Amalia/El tálamo nupcial

El tálamo nupcial

Cuando el reloj de la quinta daba las diez de la noche, Pedro abría el portón para que entrase Daniel, después de haber oído y conocido su canto en la lóbrega y solitaria calle Larga.

Y en ese momento también, una escena bien diferente tenía lugar a pocos pasos: era Amalia, que, desde la primera vibración del reloj, había estremecídose con más violencia aún que en las veces anteriores, y refugiado su cabeza en el seno de su esposo, abrazándose de él instintivamente, como si el eco del metal fuese la voz fatídica del dolor, que la viniese a anunciar una desgracia en esa mitad de su vida, en esa su vida entera, que se llamaba Eduardo.

-¿Qué es esto, amado mío, esposo mío? -le preguntó al fin, derramándose de su mirada rayos de luz y de amor, sombras de pesadumbre y de inquietud-, ¿qué es esto? ¡Es la primera vez de mi vida que se obra en mi alma tal misterio, y a medida que pasan las horas, es más violenta y fuerte la impresión que siento! ¡Qué! ¿Ni a tu lado puedo yo ser feliz?

-Ángel de mi alma, es tu imaginación y nada más. Opreso de disgustos, tu espíritu se ha llenado de sombras, que se disiparán pronto al rayo de mi amor, a la adoración a que se consagrará mi vida, velando tu felicidad y tu calma. Es el aire, la luz de Buenos Aires, lo que enferma el espíritu y el cuerpo. Pero pronto estarás a mi lado, lejos de aquí.

-Sí, pronto, muy pronto, Eduardo. Yo no puedo vivir aquí, y en ninguna parte podré vivir sin ti.

-Viajaremos juntos.

-¿Y por qué no desde esta noche?

-Es imposible.

-Dejaré todo. Luisa y Pedro me seguirán después.

-Es imposible.

-Llévame, llévame, Eduardo, ¿no soy tu esposa? ¿No debo seguirte a todas partes?

-Sí, pero no debo exponerte, luz de mis ojos.

-¿Exponerme?

-Cualquier incidente...

-¿Luego tú te expones? ¿Por qué me engañan? ¿No me han dicho que hay la mayor seguridad posible?

-Es cierto, no hay peligro, pero quizá tengamos que permanecer en el río dos, tres, o cuatro días.

-¿Y qué me importa si los paso contigo?

-Amalia, no alteremos en nada nuestro plan. Respetemos de casados todas nuestras promesas de solteros. Si no vas con Daniel antes de quince días, irás sin él; porque a esa fecha, se habrá concluido la paz con la Francia, y no habrá inconveniente ninguno para tu embarque. Acuérdate, bien mío, que voy a dejarte porque tú me lo mandas, y que tú debes quedarte porque yo te lo ruego... Pero... siento alguien en la sala.

-¿Será Luisa?

-No, creo que es Daniel.

Y el joven besó la frente de su esposa y pasó al salón, donde se halló en efecto con su amigo.

Amalia, entretanto, llamó a Luisa y dispuso que Pedro trajese el té al gabinete, donde pasó a reunirse con su esposo y su primo.

-Dios nos protege, hija mía, todo está completamente listo y arreglado. Solamente que en vez de esperar a la madrugada, Douglas fija la hora del embarque para las doce de la noche, es decir, dentro de dos horas.

-¿Y por qué ese cambio? -preguntó Amalia.

-Es lo que yo mismo no puedo explicarte; porque tengo tal confianza en la previsión y sagacidad de mi famoso contrabandista, que desde que él ha señalado esa hora, nada le pregunté, porque estoy cierto que es la que más ha de convenir al embarque.

Eduardo tomó la mano de su Amalia y parecía querer trasmitirle su alma en su contacto.

Daniel los miró con ternura y les dijo:

-El destino no ha querido corresponder a mis más vivísimos deseos: yo había deseado ver vuestra felicidad a la luz de la mía al mismo tiempo. Envueltos en unas mismas desgracias, yo había deseado que en una misma hora arrebatásemos a la suerte un momento para nuestra común felicidad, y si Florencia estuviese a mi lado en este instante, yo sería el ser más venturoso de la tierra... Pero en fin, he conquistado ya la mitad de mis aspiraciones. La otra... Dios dispondrá.

