salir de día! Tú me habías hablado de llevarlo esta noche por algunas horas a tu casa.
-Ciertísimo, pero no podré volver a esta casa hasta mañana.
-¿Y bien?
-Y bien, Eduardo no saldrá sino conmigo.
-¿De día?
-De día; ahora mismo.
-Pero le verán.
-No, señora, no le verán: mi coche está a la puerta.
-¡Ah! No lo había sentido llegar -dijo Amalia.
-Ya lo sabía.
-¿Tú?
-Yo.
-¿Tienes también el don de segunda vista como los escoceses?
-No, mi linda prima, no; pero tengo la ciencia de las fisonomías, y cuando entré a esta sala...
-Señora, ¿me hace usted el favor de mandar callar a su primo para que no nos diga algún disparate? -dijo Eduardo cortando la frase de Daniel, y acompañando sus palabras con una sonrisa la más inteligible para Amalia.
-¡Toma! Nuestro querido Eduardo, Amalia mía, cree que yo iba a cometer el desatino de repetir lo que él probablemente te estaría diciendo al entrar yo, pues que ha clasificado de disparate la frase que me dejó entre la boca.
-¡Hola! También es usted mordaz, caballero -dijo Amalia acompañando sus palabras con una mímica poco agradable para Daniel; es decir, arrancándole dos o tres hebras de sus lacios cabellos, sin que Eduardo lo notase y con tal prontitud que obligó a Daniel a hacer una exclamación.
-¿Qué hay? -preguntó Amalia con la cara más seria del mundo, y fijando sus bellísimos ojos en los de su primo.
-Nada, hija, nada. Me imaginaba en este momento que tú y Florencia serán las más lindas mujeres de esta noche.
-¡Gracias a Dios que te oigo decir una cosa razonable! -dijo Eduardo.
-Gracias, y para que sean dos, te diré que es hora de que pidas tu sombrero y me acompañes.
-¿Ya?
-Sí, ya.
-Pero es temprano aún.
-No, señor; por el contrario, es tarde.
-Bien, ahora.
-No, ya.
-¡Oh!
-¿Qué?
-Nada.
-Cáspita, el huésped parece sueco, pues, según el vulgo, donde entran, allí se quedan los compatriotas de Carlos XII, actuales súbditos del bravo Bernadotte, cuya mirada cuentan que nadie puede resistir. ¡Hace veinte días que está de visita en esta casa, y todavía le parece poco!
-Daniel, ¿me haces el favor de visitar temprano a Florencia? -dijo Amalia.
-¿Y para qué, señora?
-Para recibir tu audiencia de despedida.
-¿Cómo? ¿Cómo?
-Tu audiencia de despedida.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-¿Despedirme de Florencia?
-Justamente.
-¿Ha hablado con ella Doña María Josefa?
-No.
-¿Entonces?
-Entonces, seré yo quien hable, yo.
-¿Para decirla que me despida?
-Eso es.
-¡Diablo!
-¿No te parece bien?
-No, por cierto, ni en broma.
-Pues lo haré.
-¿Quieres decir?
-Quiero decir: que esta noche haré ver a esa pobre criatura todo lo que la espera con marido tan insufrible.
-¡Ah! ¡Bueno! Tomarás la revancha. Eduardo, ¿me haces el favor de despedirte de Amalia?
-Es irresistible, señora -dijo Eduardo levantándose y tomando la mano que le extendía Amalia.
-¡Bah! Esa es condición de todos los de mi familia: somos irresistibles -dijo Daniel sonriéndose y dando un paseo del sofá a las ventanas, mientras las manos de Amalia y Eduardo parecían querer estar despidiéndose todo el día.
Ni él ni ella se dijeron una sola palabra: sus ojos habían pronunciado largos discursos. Cuando Daniel dio vuelta, Eduardo se dirigía a la puerta, y los ojos de Amalia estaban clavados sobre su rosa blanca.
-Mi Amalia -dijo Daniel, solo ya con su prima-, nadie en el mundo velará por Eduardo más que yo. Yo velo por todos, mientras a mí sólo me guarda la providencia. Nadie tampoco desea más que yo tu felicidad en este mundo. Todo lo adivino y todo lo apruebo. Dejadme hacer. ¿Quedas contenta?
-Sí -dijo Amalia con los ojos llenos de lágrimas.
-Eduardo te ama, y yo también estoy contento de eso.
-¿Lo crees tú?
-¿Lo dudas tú?
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Dudo de mí.
-¿No eres feliz con ese amor?
-Sí, y no.
-Es como no decir nada.
-Y sin embargo, digo cuanto siento en mi alma.
-¿Le amas y no le amas entonces?
-No; le amo, le amo, Daniel.
-¿Y entonces, Amalia?
-Entonces, soy feliz con el amor que le profeso, y tiemblo, sin embargo, de que él me ame.
-¡Supersticiosa!
-Puede ser; pero la desgracia me ha enseñado a serlo.
-La desgracia suele conducirnos a la felicidad, amiga mía.
-Bien, anda, te espera Eduardo.
-¡Hasta luego! -dijo Daniel poniendo sus labios sobre la frente de su prima.
Un momento después, los dos amigos subieron coche, y, a tiempo de romper a gran trote los caballos, alzóse una de las celosías de las ventanas del salón de Amalia, y dos miradas se cambiaron un expresivo adiós.