Era tan profunda, tan exquisita la sensibilidad de aquellos tres jóvenes, y se armonizaba tanto en cada uno la suerte de los otros, que sus impresiones de felicidad, o de dolor, de ansiedad, o de melancolía, se comunicaban con un magnetismo sorprendente; y en ese instante una lágrima fugitiva, pero brotada del fondo del corazón, empañó la pupila de todos. Pero Daniel, ese carácter especial para la dominación de sí mismo, esa alma de abnegación y generosidad, que sacrificaba todo a la felicidad de los que Amalia, concibió que era una crueldad echar una gota de pesadumbre en la copa de felicidad, que apenas llegaba a los labios de aquellos dos seres tan combatidos de la suerte, y levantándose, abrazándolos sucesivamente, les dijo:

-Vamos, vamos, estemos contentos estos instantes que nos deja el destino, y no pensemos sino en los días que vamos a pasar dentro de poco en Montevideo, ni hablemos de otra cosa que de ellos.

Pocos momentos después entró Pedro con la bandeja del té y fue a colocarla en una mesa del gabinete de lectura, que como se sabe, estaba entre el salón y el aposento, adonde pasó Amalia con su esposo y su primo, habiendo antes díchole a Pedro que se retirase, pues nunca consentía que él la sirviese.

Antes de diez minutos Daniel había vuelto la alegría a sus amigos.

Fugaz, animador, espirituoso, voluble y gracioso en los giros de la conversación, era imposible resistir al sello que él le imprimiera.

Por último, sólo le faltaba hacerlos enojar, para darles el placer de que se reconciliasen luego. Porque no hay nada más en armonía con las necesidades del corazón enamorado que esos pasajeros enojos que preparan la reconciliación, y en ella, más impetuosa, la reacción de los afectos. Y así fue, que con una gran seriedad, tomando su segunda taza de té, dijo a su amigo:

-Ah, Eduardo, una cosa se me ha olvidado preguntarte: ¿qué hago de la cajita de cartas?

-¡La cajita de cartas! -contestó Eduardo, mientras Amalia se puso a mirarlo fijamente.

- ¡Sí, pues! -repuso Daniel con la misma gravedad-, la cajita de cartas, donde creo que hay también cabellos de Amalia, por el color.

-¿Te has vuelto loco, Daniel?

-No, gracias a Dios.

-¿Y por qué disimula usted, caballero? ¿Qué cosa más natural que tener esos recuerdos y querer conservarlos?

-Te juro, Amalia mía, que en mi vida he tenido semejante caja, ni sé de qué cartas me está hablando Daniel. O está jugando, o repito que se ha vuelto loco.

-Pero ¿por qué negarlo? -repuso Amalia, rosada y fingiendo una sonrisa que abrumaba a Eduardo.

-¿Ves, Daniel, lo que sacas con tus bromas? -repuso Eduardo, que empezó a comprender el capricho de su amigo.

-De modo que...

-De modo que haces mal, porque ¿lo ves?

-¿Qué?

-Que Amalia ha retirado muy insensiblemente su silla del lado de la mía.

Daniel entonces soltó una carcajada, se levantó, tomó la mano de su prima, y poniéndola entre las de Eduardo, exclamó:

-¡Están impagables! Mi Florencia tendría más circunspección.

-No, no, es cierto, tú no has mentido -repuso Amalia sin retirar su mano, y esperando y deseando que la acabaran de convencer.

Pero una nueva risa de Daniel, y una mirada de Eduardo, concluyeron por hacerla conocer la chanza caprichosa del primero; y la presión de su mano, y el rayo enamorado de su tiernísima mirada, le dijeron a Eduardo que la nube de celos se había evaporado. En ese instante ella y él se cambiaban el alma en las miradas, y en el calor de sus manos se trasmitían la vida.

Pero en ese instante también la voz de Luisa vino a caer como un rayo en medio de los tres.

Era un grito agudo, horrible y estridente, al mismo tiempo que se vio a la niña venir despavorida por las piezas interiores, y al mismo tiempo también que se oyó un tiro en el patio, y una especie de tormenta de gritos y de pasos precipitados.

Y antes que Luisa hubiese podido decir una palabra, y antes que nadie se la preguntase, todos adivinaron lo que había, y junto con la adivinación del instinto, la verdad se presentó ante ellos, a través de los vidrios del gabinete, en el fondo de las habitaciones por donde había venido la niña; pues una porción de figuras siniestras se precipitaban por el cuarto de Luisa al tocador de Amalia. Y todo esto desde el grito, hasta la vista de aquellos hombres, ocurría en un instante tan fugitivo como el de un relámpago.

Pero con la misma rapidez también, Eduardo arrastró a su esposa hasta la sala, y cogió sus pistolas de sobre el marco de la chimenea.

Inmediatamente, porque todo era simultáneo y rápido como la luz, Daniel arrastró la mesa y la tumbó con lámpara, bandeja y cuanto tenía, junto a la puerta que separaba el gabinete de la alcoba.

-¡Sálvanos, Daniel! -gritó Amalia precipitándose a Eduardo cuando tomaba las pistolas.

-Sí, mi Amalia, pero sólo peleando; ya no es tiempo de hablar.

Y estas últimas palabras perdiéronse a la detonación de las pistolas de Eduardo, que hizo fuego a cuatro pasos de distancia sobre ocho o diez forajidos que ya pisaban en la alcoba; mientras Daniel tiraba sillas delante de la puerta, y a tiempo que otro tiro disparaba en el patio, y un rugido semejante al de un león dominaba los gritos y las detonaciones.

-¡Dios mío, han muerto a Pedro! -gritaba Amalia prendida del brazo izquierdo de Eduardo, que no conseguía desasirse de ella.

-Todavía no -dijo el soldado entrando por la puerta de la sala que daba al zaguán, bañado el rostro y el pecho en la sangre que salía a ríos de un hachazo que había recibido en la cabeza, y tirando, al mismo tiempo que decía esas palabras, la espada de Eduardo, que vino a caer cerca del grupo que formaban todos en el gabinete, delante de la barricada improvisada por Daniel; y mientras que con el brazo izquierdo se limpiaba la sangre que le cubría los ojos, con la derecha, donde tenía su sable, trataba de cerrar la puerta de la sala.

La pluma, el pensamiento mismo, no puede alcanzar todos los accidentes de esta escena, en todo su movimiento súbito y veloz.

La voz de Eduardo que decía a su esposa, asida de su brazo y su cintura:

-Nos pierdes, Amalia, déjame, pasa a la sala -no se oía entre el ruido y la grita infernal que venía del patio, del tocador, y de aquellos que entraban al aposento, y de los cuales uno había caído a los pistoletazos de Eduardo.

El cristal de los espejos del tocador saltaba hecho pedazos a los sablazos que pegaban sobre ellos, sobre los muebles, sobre los vidrios de las ventanas, sobre las lozas del lavatorio, en cuanto había, siendo estos golpes acompañados de una gritería salvaje, que hacía más espantosa aquella escena de terror y muerte.

A los tiros de Eduardo, los que invadieron la alcoba habían unos retrocedido algunos pasos, otros parádose súbitamente, sin avanzar hacia la mesa y las sillas caídas delante de la puerta. Pero dos hombres se precipitaron en aquel instante en el aposento.

-¡Ah, Troncoso y Badía! -gritó Daniel arrojando otra silla, parándose contra el perfil de la puerta, y sacando de su pecho aquella arma con que había salvado a su amigo en la noche del 4 de mayo; única que llevaba, y que era impotente en la desigual lucha que iba a trabarse.

Y cuando aquellos dos hombres se precipitaban como dos demonios, el uno con una pistola en la mano, y el otro con un sable, Eduardo alzó a Amalia por la cintura, la llevó, la dejó sobre un sofá de la sala, y cogió la espada que le acababa de tirar Pedro. Y a éste, que venía de echar a la puerta de la sala el débil pasador que la cerraba, y quería hacer un esfuerzo para seguir a Eduardo al gabinete, le faltaron las fuerzas a los dos pasos, las piernas se le doblaron, y cayó temblando de furor, delante del sofá en que quedó la joven. Allí se abrazó de sus pies, bañando con su sangre generosa a aquella criatura, a quien todavía quería salvar, oprimiéndola para que no se moviese.

Entretanto, el rayo no cae más rápido ni mortífero que el sable de Eduardo sobre la cabeza del bandido más cercano a la mesa y las sillas caídas, entre los diez o doce que, a la voz de sus jefes, asaltaban aquel débil obstáculo.

Y al mismo tiempo Daniel alcanzaba al hombro de otro y le dislocaba el brazo de un golpe seco de su cassetête.

-¡Cógele el sable! -le gritó Eduardo; mientras que Pedro, haciendo esfuerzos por levantarse, sin poderlo conseguir, porque estaba mortalmente herido en el pecho y la cabeza, sólo tenía fuerzas para oprimir los pies de Amalia, y voz para estar repitiendo a Luisa, abrazada también de su señora:

-¡Las luces, apaguen las luces, por Dios!

Pero Luisa ni le oía, y si le oía no quería obedecerle, porque temblaba de quedarse a oscuras, si posible era sentir más terror que el que la dominaba.

Pero los dos golpes certeros de Eduardo y de Daniel no sirvieron sino para atraer sobre sí mayor número de asesinos, pues a la voz de uno de sus jefes vinieron los que estaban robando y rompiendo en el tocador; cuando se lanzaron a las sillas y la mesa, el mismo Eduardo, impaciente por aquellos obstáculos que impedían el alcance de su espada, con sus pies trataba de separar las sillas, y ya poco faltaba para que hubiese un camino expedito de la una a la otra habitación, cuando Daniel descargó su terrible maza sobre la espalda de uno de los que se agachaban a separar una silla del lado del aposento, y el bandido vino a ocupar el lugar que despejaba Eduardo.

-¡Salva a Amalia, Daniel, sálvala; déjame solo, sálvala! -gritaba Eduardo, temblando de furor, menos por el combate que por los obstáculos que no podía remover con las manos, porque con su espada hacía frente a los puñales y sables que había del otro lado de ellos, mientras que temía tropezar y caerse si intentaba separarlos con los pies.

Todo esto habría durado como diez minutos, cuando seis u ocho de los bandidos dejaron el aposento y se retiraron por el tocador, mientras que los restantes continuaban, a la voz del jefe que quedaba con ellos, tratando de separar los muebles caídos, pero con tal temor, que apenas habían separado dos o tres sillas que no estaban al alcance de la espada de Eduardo.

Ninguno de los dos jóvenes estaba herido, y Eduardo, en el momento en que su brazo descansaba un segundo, dio vuelta a su cabeza para ver a Amalia, a través de los vidrios del gabinete, contenida por un moribundo y una niña, y volviéndose a su amigo, le dijo en francés:

-Sálvala por la puerta de la sala; sal al camino, gana las zanjas de enfrente; y en cinco minutos yo habré roto todas las lámparas, pasaré por el medio de esta canalla, y te alcanzaré.

-Sí -le contestó Daniel-, es el único medio; ya lo sabía, pero no quería dejarte solo; ni lo quiero aun. Voy a ver de salvarla y vuelvo en dos minutos; pero no pases la barricada.

Y Daniel pasó como un relámpago a la sala, y a tiempo que tiraba una de las lámparas y uno de los candelabros de los dos que había encendidos, un tremendo golpe dado en la puerta de la sala hizo saltar el pestillo y abrirse las hojas de par en par, entrándose en tropel una banda de aquellos demonios, de que se rodeó un gobierno nacido del infierno y maldito para siempre jamás en la historia de las generaciones argentinas.

Un grito horrible, como si en él se arrancasen las fibras del corazón, salió del pecho de la pobre Amalia, y desprendiéndose de las manos casi heladas de Pedro, y de los débiles brazos de su tierna Luisa, corrió a escudar con su cuerpo el cuerpo de su Eduardo, mientras Daniel tomó el sable de Pedro, ya expirando, y corrió también al gabinete.

Pero junto con él los asesinos entraron. Y cuando Eduardo oprimía contra su corazón a su Amalia para hacerla con su cuerpo una última muralla, todos estaban ya confundidos; Daniel recibía una cuchillada en su brazo derecho; y una puñalada por la espalda atravesaba el pecho de Eduardo, a quien un esfuerzo sobrenatural debía mantener en pie por algunos segundos, porque ya estaba herido mortalmente. Y en ese momento, en que era sostenido apenas en un ángulo del gabinete por los brazos de su Amalia, mientras que su diestra se levantaba todavía por los impulsos de la sangre, y amedrentaba a sus asesinos; y cuando Daniel en el otro ángulo, con el sable en su mano izquierda, se defendía como un héroe; en ese momento en que dos bandidos cortaban en la sala la cabeza de Pedro, unos golpes terribles se daban en la puerta de la calle. Luisa, que había ganado el zaguán despavorida, conoce la voz de Fermín, descorre el cerrojo, y abre la puerta.

Entonces un hombre anciano, cubierto con un poncho oscuro, se precipita gritando con una voz de trueno, pero dolorida, como la voz que es arrancada del corazón por la mano de la Naturaleza:

-¡Alto, alto, en nombre del Restaurador!

Y todos oyeron esta voz, menos Eduardo, cuya alma, en ese instante, se volaba a Dios, y su cabeza caía sobre el seno de su Amalia, que dobló exánime su frente, y quedó tendida en un lecho de sangre junto al cadáver de su esposo, de su Eduardo.

En ese instante el reloj daba las 11 de la noche.

-Aquí, padre mío, aquí; salve usted a Amalia -dijo Daniel, al oír la voz y conocer a su padre.

¡Y al mismo tiempo el joven, que había recibido otra profunda herida en la cabeza, caía sin voz y sin fuerzas en los brazos de su padre, que con una sola palabra había suspendido el puñal, que esa misma palabra levantara para tanta desgracia y tanto crimen!...